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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ Once visiones de la historia y sus consecuencias

¿Cómo concebir la historia? ¿Es la historia un papel que escribimos los humanos? ¿Caben varias interpretaciones? ¿De qué formas podemos «leer» la historia? Fotografía de PedroSala (GettyImages, CanvaPro).

A diferencia de la piedra y otros objetos, los seres humanos somos seres históricos. Mientras que para los entes cada día es el mismo día, para los humanos cada día incluye a todos los anteriores, es decir, en nuestra existencia se acumulan años de humanidad. Pero ¿cómo relacionarnos con este viento histórico que nos empuja?…

F+ Antígona: el conflicto entre el individuo y la sociedad

Antígona, hija de Edipo, desobedece el mandato de dejar insepulto el cadáver de su hermano. Como consecuencia, el rey de Tebas dicta el enterramiento en vida de Antígona. Imagen creada a partir de una Inteligencia Artificial.

¿Y si las grandes obras de nuestra cultura, especialmente las antiguas, perdurasen porque muestran algo esencial al ser humano? ¿Qué tienen los mitos en general, y Antígona en particular, para que no podamos dejar de volver a ellos? En este artículo nos aproximamos a la tragedia más influyente en la historia de nuestra cultura, la…

Marx: una teoría del Estado y del poder

El pensamiento filosófico de Marx bebió de la teoría del estado hegeliana, la cual desarrolló desde coordenadas políticas. Diseño a partir de imagen del usuario ID156675, extraída de freesvg.com. Dominio público (CC0 1.0).

Algunas veces nos acercamos a la filosofía desde múltiples prejuicios, ya sea desde la lectura insegura y la torpeza frente al esoterismo de sus teorías; ya sea desde la angustia frente a lo difícil que resulta aterrizar esos grandes edificios conceptuales a la vida misma; o desde exégesis imprecisas que han dominado por largo tiempo y…

Kant y Hegel, contra el realismo político

En su teoría política, Kan y Hegel polemizan con el realismo político. Diseño realizado a partir de imagen de Hegel (dcha.) de dominio público e imagen de Kant (izda.) bajo licencia CC (CC BY-SA 3.0), extraídas de la Gran Enciclopedia Noruega (snl.no)

Kant y Hegel son autores cuyas teorías políticas son susceptibles de interpretación desde perspectivas liberales, pero no se puede obviar la ruptura que generan con el contractualismo clásico defendido por Hobbes y Locke. Hay similitudes, en el sentido en que todos de algún modo han hablado de libertad, de educación y derechos, pero en Kant…

F+ La «Ciencia de la lógica» o de cómo poner en entredicho al absoluto

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La Ciencia de la lógica, centro cordial del sistema hegeliano, es entre otras cosas el paradójico lugar móvil de una interdicción del Absoluto como hipóstasis metafísica de una función lógica («Dios es el Absoluto») y de una inter-dictio de lo absoluto, casi un inteligir o «entre-leer» el sentido usual del término «absoluto»: un adjetivo calificativo que denota la plenitud articulada, la concreción de las determinaciones lógicas en su verdadero carácter infinito, e.d. cuando ellas han reflexionado en el sentido hegeliano, retornando así a ellas mismas en lo otro de ellas, como es el caso del saber, de la Idea y del Espíritu: cada uno de ellos, reverberando a su manera esa calificación única como «absoluto» (singulare tantum), mientras los sustantivos referentes son varios, como un caleidoscopio bañado en una y la misma luz.

Por Félix Duque, Universidad Autónoma de Madrid

FILOSOFÍA&CO - Copia de COMPRA EL LIBRO 9
Enciclopedia de las ciencias filosóficas, de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Como es sabido, en el prólogo a la segunda edición de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1827), sentencia Hegel: «La historia de la filosofía es la historia del descubrimiento de los pensamientos sobre el Absoluto, que es su objeto». Creo que podía haber añadido: «Y esta historia ha llegado a su acabamiento (Vollendung)», entendido en el doble sentido que el término tiene en castellano y en alemán.

Por lo que respecta a tal historia, no menos sabida es la convicción de Hegel de que «hasta aquí ha llegado el Espíritu del Mundo, cada fase ha encontrado su forma propia en el verdadero sistema de la filosofía: nada se ha perdido, todos los principios se han conservado, en cuanto que la última filosofía es la totalidad de las formas. Esta idea concreta es el resultado de los esfuerzos del espíritu a lo largo de dos mil quinientos años del más serio de los trabajos, objetivarse a sí mismo, llegar a conocerse: Tantae molis erat, se ipsam cognoscere mentem».

En lo tocante al rendimiento de la filosofía, obsérvese que Hegel no habla de «descubrimientos», sino del descubrimiento: la historia —y menos, la de la filosofía— no es una sucesión de ocurrencias habidas en el tiempo, sino la integración en última instancia de las distintas concepciones del Absoluto (tenidas, en cambio, en cada caso por absolutas): como si se tratara de un caleidoscopio en el que, si movido, cada concepción pareciera contraponerse, ebria, a las demás; mientras que, en reposo, solo se diera una transparencia perfecta (el movimiento de esas figuras constituye justamente la historia de la filosofía; de su disolución y asunción [Aufhebung] en el reposo del pensamiento puro da cuenta cabal la filosofía especulativa: la Ciencia de la lógica).

