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David Hume: impresiones del filósofo optimista

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Imagen a partir del retrato clásico de David Hume (1766) por Allan Ramsay, en la Scottish National Gallery, Edimburgo.

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David Hume fue hombre de objetivos, ideas y palabras claras. Buscaba la gloria y lo reconocía sin reparo: «Mi amor por la fama literaria, mi pasión directriz». Al final la acabó encontrando, pero le vino por donde no esperaba y triunfó más como historiador que como escritor o filósofo. La vida tiene esas cosas y él supo sacarles partido a todas. Se definía a sí mismo como optimista y defendía que poseer esta naturaleza «vale más que un abultadísimo patrimonio».

Por Pilar G. Rodríguez

Hume comienza el ensayo que tituló De mi propia vida así: «Es difícil para un hombre hablar prolongadamente sobre sí mismo sin vanidad; por consiguiente, seré breve». Una inusitada capacidad de establecer diagnósticos certeros lo acompañó siempre. Hume nació en Escocia el 26 de abril de 1711, según su texto autobiográfico. Perdió a su padre pronto y sus primeros años los pasó al cuidado de su tío, párroco local en la propiedad familiar de Ninewells en el antiguo condado de Berwick, en la frontera entre Inglaterra y Escocia. Fue a la universidad de Edimburgo inusualmente pronto, a los doce años, donde lidiaba mal que bien con el porvenir que la familia había trazado para él: estudiar derecho. No lo hacía: «Siempre sentí una insuperable aversión por todo lo que no fuera la indagación filosófica (…); mientras ellos imaginaban que estudiaba minuciosamente a Voet y Vinnius, era a Cicerón y a Virgilio a los que devoraba en secreto». La tensión entre los designios estipulados y la vocación cristalizaron en una crisis. Parece ser que a partir de entonces la figura de Hume se resintió; comenzó a engordar y su característico aspecto corpulento y bonachón no iría sino en aumento a lo largo de su vida.

Tuvo diversas ocasiones –es decir, fracasos– para demostrar su talante perseverante y optimista. De esta condición decía que valía «más que un abultadísimo patrimonio»

A la aventura

Por no seguir en el mismo lugar, Hume decidió que una buena manera de echar a rodar era trabajar en una agencia marítima en Bristol. Le debía sonar exótico e imaginaba posibles viajes, pero no fue así. Decepcionado, volvió al lugar de partida, pero no por mucho tiempo. Hume demostró a lo largo de su vida que las decepciones no iban con él: tenía objetivos definidos y los perseguía. Así de fácil. Quería escribir, quería viajar y tomó las decisiones oportunas: «Resolví que una estricta frugalidad supliera mi falta de patrimonio, a fin de mantener mi independencia intacta y no interesarme más que en mejorar mis aptitudes literarias».

Tratado de la naturaleza humana, de David Hume, en Tecnos.
Tratado de la naturaleza humana, de David Hume, en Tecnos.

Enseguida marchó a Francia (Reims, La Flèche) donde alumbró su trascendental Tratado sobre la naturaleza humana, un libro rarito, quizá demasiado avanzado, demasiado moderno, para contemporáneos que no entendieron nada. Fue publicado en 1738, una vez el autor había vuelto de Francia y su objetivo era fundamentar una ciencia empírica universal de la «naturaleza humana». Hume quiere ser un Newton de las ciencias del espíritu. Como se lee en la Enciclopedia de obras de Filosofía de Franco Volpi, «en estricto paralelismo con el éxito de las ciencias naturales, las ciencias empíricas del espíritu han de formular el conjunto de leyes sencillas y universalmente válidas, que han determinado el pensamiento, el sentimiento y la acción de los hombres en todos los tiempos y en todas las culturas. Según Hume, este conjunto es la naturaleza del hombre».

En el Tratado de la naturaleza humana, Hume aspira a ser un Newton de las ciencias del espíritu. Si inicialmente apenas fue tenido en cuenta, la obra se convirtió en un texto clásico

Ensayos morales, políticos y literarios, de David Hume, en Trotta.
Ensayos morales, políticos y literarios, de David Hume, en Trotta.

Ante la indiferencia de editores, críticos y demás, Hume presenta sus armas: «Mi temperamento alegre y optimista me ayudó a recobrar aliento y proseguí con entusiasmo mis estudios». Se dedicó entonces a escribir Ensayos morales sobre temas más normalitos. La inteligencia, la audacia y la provocación de sus exposiciones le llevó a obtener cierta repercusión. Quizá esta le ayudara a la hora de obtener un nuevo empleo, ejercer de tutor del marques de Annandale. La tarea tuvo otras recompensas que fueron bienvenidas: «Mis ingresos en ese periodo aumentaron notablemente». No fue la única; además de la prosperidad económica, gracias a sus diversos cargos diplomáticos, viaja, ve mundo, toma notas y se le ocurre un nuevo proyecto literario: una historia de Inglaterra como-nunca-antes-se-había-contado. No es un decir; Hume pergeña una revisión singular e integradora que no desdeñe los aspectos culturales y científicos de las diversas épocas y que se lea con facilidad. Gracias a ella Hume conseguirá por fin el ansiado éxito, pero aún quedaban por pasar algunos sinsabores.

