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El humanismo político de Hannah Arendt

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De la filantropía griega se pasó a la «humanitas» romana. De ahí, al humanismo moderno. Recuperar lo que se perdió por el camino es el objetivo principal del humanismo político de Arendt. Ilustración de Albalurque (Wikimedia Commons, CC).

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Hannah Arendt no se definía a sí misma como filósofa, sino como teórica política. Célebremente conocida por sus estudios sobre la banalidad del mal, la obra política de Arendt es extensa y muy rica en conceptos. Con el objetivo de entender mejor el mundo que vivimos, en este artículo repasamos su humanismo político.

Por Alfons C. Salellas

En un ensayo dedicado al filósofo, maestro y amigo Karl Jaspers, Hannah Arendt escribió en 1957 que la humanidad había dejado de ser un concepto o un ideal para convertirse en una realidad urgente. Esto, escribió, solo era posible no por los sueños de los humanistas o los razonamientos de los filósofos, ni tampoco por los recientes acontecimientos políticos, sino casi exclusivamente a través del desarrollo técnico del mundo occidental.

La verdad del diagnóstico arendtiano no ha hecho más que aumentar desde el día que lo formulara hasta hoy. Arendt señaló en aquel texto que cada país se ha convertido en el vecino casi inmediato de todos los demás y que cada hombre siente el impacto de los eventos que tienen lugar en el otro lado del planeta.

Sin embargo, este presente fáctico común no se basa en un pasado compartido y no garantiza en lo más mínimo un futuro igual para todos. La tecnología, que en teoría ha proporcionado la unidad al mundo, puede destruirlo prácticamente con la misma facilidad, ya que los medios de comunicación del mundo moderno se diseñaron junto con los medios de la posible destrucción global.

Para Hannah Arendt, la humanidad ha dejado de ser un concepto o un ideal para convertirse en una realidad urgente. El motivo: el desarrollo técnico del mundo occidental

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Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt (Alianza Editorial).

Superación del Estado-nación

De acuerdo con Arendt, la idea de un gobierno mundial, cualquiera que sea su forma, con un poder centralizado, monopolizando el control de todos los medios violentos de ataque y de defensa y totalmente independiente de cualquier otro poder soberano, no sería solo una pesadilla, sino el fin de la vida política tal como la conocimos hasta ahora. Para ella, a la luz de su presente histórico, el ideal humanista de la Ilustración —que, recordemos, defendía y celebraba la figura incorpórea del hombre único y abstracto— no es más que un optimismo peligroso. Junto a esto, asegura, el idealismo de la tradición humanista de la Ilustración y su concepto de humanidad…:

«… en la medida en que nos llevaron a un presente global sin un pasado común, amenazan con hacer irrelevantes todas las tradiciones e historias particulares del pasado».

Con el tiempo, este hipotético gobierno mundial, al que se refirió Arendt en la década de 1950, puede identificarse, mutatis mutandis, con la globalización económica, financiera y mediática en la que estamos metidos desde los años ochenta del siglo pasado hasta esta tercera década recién comenzada del XXI. Es cierto que no se trata del mismo fenómeno, pero lo menos que se puede decir al respecto es que Arendt, ya en la segunda parte de Los orígenes del totalitarismo (1951), reflexionando sobre el imperialismo, comenzó a darnos alguna prueba de lo que podría haber sido su crítica a la globalización, que todos vivimos hoy de una forma más o menos angustiante.

El peligro inherente a esa nueva realidad que ya se iba dibujando a mediados de la centuria pasada parecía ser, según esta pensadora, que la unificación del mundo, basada en la economía, los medios y la violencia, destruiría todas las tradiciones nacionales y sepultaría los orígenes de la existencia humana, todo lo cual daría lugar a una superficialidad que haría irreconocible al hombre tal como lo conocemos desde los cinco mil años de historia registrada.

Para Hannah Arendt, a la luz de su presente histórico, el ideal humanista de la Ilustración —que, recordemos, defendía y celebraba la figura incorpórea del hombre único y abstracto— no es más que un optimismo peligroso

En este sentido, la globalización, o también mundialización, sería precisamente lo contrario del concepto de mundo defendido por Arendt, pues este solo existe cuando hay un intermedio, un espacio-entre. En cambio, la globalización —el establecimiento de un gobierno mundial hoy en manos de los grandes conglomerados económicos— representa el proceso de igualación y de contracción en donde el mundo, en su diversidad, se desfigura y se convierte en un compacto homogéneo que significa el fin de la pluralidad. Una pluralidad que, para ella, era nada menos que la ley de la Tierra. Para que nadie se lleve a engaño, en Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt dejó claro que…:

«… el nacionalismo y su idea de una ‘misión nacional’ pervirtieron el concepto de Humanidad como una familia de naciones en una estructura jerárquica en donde las diferencias históricas y de organización fueron erróneamente interpretadas como diferencias entre los hombres y que residían en el origen natural de estos. El racismo, que negaba el origen común del hombre y repudiaba la finalidad común de establecer a la Humanidad, introdujo el concepto del origen divino de un pueblo en contraste con todos los demás, cubriendo así el producto temporal y cambiable del esfuerzo humano con una nube seudomística de eternidad y de finalidades divinas».

