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Abelardo, el filósofo de Heloísa

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Pedro Abelardo, el profesor, y la joven alumna Heloísa se convirtieron en amantes, manteniendo su apasionada relación en secreto desde que se conocieron, en 1115, hasta que Heloísa tuvo a su hijo Astrolabio, en 1119. Acabaron casándose.

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Pedro Abelardo es uno de los filósofos medievales más conocidos. Se ha ganado su lugar en la historia por ser un lógico y teólogo brillante, sin embargo, su fama es mayor en cuanto se le recuerda por su apasionada relación con Heloísa.

El filósofo nació en la antigua Bretaña en 1079, y se sabe de su vida personal gracias a una autobiografía que él mismo redactaba en forma de carta dirigida a un amigo: Historia Calamitatum, o Historia de mis calamidades. Nosotros nos ocupamos aquí de su segundo y más popular motivo de fama: su relación epistolar y pasional con Heloísa.

La leyenda cuenta que Abelardo, antes de pisar la tercera década de su vida, se convertiría, como era de esperarse, en un famoso maestro parisino de la escuela catedralicia de Notre-Dame. Entonces conoció a Heloísa, una bella joven de diecisiete años, extraordinaria por los conocimientos que poseía, una cualidad muy raramente vista en las mujeres de su época. La sabiduría de la joven la convirtió en una de las lolitas más cotizadas y deseadas de París, una que, sin embargo, no era alcanzable para cualquiera.

Ella se volvió, sin saberlo, moneda de cambio, un deseo secreto del filósofo, quien intentó comprar su compañía a cambio de cultura, por lo que el tutor de Heloísa –su tío, un tal canónigo Fulberto–, contrató al profesor con mayor renombre en Europa, el sabio Abelardo.

Heloísa era una joven de diecisiete años, extraordinaria por los conocimientos que poseía, una cualidad muy rara en las mujeres de su época

El maestro y la alumna

FILOSOFÍA&CO - Cartas de Abelardo y Heloísa
«Cartas de Abelardo y Heloísa», publicadas por Olañeta Editor.

Y así comenzaba la aventura erótica: el tío, confiado en la inocencia de su sobrina y en la popularidad que respaldaba a su nuevo preceptor, permitió que este enseñará a la alumna el lenguaje del amor. Más abundantes salían los besos que las sentencias. Comenzaron las clases. Bajo la mentira de estudiar se entregaron a tiempo completo al análisis del erotismo, dando más importancia al ejercicio práctico que a la comprensión teórica del asunto.

El profesor y la joven alumna se convirtieron en amantes, manteniendo su apasionada relación en secreto por algunos años: desde que se conocieron, en 1115, hasta que Heloísa tuvo a su hijo Astrolabio, en 1119. Después vino la peor tragedia. Se cuenta que Abelardo fue vengado por el tío Fulberto, quien decidió castigar sus crímenes de amor castrando al filósofo.

Envuelto en una tortuosa autorrecriminación, Abelardo nunca se compadece de sí mismo, sino que decide perpetuar el sufrimiento encerrándose –más por vergüenza que por vocación– en la vida monacal. Al mismo tiempo que elige el rumbo de su Heloísa, ordenándole que se convierta también, de manera oficial, a la profesión monástica. Sumisa y enamorada, la esposa sigue obedientemente el mandato del marido, recibiendo el hábito religioso en el monasterio de Argenteuil, el mismo día que Abelardo lo recibió pero en la abadía de Saint-Denys.

Tiempo de silencio

Llegó un profuso tiempo de silencio y abstinencia. Separados no sólo físicamente sino espiritualmente, se distanciaron por las convicciones y la ambición profesional de Abelardo. Después, en algún momento de sus vidas, cuando Heloísa no pudo más con su soledad, fractura el abandono de su filósofo pasional y comienza a escribirle. El mito cuenta que Historia Calamitatum –escrita como si fuera una epístola dirigida a un camarada– llegó a manos de Heloísa; su lectura le provocó una tremenda angustia por las tragedias que Abelardo ahí contaba, y sobre todo, por las confesiones amorosas y eróticas que él dramatizaba sobre su historia con ella. La Historia de mis calamidades fue escrita en 1132, cuando Abelardo tenía 53 años. Se supone que –de ser real la respuesta que Heloísa decide escribir a su antiguo amante– los epistolares entre ambos podrían remontarse a dicha época, sin embargo, resulta muy difícil comprobar la autenticidad de las cartas. Empero, independientemente de si los epistolarios son o no auténticos, lo que importa es el impacto que tales escritos han provocado en el inconsciente colectivo occidental.