Revisando lo escrito

La confianza de Hume en sí mismo y su ánimo eran tan grandes como su perímetro, de modo que, curtidas las batallas necesarias, volvió a su tierra y con ánimo se puso a reescribir su Tratado sobre la naturaleza. Estaba convencido de que su fracaso «se debió más a una cuestión de forma que de fondo, y que fui culpable de una indiscreción muy común al publicarlo demasiado temprano». Adicionalmente también redactó Discursos políticos y Principios morales. Gracias a las críticas (algunas buenas y la mayoría malas) que sus obras iban recibiendo, poco a poco los libros de Hume eran cada vez más demandados y objeto de atención por parte de estudiosos. Como señala Paul Strathern en su Hume en 90 minutos, el espaldarazo definitivo lo recibió al tener todos sus libros en el Índice de Libros Prohibidos, un equivalente –en término de popularidad– al Premio Nobel solo que en siglos anteriores.

Gracias a las críticas, sus obras iban recibiendo cada vez más atención. El espaldarazo definitivo fue tenerlas todas en el Índice de Libros Prohibidos

Perseverar una vez más

En 1752 Hume es nombrado archivero en la Biblioteca de Derecho de Edimburgo y, aunque no era un trabajo bien pagado, «puso bajo mi gobierno una gran biblioteca». De nuevo Hume aprovechó la ocasión que le brindaba el destino y allí, rodeado de libros y de tiempo, se sentó a ordenar las notas y a escribir la primera parte de su Historia de Inglaterra. De nuevo, la acogida fue fría y, de nuevo, él tomó la mejor resolución: «Me habría retirado a un pueblo de la provincia francesa, habría cambiado de nombre y no habría regresado jamás a mi país natal. Pero como tal proyecto era impracticable y el siguiente volumen de mi obra se encontraba avanzado, resolví armarme de valor y perseverar». Y perseverar significa trabajar: Historia natural de la religión y el segundo tomo de la Historia de Inglaterra vieron la luz por aquel entonces.

Aún quedaba París

En 1763, tras haber resuelto volver para siempre a Escocia, Hume recibe una sorprendente invitación: la de ser secretario en la embajada de París. La acepta y se maravilla del recibimiento que le dispensan las autoridades y la ciudad entera. Allí conoce a Rousseau, el intempestivo, el paranoico, y convence a Hume para que le ayude en su huída de una supuesta conspiración contra él (aún por confirmar). Al final, Rousseau acaba por sumar al escocés a la cuenta de sus enemigos y, tras un breve paso por Inglaterra, vuelve a Francia a seguir hablando mal de todos sus contemporáneos, Hume incluido.

Hume queda sorprendido al ver el recibimiento que se le da en París. Allí conoce el ambiente de los salones y entabla amistad con Rousseau, a quien ayudará en su huída

Un retiro y un adiós

Por fin enriquecido y afamado, Hume regresó a Edimburgo en 1769 «con el firme propósito de disfrutar de mis ganancias y buscar el aumento de mi reputación intelectual». Revisó la producción anterior, escribió nuevos ensayos y siguió siendo el azote de pensadores anclados en la ortodoxia, el lugar común o la más simple tontería. Un azote para sus ideas, pero no para ellos mismos, pues, como norma de vida, Hume se propuso un higiénico: no entrar al trapo. «A pesar de que con deliberación me opuse a la animadversión militante de las distintas facciones religiosas, unas y otras parecieron desmoronarse por mi indiferencia hacia sus furias». Él prosiguió alegre su camino en compañía de sus buenos amigos, hasta que la enfermedad hizo acto de presencia hacia 1775. El malestar en los riñones del que hablaba en el texto autobiográfico con el que arrancaba este relato se convirtió «en una enfermedad incurable y de efectos mortales» que le proporcionó un rápido deterioro.

Azote de la ortodoxia, se cuidó de entrar al trapo: «A pesar de que con deliberación me opuse a la animadversión militante de las distintas facciones religiosas, unas y otras parecieron desmoronarse por mi indiferencia hacia sus furias»

Hasta sus últimos días, e incluso en ellos, Hume dio cuenta de su buen ánimo y su humor. Su amigo Adam Smith –de quien algunas malas lenguas dicen que copió a Hume su concepto estrella de la mano invisible– fue testigo, en la distancia, a través de cartas, de su inminente muerte. Tres días antes de esta, Hume escribe a Smith una carta donde se despide muy a su manera de él y del mundo. «Adieu, etcétera». Murió el 25 de agosto de 1776. Está enterrado en Edimburgo y su epitafio también lleva el personalísimo sello de la casa: «Nacido en 1711, muerto en 1776. Dejando a la posteridad que añada el resto».

Un filósofo falible, un hombre moderno

«Hay dos principios que no soy capaz de hacer consistentes, pero tampoco me es posible renunciar a ninguno de ellos: que todas nuestras percepciones son existencias distintas y que la mente no percibe nunca conexión real entre existencias distintas (…) He de solicitar que se me permita ser escéptico y he de confesar que esta dificultad excede mi capacidad de entendimiento». Tratado de la naturaleza humana

Hasta que Hume no pronunció su razonable excusa parece que no les estuviera permitido a los filósofos fallar, reconocer errores, vacíos o inconsistencias en sus teorías. Como si eso les fuera a restar importancia, valor o credibilidad a las mismas. En ocasiones, parecía que lo mejor era inventar un sistema complejo, aunque arbitrario e inverosímil, para justificarlas. Pues no. En un alarde insospechado de modernidad, Hume reconoció sus debilidades –y las de sus teorías– y no pasó nada, salvo que eso le hizo aún más grande.

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