Y en fin, por lo que respecta al absoluto mismo, cabe adelantar que, a pesar de las vacilaciones y oscilaciones del propio Hegel (a quien igualmente cabría aplicar en este caso eso de Tantae molis erat… descifrar el significado absoluto del Absoluto), esta noción —tan augusta como equívoca— quedará también ella asumida, degradada en algo que —al contrario de en alemán— nosotros podemos indicar incluso cambiando el género del artículo determinado: 1) en vez de determinar al absoluto como de género masculino (por la obvia identificación habitual del Absoluto con el Dios cristiano), cabe decir y escribir: 2) lo absoluto (desenmascarando así lo que al pronto parecía ser el fundamento incondicionado de la realidad para entenderlo más bien en su presentación inmediata y neutra: el resultado —como veremos— de la dialéctica de la relación esencial, haciendo justicia a cada una de sus caras y a su mutua inversión: unum et idem in utraque); y, en definitiva, es el propio Hegel el que «rebaja» el término a: 3) un adjetivo calificativo; y además, en la mayoría de los casos, para dotar al correspondiente sustantivo de un sentido abstracto, tenido por el entendimiento como algo inmediato y, por ende, con un significado al pronto evidente, pero que, al contrario, habrá de experimentar dialécticamente una negación determinada, al reflexionar sobre sí (sería el caso, por ejemplo, del inicio absoluto o la reflexión absoluta); solo en casos distinguidos, tras disolverse desde dentro la compacidad (Gediegenheit) de aquello que aparece al pronto como «concreto» —por estar a mano y ser inmediatamente entendible—, resulta en cambio articulada esa noción hasta hacerla brillar como siendo de verdad «concreta» (konkret, de cumcrescere: crecida conjuntamente); solo entonces cabe hablar de una calificación plena y cabal, en la que significado y referente, certeza subjetiva y verdad objetiva se dan de consuno en un nombre que deja de ser eso: un mero nombre, para expresar las esferas en las que el Absoluto queda literalmente en entredicho: el saber absoluto, la idea absoluta y el espíritu absoluto (no hay naturaleza absoluta, para Hegel, y ya veremos por qué; con todo, cabe adelantar por ahora que, sin la naturaleza, ninguna de las esferas mencionadas podría ser ni ser concebida: y es que aquí también —un nuevo anticipo— lo absoluto es realmente ab-solutum, absuelto de la naturaleza, pero no por estar separado de ella, sino por dominarla por el trabajo del espíritu y por concebirla —casi en sentido biológico— hasta el fondo: hasta su fondo lógico).

Para desbrozar un tanto este camino de descubrimiento quizá sea conveniente, acogiéndonos al dictamen hegeliano, acudir primero a la historia de la filosofía para dilucidar tentativamente qué sea eso del Absoluto (o de lo absoluto, más a ras de tierra). Seguramente la primera aparición de ese concepto (y por cierto, de manera grandiosa), bajo la denominación de ápeiron (lo ilimitado), se debe a Anaximandro, del cual se conserva, igualmente, el primer testimonio original de la filosofía, preservado por Simplicio, el cual concluye su exposición sobre ese arché con las palabras: «según la necesidad» (katà tò chreôn) como introducción al pasaje del milesio: «En efecto, estos [los seres] se hacen justicia y se dan retribución por su injusticia unos a otros, según el orden del tiempo». No es necesario forzar en demasía el texto para advertir (ciertamente, con ayuda de Simplicio) la dialéctica que le es inherente: viene primero introducido por la «necesidad» y concluye con el «orden del tiempo», de modo que ambos se copertenecen (como la historia de la filosofía y la filosofía especulativa, en Hegel); en segundo lugar, la «injusticia» se paga haciendo «justicia», restableciendo así el origen. Sabemos además que Anaximandro defendía la existencia sucesiva de los kósmoi, cada uno de ellos surgiendo del ápeiron y volviendo al fin a él, innumerables veces (una doctrina que, a través igualmente de Heráclito, desemboca en la doctrina estoica de la ekpýrosis y la apokatástasis). El Pseudo-Plutarco recoge además una idea sobre la relación entre los entes, cuya «injusticia» consistiría en creerse individuos, independientes pues del ápeiron, y el modo en que aquellos se distinguen de este: «Decía Anaximandro que en la generación de este cosmos [presente] se había separado (apokrithénai) del [ser] eterno (el ápeiron, F.D.) un generador del calor y del frío» (DK 12 A 10; cf. DK 12 A 14). El verbo remite a apókrisis («separación de algo respecto a algo»): es por esa separación por la que los seres han de pagar recíproca retribución, quedando al fondo lo eterno, ab-suelto de aquello que se separa de él y ha de retornar a él. No es extraño entonces que —como antes hiciera Sexto Empírico— Hegel entienda a ese ser eterno como la materia: «la determinación del principio como la totalidad infinita estriba en que, aquí, la esencia absoluta no es algo simple, sino una universalidad que equivale a la negación de o infinito. […] la materia, considerada como algo infinito, consiste en el movimiento que pone las determinidades y en que desaparecen, a su vez, las escisiones (Entzweiungen). En esto debe verse el verdadero ser infinito, y no en la ausencia negativa de límites». Pero ese movimiento corre el peligro de ser visto como dándose en una superficie que en nada afecta al absoluto. En efecto, si se trata de una separación (apókrisis) o segregación, el ápeiron se queda entonces al fondo, indiferente a la misma: él mismo se convierte así en ab-solutum, en absuelto de toda mancha y contaminación con los seres que nacen y perecen.

Esta noción del Absoluto absuelto aparece por vez primera en el pensamiento estoico (y en la crítica de este por los escépticos) con el término apólyton: literalmente, lo «des-vinculado», y por ende ab-soluto. Pero no por ser algo indeterminado e infinito, como el ápeiron, sino al contrario: por habérselas solo consigo mismo, estableciendo su propia circunscripción, y descansando dentro de los límites por ellas mismas establecido. De este modo se produce una suerte de «rebelión» de los seres finitos: ser susceptible de definición es ya ser apólytos, ab-soluto, con independencia de las relaciones que tengan con los demás entes. Un paso más allá, y este ab-soluto, circunscrito y atenido a su propia diferencia específica, es designado ya como siendo «de suyo» (kath’autó).