Se distanciaron por las convicciones y la ambición profesional de Abelardo. Después, en algún momento de sus vidas, cuando Heloísa no pudo más con su soledad, fractura el abandono de su filósofo pasional y comienza a escribirle

El amorío entre Abelardo y Heloísa se convirtió no solo en una historia contada de generación en generación, sino también en un parteaguas para comprender las formas del amor y el erotismo de la época. Los epistolarios de la pareja vinieron a fracturar la densa moral de su tiempo, reconsiderando la importancia de la experimentación de la carnalidad y el placer no solo en las relaciones de pareja, sino, y sobre todo, en la sexualidad femenina.

Sus epistolarios se volvieron mito –en el sentido estricto que Rougemont lo refiere en su Amor y Occidente–, como una forma discursiva que nació en plena crisis medieval, para intentar dar un orden a todos aquellos valores que se desvanecían, contener los instintos que se liberaban poco a poco, y mantener las convenciones y el rito del matrimonio, que para el siglo XII entraba en una tremenda crisis.

Deseo y pecado

Uno de los conflictos redundantes en las cartas entre Abelardo y Heloísa es el modo en que cada uno trata con su propia corporalidad: mientras que ella siente la angustiosa necesidad de la concupiscencia, una que jamás podrá ser saciada por Abelardo, este último no experimenta nada más allá de su devoción religiosa. El filósofo parece haber perdido cualquier deseo sexual, que si bien en su juventud logró saciar –incluso en exceso y alevosía frente a Heloísa–, en una edad más madura se recrimina a sí mismo, condenando aquellos placeres como lo más diabólico de su vida, pecados que incluso lo llevaron a su condición de castrado.

En torno a la comprensión de su propio cuerpo y aprovechando el tono confesional que usualmente tiene una carta personal, Heloísa manifiesta a Abelardo dos cosas: en primer lugar, lo culpa un poco de su frustración por ser joven y no poder acceder más a los placeres de la carne, y en segundo lugar, le declara que aún es víctima del deseo que la lanza una y otra vez a recordar los momentos de erotismo que logró vivir con él: Aún durante las solemnidades de la misa, cuando la plegaria debería ser más pura que nunca, imágenes obscenas asaltan mi pobre alma y la ocupan más que el oficio. (Cartas de Abelardo y Heloísa. Historia Calamitatum. Traducción C. Peri-Rossi, España, 2008).

Víctima de su propio deseo, el malestar de Heloísa viene acompañado de un arrepentimiento enérgico por haber permitido perderse a ella misma en aras de complacer en todo a Abelardo: Me he prohibido todo placer a fin de obedecer tu voluntad. No me he reservado nada, sino que me he dado toda a ti. El problema no es sólo la sumisión por parte de Heloísa, sino que hay una razón más profunda y biológica que parece ser el detonante del descontento: la diferencia de edades.

Según el mito, Abelardo tendría alrededor de treinta y seis años cuando conoció a una Heloísa de diecisiete. No es la distancia en experiencias el conflicto mayor, sino la distancia en motivación y deseo ante la vida. Mientras que Heloísa aún es demasiado joven para enterrar el deseo sexual, Abelardo, desde el inicio, nunca fue el joven enérgico que ella necesitó, mucho menos después en su condición de castrado y de su devoto fanatismo a Dios. Mientras, a Heloísa le sobran ánimos sexuales, Abelardo parece haberlos extinguido desde hace tiempo. Pero para la época, ella deberá velarlos en su cuerpo y encerrar a este último en un convento. La única venganza que le queda es no dejar de recordarle al filósofo lo infeliz que es debido a su condición de mujer joven y obediente: Por el contrario, yo me quemo en todas las llamas que atizan en mí los ardores de la carne, los de una joven aún demasiado sensible al placer y al deseo de las más deliciosas voluptuosidades. Hacerlo sentir culpable por lo que fue, pero también por lo que no será, es la única venganza que Heloísa puede ejecutar hacia su antiguo amante.

No era la distancia en experiencias el conflicto mayor por la diferencia de edad entre Abelardo y Heloísa, sino la distancia en motivación y deseo ante la vida

¿Culpa o furia?