Aunque fue lo suficientemente honesta para expresar su escepticismo, Arendt —que meditó durante años e intentó proponer soluciones para el problema que el Estado de Israel suponía no solo para los palestinos, sino para los propios judíos— abogaba geopolíticamente por la superación del Estado-nación en favor de lo que ella llamó Consejos Estatales. Estos serían una estructura de consejos populares en los que cualquier ciudadano que lo desee tenga la oportunidad de participar, «completamente extraño al principio de la soberanía». Muy conveniente según la autora: «Para federaciones de los más variados géneros, especialmente porque en él el poder sería constituido horizontal y no verticalmente».

Arendt defendía de este modo la democracia participativa y el federalismo, si bien es cierto que nunca se ocupó de resolver los problemas que este sistema deja en abierto, como por ejemplo la procedencia de la garantía de los derechos de los ciudadanos o la forma que deberían adoptar las relaciones internacionales sin algún tipo de recurso a la propia soberanía. Existe, pues, una suerte de utopía arendtiana en la cual merece la pena profundizar.

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Un humanismo político, no filosófico

Según Arendt, la humanidad no es un punto de partida, un dato de la naturaleza, ni un punto de llegada, un ideal o una meta a alcanzar. Para ella, la humanidad está siempre abierta, está sujeta a un proceso interminable de construcción perpetua, de tal forma que no hay lugar en el pensamiento arendtiano para el concepto tradicional de humanidad, que ella concibe como algo tan abstracto y vacío como el (concepto de) Hombre. Me parece que no es osado defender que el pensamiento político de Hannah Arendt es —y representa de manera deliberada— un humanismo, pero que este humanismo es un humanismo político, no filosófico.

Oímos su propio eco cuando, escribiendo sobre Karl Jaspers, afirma:

«La unidad de la humanidad y su solidaridad no pueden consistir en un acuerdo universal sobre una religión, o una filosofía o una forma de gobierno sino en la creencia de que los varios aspectos que forman una Unidad se manifiestan y ocultan al mismo tiempo en la diversidad».

El mundo —decía ella— no es humano porque esté hecho por seres humanos, ni se vuelve humano simplemente porque la voz de los hombres resuene en él. Lo es solo cuando se ha convertido en el objeto del discurso. Humanizamos lo que pasa en el mundo y lo que nos pasa a nosotros mismos solo cuando hablamos de ello, y en el transcurso de esa conversación aprendemos a ser humanos.

El humanismo político de Hannah Arendt
Sobre la revolución, de Hannah Arendt (Alianza editorial).

Para designar el «amor a los hombres», los griegos utilizaron la palabra «filantropía», es decir, la amistad política que Aristóteles trata en su Ética a Nicómaco y Hannah Arendt recupera en libros, como en Sobre la revolución [1963], o en intervenciones más breves, como en «Sobre la humanidad en tiempos oscuros: reflexiones sobre Lessing». Este último es un discurso escrito con motivo de la aceptación del Premio Lessing de la Ciudad Libre de Hamburgo, en 1959, que constituye —a mi modo de ver— una de las mejores puertas de entrada al pensamiento arendtiano, uno de sus textos más brillantes y fecundos desde varios puntos de vista (lo podemos leer en la colección de ensayos Hombres en tiempos de oscuridad [1968]).

En el tránsito hacia el mundo romano, dice Arendt, la filantropía sufrió cambios y se convirtió en la humanitas, que básicamente consistió en el hecho de que personas de muy diferentes orígenes y diferentes ascendencias étnicas pudieran llegar a la ciudadanía y discutir en igualdad de condiciones sobre el mundo y la vida con el resto de ciudadanos romanos. Y esta base política, asegura ella, diferencia la humanitas romana de lo que los modernos llaman humanidad, «que comúnmente entienden como un simple efecto de educación».

De modo que la humanitas romana conserva y amplía la experiencia griega de la filantropía, teniendo como hilo conductor esa amistad en sentido público, también llamada amistad política —que no está relacionada con las confesiones de carácter íntimo que tienen que ver con la vida privada de las personas—. Desde la Edad Moderna hasta nuestros días, la amistad política ha sobrevivido tan solo como un anacronismo, si no es que se ha perdido ya en la absoluta ignorancia por parte de todos y, muy especialmente, por aquellos que tienen acceso a las palancas del poder real.

Para Arendt, el mundo no es humano porque esté hecho por seres humanos, ni se vuelve humano simplemente porque la voz de los hombres resuene en él. Lo es solo cuando se ha convertido en el objeto del discurso

Sostenían los griegos que solo el constante intercambio de conversaciones unía a los ciudadanos en una polis. «En el discurso se hizo evidente la importancia política de la amistad y la calidad humana que le es inherente», sostuvo Arendt. A partir de los elementos de comprensión y expresión que transmite el lenguaje —el discurso— brota la raíz de la formación de lo humano como apertura hacia los otros. Lo que humaniza no es la pura posibilidad de la palabra, ni la palabra misma, sino la palabra libre, intercambiada y aceptada. Como en el poema de Emily Dickinson, el mundo, para Arendt, existe cuando es hablado, así como para la poeta, la palabra está viva cuando es dicha.

Sobre el autor

Alfons C. Salellas nació el 1970 en Barcelona. Es licenciado en Filosofía y letras por la Universidad Autónoma de Barcelona. En 1992 conoció personalmente en París a Emil Cioran y asegura que esto, junto a la lectura de su obra, marcó su mirada filosófica. Vive en Brasil desde 2008 y es doctor en Filosofía por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS), Porto Alegre, con la tesis Hannah Arendt: uma filosofia da fragilidade (2017). Ha publicado varios artículos en diversas revistas universitarias brasileñas y colabora eventualmente en núvol.com directa.cat.

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