Desde luego, el responsable de esta «individualización» del ab-soluto, con olvido de la cosmogónica noción del Absoluto indiferenciado, fundamento común de todos los seres, es Aristóteles. Él es quien hace del individuo (tóde ti) la «primera sustancia» (prṓte ousía), marcado, definido en su sustrato o subjectum (hypokeímenon) por su especie (eîdos) o «sustancia segunda» (deutéra ousía). Ciertamente, existe una gradación de las sustancias: desde las asýntheta («no compuestas») a la prṓte ousía kath’exochén: el dios, absolutamente absuelto de todo otro ser, aunque todos los seres tiendan (consciente o inconscientemente) eróticamente a él, en cuanto fin último. Pero, en cualquier caso, desaparece la idea (cosmogónica, o de sabor oriental, como indica Hegel al hablar de Anaximandro) de un fundamento absoluto de todo ente. Es verdad que la naturaleza (physis) y el cielo (ouranòs) dependen de ese principio (arché). Pero me permito señalar que, en el Estagirita, el cielo es toto caelo distinto de la naturaleza.

En este respecto, santo Tomás seguirá literalmente a Aristóteles, al entender a Dios como Absolutum, secundum quod in se est. Solo que, de nuevo, me permito recordar algo evidente, a saber: santo Tomás era un teólogo cristiano, y por ello no podía olvidar al Deus Trinitas, ni tampoco la perichóresis en que se entregan recíprocamente las tres Personas. Y por tanto, a la ousía kath’autè ha de convenirle aquello que los estoicos negaban, a saber: que un ser, sin dejar de ser de suyo (kath’autò, in se), esté también en relación a algo (prós ti). Santo Tomás formula el problema en la Summa contra gentes (IV, 10) de esta guisa: Relatio igitur illa per quam pater et filius distinguuntur, oportet quod habeat aliquod absolutum in quo fundetur. Ahora bien, eso absoluto no puede ser la esencia divina, porque entonces serían uno en ella, al igual que «Sócrates y Platón no son un hombre, aunque sean uno en la humanidad (unum in humanitate)». Pero tampoco pueden basarse en las meras relaciones mutuas, porque entonces cada relativum dependería a suo correlativo, y entonces ninguno de ellos sería verdadero Dios.

Un indicio de solución se apunta, claro está, al inicio del Evangelio de san Juan. Y aunque santo Tomás no leía griego, sino que había de conformarse con el texto de la Vulgata, no deja de ser admirable la interpretación del Aquinate. El texto reza así: «En archêi ễn ho lógos, kaì ho lógos ễn pròs tòn theón, kaì theòs ễn ho lógos». Literalmente: «En el principio era el verbo, y el verbo era [estaba] referido al dios, y dios era el verbo». San Jerónimo vierte apud Deum, con lo que apenas puede evitarse la idea de que el Verbo estaba en Dios, o peor: que estaba «cabe» Dios, «junto con» o «a su lado» (con lo que las dos Personas se convierten en dos dioses). A pesar de que, obviamente, el Aquinate sigue esa versión, logra resolver el problema de la generatio in divinis mediante la noción de Verbum interius (no sin una mirada retrospectiva al libro «Lambda» de la Metafísica aristotélica): «Como en Dios —argumenta— son una sola cosa esencialmente el inteligente, el inteligir y la idea entendida (intelligens, intelligere, et intentio intellecta), o sea, el Verbo […], solo queda lugar para una distinción de relación, según la cual el Verbo viene referido a quien lo concibe, como a aquél del cual procede (Verbum refertur ad concipientem ut a quo est)». Y para evitar malentendidos (por ejemplo, que el Padre fuera a la vez el fundamento de la relación y uno de los relativos), interpreta el difícil pasaje «como si dijera: Este Verbo, que dije era Dios, es distinto de algún modo de Dios, que lo pronuncia (a Deo dicente), de modo que así pudiera decir que estaba referido a Dios (apud Deum esse.

De todas formas, por sutil que fuera esta interpretación, parece claro que no podía satisfacer el enfoque de Schelling o de Hegel sobre el o lo absoluto. En primer lugar, porque santo Tomás no conecta en este lugar —ni desde luego, tenía por qué hacerlo— el verbum interius (en los «dogmáticos»: lógos endiathetós) con el verbum prolatum (lógos prophorikós). En cambio, en Hegel la palabra divina no permanece encerrada en el seno de Dios, sino que ha de ser libremente proferida, y recogida en el lenguaje de los hombres. Por su parte, Schelling es aún más audaz: siguiendo la línea agustiniana e la emanatio, entiende que «la secuencia (Folge) de las cosas a partir de Dios es una autorrevelación de Dios», pero Él solo se puede revelar «en lo que le es semejante», en los hombres. De ahí esta lapidaria declaración: «Él habla, y ellos existen». (Erspricht, und sie sind da).Se produce con ello una inversión formidable (también en la economía de la creación). El «concepto divino» está depositado en el lenguaje de los hombres. Por así decir, son ellos, somos nosotros, los seres pensantes, los corresponsales de Dios, el ámbito comunitario (la Gemeinde) donde Dios existe y se da: no como Padre o como Hijo, sino como Espíritu: el espíritu del amor compartido.

Por ello, quizá no sea descabellado suponer que, cuando Hegel estaba criticando al criticismo por querer apresar al absoluto mediante el aparato trascendental, a lo mejor se le vino a las mentes, como de soslayo, la sentencia johánica antes mencionada, sobre el Lógos en referencia, vuelto al (prós) Dios, y en la versión luterana: bei Gott. Solo que ahora (y por eso aludí antes a la inversión) lo relevante no es (o no es solo) que el Hijo esté referido al Padre, sino que es el Absoluto mismo (por cierto, calificado como an und für sich, ya no como an sich interior) el que quiere estar referido, volverse a nosotros, los hombres (bei uns). Para Hegel, el Espíritu solo habla al espíritu al que está vuelto y al que se refiere (y quizá solo hable y sepa de sí en el espíritu).