Otro de los conflictos que podemos encontrar en la correspondencia de Heloísa hacia Abelardo es el referente al tema del pecado y de la culpa. A diferencia del filósofo, ella nunca pareció sentir una culpa real, sino una furia mezclada con odio ante la deidad que tuvo que compartir, al menos en rito, con el filósofo. A la joven los designios divinos le sabían demasiado irracionales y contradictorios por el orden dispar en que sucedieron las desgracias. Cómo era posible que cuando su concupiscencia se desbordaba fuera del matrimonio no adviniera ninguna tragedia a su amor. Muy distinto en cambio a cuando su pasión fue puesta en regla, solo entonces los acosarían múltiples desventuras, la primera y más violenta, la de la castración de Abelardo, misma que inauguraba las cuitas posteriores: Desde el día en que legitimamos esos placeres ilegítimos y la dignidad conyugal cubrió la vergüenza de nuestras fornicaciones, la cólera del Señor se abatió pesadamente sobre nosotros. Nuestro lecho mancillado no lo conmovió.

Heloísa encuentra sospechoso que el cristianismo exalte la castidad, provocando así una contradicción entre lo que se desea y lo que a ojos divinos parecer ser un pecado mortal: Se exalta como una virtud la continencia de mi cuerpo, cuando la verdadera continencia se revela más en el espíritu que en la carne. La joven encuentra dentro de la maquinaria divina un rotundo error, un tipo de violación a la lógica de la creación. ¿Cómo es posible que la naturaleza de nuestras pulsiones y nuestras necesidades corporales, mismas que fueron creación de un dios perfecto, se encuentren en constante contradicción con lo que es permitido por aquel? ¿Cómo es posible que el ente divino de precisión absoluta se haya permitido crear cuerpos imperfectos, colmados de apetitos malignos y aspiraciones pecaminosas?

La joven no logra absorber las negaciones que la cotidianidad religiosa parece infringirle a su vida. Ella siente que tener fe es tan solo un tipo de carcasa para disfrazar un interior que oscila entre la concupiscencia, el cumplimiento de sus designios y la culpa posterior. Para Heloísa el sacrificio de los placeres en aras de contentar a Dios, o poder entrar a su reino, uno que se promete postmortem, le suena más bien a cuento de hadas. Ella siente que sufrir en vida es un dolor innecesario, que ni siquiera parece traer consigo ninguna recompensa a corto o largo plazo. Heloísa se sitúa más allá de la fe; sus reclamos y súplicas hacia Abelardo se asemejan más a una herejía que a algún tipo de rezo o mensaje adulatorio. Ella es atea por intención.

Cierta libertad

El prototipo de Heloísa es difícil encontrarlo en dicha época. Su personaje es primordial para comprender la apertura que algunas mujeres, a partir del siglo XII, deseaban tener hacia el sentimiento amoroso. El inicio de una cierta libertad erótica nace a partir de las relaciones de infidelidad que algunas mujeres sostenían con los trovadores. El desenlace y perfeccionamiento de esas primeras decisiones puede verse reflejado en el comportamiento de Heloísa, una mujer que ama sin límites, pero que al mismo tiempo es reprimida por el yugo de Abelardo, y antes que eso, por la tradición cristiana y limitada del siglo.

El personaje de Heloísa es primordial para comprender la apertura que algunas mujeres, a partir del siglo XII, deseaban tener hacia el sentimiento amoroso

Ella también es el rompimiento con esta larga tradición de casarse tan solo por conveniencia, mientras que los matrimonios eran únicamente un pretexto para unir riquezas materiales, Heloísa se queda con Abelardo por el solo hecho de apelar a una riqueza emocional e intelectual, a un tipo de aristocracia mediada por la inteligencia, con la que seguramente pocas mujeres de la época se hubieran conformado. Quizá sea mucha coincidencia, pero pareciera que Heloísa encarnara la naciente modernidad, mientras que Abelardo representara el pasado, el hombre necio que pretende seguir enraizado a una moral medieval. Su relación es como una metáfora de la crisis moral que acarrea el tránsito del medioevo a la edad moderna.

Un amor que se libera, pero que al mismo tiempo sigue anclado a la ley cristiana y a la opresión sexual, es el pretexto perfecto para comprender el siguiente episodio de la historia del amor y el erotismo occidental. Mujeres como Heloísa serían un buen ejemplo para liberar la pasión femenina y el erotismo, de volverse parte de un mundo que solo estaba restringido a los hombres.

Tema publicado inicialmente en Revista 360°.

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