Pero, ahora que ha hecho su aparición el Absoluto en y para sí, y mostrado su querencia para con los hombres, es conveniente abandonar por un momento la historia de su descubrimiento en la filosofía, para volvernos a una distinción temática que se ha dejado sentir aquí y allá en la exposición; solo que más bien, sobre todo, de manera operativa. Ahora se trata, en efecto, de traer a colación esa precisa distinción entre lo absoluto como algo meramente en sí (compacto: gediegen) y lo absoluto como lo plenamente articulado (concreto: konkret), tácitamente presente en la famosa frase liminar: «Lo verdadero es el todo» (Das Wahre ist das Ganze), (quizá la mejor y más lapidaria definición de lo absoluto).

Debemos esa donosa distinción a Immanuel Kant, el cual, en su primera Crítica, señala que el término absolut: 1) es empleado a menudo para indicar lo que algo es en sí, interiormente (digamos, el significado de una palabra, supuestamente claro e inmediato); según Kant, eso es lo menos que se puede decir de un objeto; 2) ello sin embargo, el término es a veces usado para indicar que algo tiene validez en todo respecto y desde cualquier enfoque, de modo que eso es lo más que cabe decir del significado de una cosa.

A este propósito, al preguntarse Hegel: «¿Por dónde ha de hacerse el inicio de la ciencia?», recoge esa primera acepción kantiana, aplicándola al Yo considerado como algo que es solamente en sí, interior (y por ende, solo «para nosotros», für uns, en una reflexión exterior). Merece la pena citar el texto por entero: «Al respecto hay que hacer aún la observación esencial de que, aun cuando en sí bien pudiera estar determinado y afirmado el Yo como el saber puro, o como intuición intelectual y como inicio en la ciencia, no se trata de lo presente en sí o interiormente, sino del estar (Dasein: existencia) de lo interior en el pensar, y de la determinidad que un pensar tal tiene en ese estar». Y por lo que hace al significado inmediato del adjetivo «absoluto» (según esa primera acepción), Hegel añade a esa interioridad de lo solamente en sí el carácter abstracto de lo así calificado.

Ahora bien, lo relevante en Hegel (su Grundoperation, si se quiere) es desde luego que lo absoluto, entendido como un ser meramente en sí y abstracto, no viene a ser abandonado como algo falso, para poner en su lugar al absoluto como un todo pleno y articulado, o sea, como lo verdadero. En Hegel, estrictamente hablando, no tiene sentido la distinción lógica habitual entre lo falso y lo verdadero. En verdad, nada hay que sea falso, sino solamente defectuosamente expuesto, fallido o «torcido» (schief), unilateral, y por tanto apto potencialmente (o sea: en sí) para ser conocido conforme a verdad (wahrhaft). Tal es el método absoluto en Hegel, que podemos denominar retroducción del resultado como fundamento, esto es: son las contradicciones ínsitas en lo presente o enunciado de inmediato (sin parar mientes en que la in-mediatez es la negación abstracta de una mediación) la que, dialécticamente expuestas en su contradicción, dan como resultado una definición más rica y mejor estructurada de lo al pronto evidente (más precisamente: de lo subjetivamente evidente, lo propio de una reflexión exterior); de modo que solo al final se logra exponer (o lo que es lo mismo: logra exponerse) la verdad (die Wahrheit) de los sucesivos remontes de lo «conforme a verdad » (das Wahrhafte), que, activamente operativo en lo presente de inmediato, levanta a este de su condición primera, unilateral y fallida.

Con estas precisiones, bien podemos ahora señalar el contexto en el que se mueve el pensar hegeliano. En primer lugar, y al igual que le ocurría a su compañero de viaje, el joven Schelling, Hegel se verá en la difícil encrucijada de tener que dar cuenta a la vez de la verdad que, aunque de manera fallida y unilateral, se encuentra en Spinoza (cuyo Absoluto es la sustancia, infinita y, por ello, impersonal y de suyo indeterminada, enfatizando así el carácter en sí del Absoluto), y de la de Fichte, que ubica el Absoluto en la autoposición del sujeto, del Yo (enfatizando por su parte el carácter para sí del Absoluto), y de resultas de lo cual surge la autoconciencia en el hombre, insistiendo por demás en el respecto práctico de este. Curiosamente, será un joven de veinte años: Schelling, el que logre por lo pronto establecer —al menos en sus líneas generales— la síntesis de ambos respectos (digamos: objetivo y subjetivo), aunque otorgando la primacía al pensar; una concepción que también será seguida, mutatis mutandis, por Hegel durante el período de Jena: «Tiene que haber —dice Schelling— un último punto de la realidad del que todo dependa [recuérdese el Dios-arché de Aristóteles, F. D.] y del que surja todo contenido-consistente (Bestand) y toda forma de nuestro saber, que escinda los elementos y prescriba a cada uno el ámbito de su acción progresiva en el universo del saber. Tiene que haber algo en el cual y por el cual todo lo que está ahí (was da ist) llegue a la existencia (zum Daseyn) y todo lo pensado llegue a realidad [zur Realität: en el sentido kantiano del contenido o significado de un pensamiento, F. D.], mientras que el pensar mismo llegue a tener forma de unidad e inmutabilidad. Este algo […] tendría que ser aquello que llega a cumplimentación en el entero sistema del saber humano […] y [en el que] a la vez, como fundamento primigenio (Urgrund) de toda realidad, deban coincidir el principio (Princip) de su ser y el principio de su conocer; tiene que ser Uno (Eines), pues solo porque él mismo es, y no por otro, pueda ser pensado. […] ha de producirse (hervorbringen) mediante su [propio] pensar. […] El Absoluto solo puede ser dado por el (durchs) Absoluto». Adviértase que, en virtud de la última frase, queda por así decir suprimido el carácter de infinito malo (que diría Hegel) del yo fichteano, afanándose en su «deber» de llegar a ser el Yo absoluto. Lo cual no deja de ser —digo yo— una «traducción laica», actualizada, del De imitatione Christi et de contemptu mundi, de Tomás de Kempis.

Sea como fuere, es claro que el Hegel de Jena siguió oscilando entre Fichte y Schelling, como prueba este pasaje del prólogo a la Fenomenología: «La sustancia viviente es, además, el ser que es en verdad sujeto, o lo que viene a significar lo mismo, que solo es en verdad efectivo en la medida en que ella sea el movimiento del ponerse a sí misma (Sichselbstsetzens) [respecto a Fichte, F. D.], o la mediación consigo misma de llegar a serse otra (Sichanderswerdens mit sich selbst) [respecto a Schelling, F. D.]». Y es esa oscilación, creo yo, la responsable de que en la obra de 1807 no acaben de conciliarse por entero los dos títulos propuestos para ella: por un lado, la «Fenomenología del Espíritu» (esto es: del Espíritu, que, en cuanto Absoluto, ha querido estar de siempre volviéndose hacia nosotros, en nuestra casa (bei uns), y que, en sucesivas encarnaciones, desciende al mundo, majestuoso, en el capítulo VII, dedicado a la Religión); por otro, la «Ciencia de la experiencia de la conciencia», en la que lo absoluto se muestra solo indirectamente y como por delegación, a través de las intervenciones de «nosotros» (los llamados Wirstücke), para sacar en cada caso de sus apuros a las figuras de la conciencia.

FILOSOFÍA&CO - Copia de COMPRA EL LIBRO 10
Ciencia de la lógica (Vol.1), de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Por el contrario, es en la Ciencia de la lógica donde, librándose Hegel de la suposición de un Absoluto que unas veces quiere estar relacionado con nosotros (como si dijéramos: tener buenas relaciones con el hombre) y otras descender también sobre los sucesivos pueblos-guía de la Humanidad; librándose —digo—, absolviéndose de ese ab-solutum, Hegel recorre —y a la vez recoge y retrotrae, en un proceso de intensa condensación— las posibles instancias que, en el decir y pensar humano, dejan traslucir lo absoluto, yendo así de lo más abstracto (lo meramente an sich) a lo más concreto, articulado y autorreflexivo (an und für sich), con la sospecha, empero, de que, en ese viaje iniciático, lo absoluto vaya siendo puesto en entredicho por sus propias posiciones y definiciones imperfectas, hasta el punto de acabar dándose por entero, sin resto, únicamente en sus últimas y más perfectas esferas, sin tener existencia propia fuera de los ámbitos del saber, la idea y el espíritu. Lo que esa autodonación implica es, por de pronto, que lo absoluto —al menos en el ámbito puramente lógico— no puede ser denominado por un nombre, ni tampoco aprehendido, apresado en un juicio o en una definición.

Lo primero parece evidente: un nombre, tomado aisladamente y de suyo, no dice literalmente nada. Y si se le quiere añadir algo para dotarlo de significado, una de dos: o lo predicado de él estaba ya tácitamente en ese sujeto (juicio analítico), o bien no lo estaba (juicio sintético), y en ese caso no cabe hablar de lo absoluto. Ese defecto se palía mediante el recurso a la consabida identificación del Absoluto y Dios (algo, esto último, que todo el mundo cree saber lo que es, al menos en la época de Hegel, a saber: el Dios cristiano). Su forma más sencilla sería la del «juicio del estar», por el que se enlazan un sujeto (supuestamente) individual: «Dios», y un predicado (no menos supuestamente) universal: por ejemplo, la completud de todas las realitates (das Allerrealste). Pero entonces es en este predicado donde el sujeto tiene su determinidad y su contenido. Si se lo tomara de por sí, argumenta Hegel, no sería más que «una representación o un nombre vacío. […] En estos casos: Dios, el Absoluto es un mero nombre: lo que sea el sujeto viene dicho sola y primeramente en el predicado. Lo que además sea aquel en concreto es algo que en nada le concierne a este juicio».

Mayor enjundia tiene en cambio la definición: un conocer sintético en el que el sujeto particular (por caso: lo absoluto) queda subsumido por la universalidad que le conviene (por ejemplo: el ser), quedando así esencialmente determinado. Ahora bien, en la definición se supone que aquello de lo que se trata, lo que está en cuestión: el objeto mismo (en este caso, Dios) «es lo tercero, lo singular, en el que están puestos de consuno el género y la particularización, siendo aquel, entonces, algo inmediato que está puesto fuera del concepto, dado que este no es aún determinante de sí mismo». Ello sin embargo, cuando se trata de las definiciones metafísicas de lo absoluto, el predicado (el definiens) tiene el mismo contenido que el sujeto (el definiendum). Solo su forma es inadecuada, como acabamos de ver: no parece, en efecto, sino que el predicado se agregara externamente a un sujeto que, fijo e incólume, recibiera todas esas determinaciones por así decir en su superficie, sin que a lo absoluto le afectara en absoluto ser el ser, la identidad de la identidad y de la no identidad, la esencia, etc. De este modo, los definientes serían un ser-para-otro, pero el definiendum no los recogería como siendo para sí. Sin embargo, cada definición, al pronto inmediata, ha de aceptar que solo aceptando en ella lo negativo de ella misma, su exterior, puede recogerse luego intensamente dentro de ella como sobredeterminando, asumiendo ese su otro. Por eso señala Hegel que, en cada ámbito, solo pueden valer como definición la primera determinación (aunque imperfecta, por inmediata y abstracta) y la tercera, que recoge su propio ser-otro para darse libertad a sí misma, hasta el punto de que podríamos atrevernos a decir que la definición más general y a la vez concreta de lo absoluto sería esta: «Lo absoluto es lo libre»; pero no por volver a la absolvencia primera, a lo ab-solutum de todo lo finito y perecedero, sino al contrario: por estar vuelto a sí mismo, relacionándose consigo mismo (beisich selbst) dentro de su propio otro, recogiendo sus diferencias en la unidad de su simplicidad. Esa es la libertad conforme a verdad: en audaz formulación (que permite fusionar dialécticamente Spinoza y Fichte): «Libertad solo hay donde no hay otro para mí que no sea yo mismo». He aquí una declaración de importantes consecuencias en el ámbito político y religioso, en las que, sin embargo, no es posible entrar en este ensayo.

Existe, por cierto, una leve disparidad sobre la primera definición de lo absoluto entre la Lógica y la Enciclopedia. Según aquella, la primera definición de lo absoluto no sería tanto el ser cuanto el inicio, entendido y concebido como el concepto de la unidad del ser y del no-ser. Según la Enciclopedia, en cambio, sería: «Lo absoluto es el ser». Pero la diferencia es irrelevante, dado que ser y nada son puras abstracciones, que pasan (y han pasado, de siempre) la una a la otra, a menos que paremos mientes en el paso mismo: un paso justamente doble. Por su parte, la tercera determinación de la esfera óntica de la cualidad, y que, por ende, podría ser considerada como la definición primera, conforme a verdad, de esta esfera sería: «Lo absoluto es el infinito, conforme a verdad».

En la esfera de la cantidad, la primera definición es: «Lo absoluto es pura cantidad », o lo que viene a ser lo mismo: «Lo absoluto es la materia». En cambio, la tercera determinación ofrece la definición de verdad de lo absoluto en este ámbito, a saber: el «verdadero infinito» (que surge de la dialéctica del infinitésimo y el paso al límite en el cálculo diferencial).

Pero es en el retorno, enriquecido, de la cualidad —asumiendo la cantidad— a sí misma como medida, donde se cumple la esfera del ser: su definición más conforme a verdad. Pero no la verdad del ser, ya que la medida acaba hundiéndose en la Indiferencia (Indifferenz: nuevo ataque tácito a la filosofía de la identidad de Schelling) del sustrato y de sus determinidades diferenciales, específicas, ya que estas son puramente cuantitativas. La verdad del ser es, en cambio, como es notorio, la esencia. A saber: el retorno a sí (siendo el sí-mismo: Selbst, el concepto, lo absoluto dentro de [in] sí) del ser como (a)parecer (Schein): la apariencia, que, siendo el brillo inmediato, ofusca como Unwesen el foco de donde brota la luz (la Wesen), y que, por ende, todavía no ha reflexionado sobre sí como la «aparición» o el «fenómeno» (Erscheinung).

En esta esfera de la reflexión (y más precisamente, en su apariencia primera: «La esencia como reflexión dentro de ella misma»), la primera y más abstracta definición de lo absoluto sería, por así decir, la verdad del atomismo. En efecto, la reflexión de proposiciones tales como «Todo es uno» (o, más a la llana: «Nadie es más que nadie») da como resultado el supuesto primer principio del pensar: el de identidad. O en este caso, con más precisión, cabría decir que «Lo absoluto —en cuanto lo Uno— es la identidad consigo mismo». Por su parte, la aparición de la tercera determinación-de-la reflexión es el fundamento: la definición más conforme a verdad de este ámbito, y que corresponde a la famosa sentencia (ya mencionada): «Lo absoluto es la identidad de la identidad y de la no identidad». Ahora bien, habida cuenta de que «fundamento» y «referencia-del-fundamento» intercambian sus funciones, en este verdadero punto medio de la esfera de reflexión bien cabe decir, con igual derecho: «La diferencia de la diferencia y de la identidad». Para salir de esta neutralización puramente formal, es necesario que el fundamento se reconozca en las condiciones de posibilidad del mismo fundamentar. Tal es, desde la perspectiva lógica, la manifestación de lo absoluto por excelencia en la esfera de la reflexión: lo Incondicionado. Con todo, ya es significativo que, en este punto de inflexión, lo absoluto deje de ser considerado como sujeto (subjectum, hypokeímenon) para servir de calificación plena y cabal de una manera de ser. Ya no se trata de enunciar: «lo absoluto incondicionado», sino: «lo incondicionado absoluto». Ahora, el ser conforme a verdad encuentra su propia verdad en la verdad conforme a esencia: este quiasmo es la «Cosa» (Sache) del pensar.

Naturalmente, de la segunda sección de la Lógica de la esencia, que trata de la «Aparición» (Erscheinung), o sea: de la esencia desde el respecto de su otro, cuya totalidad acaba por presentarse como el mundo fenoménico, enfrentado al mundo en y para sí, no cabe esperar ninguna definición de lo absoluto. En esa sección, dicho enfrentamiento se concreta y explicita como relación esencial, cuya última configuración: lo interno versus lo externo, llega a unidad (inmediata) como «Lo absoluto», con cuya exégesis se abre la sección tercera, dedicada a la «realidad efectiva» (Wirklichkeit).

Desde luego, esa presencia inmediata de lo absoluto no deja de resultar escandalosa. Lo absoluto, o mejor, en este caso: «el Absoluto » ha venido siendo identificado en la historia de la filosofía (como hemos tenido ocasión de comprobar) con Dios. Y especialmente en la Edad Moderna ha sido considerado como fundamento y causa primera de toda realidad, por ser ya de antemano causa sui. Es, pues, el paradigma de lo que hemos llamado ab-solutum, bien por considerarlo como ens increatum trascendente, bien como ens necessarium et perfectissimum, origen de toda posibilidad y de toda realidad: respectivamente, como ens omnimode determinatum (pues: existentia est omnímoda determinatio) y como omnitudo realitatum sive perfectionum (das Allerrealste, der Inbegriff aller Realität). Pues bien, ese ser y esa noción primerísimos, de los cuales depende la existencia y la posibilidad (la pensabilidad, la realitas) de todo ser y toda noción (lo kath’autò frente al cual todo es prós ti, un puro estar en relación con Ello), ¡es ahora considerado lógicamente como el resultado de la relación esencial! Como si dijéramos: es la contradicción ínsita en los extremos de esa relación quiasmática la que engendra lo absoluto (difícilmente cabe hablar, pues, a partir de ahora, del Absoluto). Es verdad que este es, por la ya conocida retroducción, el fundamento de esa relación. Pero no menos lo es que, siendo la primera presentación, abstracta, de la realidad efectiva, lo absoluto resultará en última instancia la relación absoluta (la interacción entre la sustancia activa y la pasiva). Ahora sí que tenemos —por así decirlo— un verdadero mundo invertido, por lo que hace a las concepciones anteriores. Este es el punto de inflexión, a partir del cual no cabe hablar ya de un absoluto hipostatizado, sino tan solo de una calificación (la suprema, ciertamente) de las esferas, del círculo de círculos del sistema hegeliano, y de las determinaciones máximas que competen a cada una. Ahora sí, de verdad, la lógica pone en entredicho a lo absoluto.

Hegel es bien consciente de esta katastrophé (en los diversos sentidos del término griego). En efecto, la presentación del tema es contundente: «La simple identidad compacta de lo absoluto es indeterminada, o sea que dentro de ella está más bien disuelta toda determinidad de la esencia y la existencia, o del ser en general, tanto como de la reflexión. En esta medida, determinar qué sea lo absoluto es cosa fallida, negativa; lo absoluto mismo aparece solo como la negación de todos los predicados, y como lo vacuo». En este respecto, no solo es imposible ofrecer una definición de lo absoluto, sino que este, en cuanto omnitudo negationum, queda reducido… ¡a la nada! Solo que Hegel continúa: «Pero dado que tiene que ser, precisamente en la misma medida, enunciado como la posición (Position) de todos los predicados, lo absoluto aparece como la más formal de las contradicciones».

Ahora bien, la resolución de esa contradicción pasa necesariamente por la entrega del concepto cumplido del sujeto (el silogismo) en y como la objetividad. Y aquí nos encontramos con otro «contragolpe» o Gegenschlag que, para la tradición más piadosa, suena en efecto a desafío rozando la blasfemia. En efecto, esta segunda sección de la Lógica del concepto, propia de la finitud, se divide notoriamente en «mecanismo», «quimismo» y «teleología»: por así decir, el examen y crítica dialéctica de las ciencias experimentales y de la técnica humana. Pues bien, de este paso de la Subjetividad a la Objetividad dice Hegel: «Del concepto se ha mostrado ahora, por lo pronto, que él se determina hasta la objetividad. Es de suyo patente que, según su determinación [Bestimmung; el término significa también definición y destino, F. D.], esta última transición es lo mismo que venía a darse de otro modo en la metafísica como la conclusión del concepto, la inferencia de la existencia (Daseyn) de Dios a partir de su concepto, o sea, como el denominado argumento ontológico de la existencia de Dios». Esta transición de la antigua lógica formal (ahora, dialécticam nte trabajada) a la actividad fabril del mundo moderno, con el elogio famoso al instrumento, parece ser desde luego una despedida de la hipóstasis de lo absoluto como el Dios de la metafísica.

Y no solo esto: al inicio del fin de la Ciencia de la lógica, allí donde se presenta de inmediato la Idea absoluta (la cual, por cierto, no es denominada en ningún momento: Idea del o de lo absoluto), allí donde el examen de la Idea, embocando el final de su recorrido, coincide consigo misma (si se quiere, la Idea en cuanto lo Lógico) al coincidir, y solo por coincidir, con el entero curso recorrido de lo Lógico, todas las definiciones de lo absoluto en la obra son, todas ellas, fallidas por definición. La autorrespectividad de la idea, con el ahora plenificado y articulado ser conforme a verdad, supone al mismo tiempo la negación dialéctica de la totalidad distributiva de los momentos lógicos: la Idea no es sino esa negación y, en y por ella, la recogida o retracción especulativa dentro de sí, y nada más. Por eso dice Hegel que ella, la Idea, no es «singularidad excluyente, sino que es de por sí universalidad y conocer, y que tiene dentro de su otro su propia objetividad por objeto. Todo el resto es error, turbiedad, opinión, tendencia, arbitrio y caducidad; solo la idea absoluta es ser, vida imperecedera, verdad que se sabe a sí misma, y es toda verdad».

Pero, ¿qué puede significar eso de: «todo el resto»? ¿Acaso se trata de una condenación global del mundo fenoménico avant la lettre, o mejor, par le truchement de la lettre, si se me permite la expresión? Pero esta sospecha no tiene sentido. La escisión entre el mundo en y para sí y el mundo tal como aparece fue ya superada en la esfera de la esencia. Lo desechado (porque, en efecto, se trata de un Abfall… total) es la naturaleza salvaje, no sometida a los saberes de los hombres y trabajada hasta el fondo por ellos.

¿Qué resta, pues, luego de este poner en entredicho la venerable noción del Absoluto y de negar todo derecho a la naturaleza de suyo y de por sí? ¿Volvemos acaso a la terrible sentencia de Anaximandro, por la que habíamos comenzado?

No, desde luego. Resta la concepción teándrica (mejor sería decir: teoantrópica),obstinadamente defendida por Hegel, que se quería ante todo buen luterano (aunque para muchos sean sus convicciones harto heterodoxas). Queda el conocerse de Dios en y por los hombres: el concepto divino, que alienta a través de las áridas páginas de la Lógica; queda y quedará para siempre el amor del Espíritu divino en y por la comunidad cristiana (la Gemeinde). Y, para Hegel, esa communio no está puesta desde luego en entredicho.

F+ ¿Necesitamos el reconocimiento del otro para forjar nuestra identidad?

En las últimas décadas, las demandas políticas han virado desde posiciones económicas a posiciones más identitarias. Para comprender este viraje es fundamental el pasaje de Hegel: «la dialéctica del amo y el esclavo». Diseño realizado a partir de la ilustración de StarGladeVintage distribuida por Pixabay (CC0).

La dialéctica del amo y el esclavo es uno de los pasajes más famosos de la filosofía hegeliana. En este fragmento, Hegel describe la lucha entre dos conciencias que buscan ambas el reconocimiento de la otra. La dialéctica del amo y el esclavo termina en una dominación y en un reconocimiento imperfecto. Un tipo de…

Hegel y la dialéctica del amo y del esclavo

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Conceptos filosóficos explicados al oído. Este mes, el filósofo Miguel Antón nos presenta a otro filósofo, Georg Wilhelm Friedrich Hegel. A Hegel se le puede percibir como un filósofo oscuro y ambiguo. Sus obras y el lenguaje que utiliza en ellas, especialmente en La fenomenología del espíritu, tienen mucha complejidad. Pero aquí te lo acercamos…

F+ ¿Economía o sociedad? Grandeza y límites de la teoría de Marx sobre el capitalismo

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El artículo pretende mostrar cómo Marx, en el desarrollo de su teoría de la sociedad, sigue la línea de una creciente delimitación de la noción de «sociedad civil» tal como la usa Hegel. Mientras que en los escritos tempranos de Marx este concepto se refiere solo a aquella parte de la sociedad civil que contiene el mercado capitalista y que es opuesta al estado y a la institución de cuestiones públicas, el mismo pasa a designar la totalidad de nuevas relaciones sociales tan pronto como Marx empieza a ocuparse de la economía política moderna. De aquí se sigue, como se muestra en un segundo paso, que Marx, debido a su cambio conceptual, pierde la habilidad de diferenciar entre la economía y otras esferas de la sociedad moderna. Todo lo que tiene una existencia propia no económica, sea la familia, el estado o la ley, pasa a ser entendido como un fenómeno social constituido y formado por el capital. En un tercer paso se muestra que el Marx de El capital siempre entra en dificultades cuando intenta demostrar el grado en el que las relaciones sociales están ya siempre configuradas por la expansión económica del «capital»; en ciertos casos, el análisis marxiano de la realidad histórica se resiste a esta estrategia de presentación, ya que termina expresando aspectos del mundo de la vida que debían quedar fuera según esta forma de presentación inmanente. Al final del artículo se defiende la tesis de que todos los fenómenos centrales de El capital de Marx poseen la doble dimensión de estar arraigados en la dimensión cualitativa del mundo de la vida y de representar parámetros cualitativos en el interior de la reproducción capitalista –y el mundo capitalista no puede ser adecuadamente explicado sin considerar ambas dos dimensiones.

Por Axel Honneth, Universidad de Columbia

Querer juzgar sobre la «grandeza y los límites» de la teoría de Marx acerca de la sociedad en el marco de un artículo, tal como sugiere el subtítulo de mi aportación, sin duda es un asunto imposible. Son tan multiformes las repercusiones teóricas de Marx, tan amplias las fuentes filosóficas que él elabora en su obra, y, en definitiva, tan diversas las intenciones unidas a su análisis del capitalismo, que todo eso no puede tratarse en un estudio relativamente breve. Por eso, a continuación me concentraré en una sola línea de sus escritos, para comprobar allí a manera de ejemplo cómo ha de enjuiciarse su teoría a la luz de nuestro saber actual. Lo que debe estar en el centro de mi estudio crítico es tan solo su aportación a la comprensión de la moderna sociedad capitalista; por tanto, en la medida de lo posible, no tomaré en consideración lo que Marx dijo sobre el curso de la historia en conjunto, sobre la función del hombre en el proceso histórico y sobre la importancia de los pensadores anteriores.

Consecuentemente, en cuanto pueda, trataré aquí tan solo los análisis que en su obra se encuentran acerca de la estructura fundamental y la dinámica del mundo capitalista. De todos modos, eso no es tarea fácil, pues a este respecto muchas cosas dependen de la respuesta a la pregunta de si Marx abandonó las premisas de su temprana obra filosófica cuando emprendió el esbozo de su análisis maduro del capitalismo, o bien se siguió guiando allí por sus iniciales suposiciones fundamentales. Comenzaré mis reflexiones tratando esta pregunta, que está al rojo vivo desde la interpretación de Marx que Louis Althusser propuso en los años sesenta; una vez que haya esclarecido si el análisis del capital que hace Marx se guía todavía o no por las intuiciones antropológicas de sus años tempranos, en pasos ulteriores abordaré luego la cuestión de la grandeza y los límites de su teoría ya desarrollada sobre la sociedad.

■  I

Sin duda, sería falso el intento de afirmar que ya el joven Marx, altamente comprometido en el plano político, pero muy inseguro todavía en lo referente a la filosofía, disponía de algo así como una teoría sistemática de la sociedad. Él se deja incentivar por los más diversos pensadores de su tiempo para ir al fondo del propio sentimiento de que hay algo fuera de quicio en las relaciones que se están formando en el mundo del capitalismo burgués; digamos que lo irritante para Marx en este orden social no son hechos particulares de tipo político, social o económico, sino que es más bien la manera general de convivencia social en la sociedad burguesa la que provoca su desconfianza crítica. En el intento de explorar las causas de estos estados «miserables» de la sociedad, el joven Marx, hasta el exilio en Bruselas (1845), está buscando constantemente soluciones persuasivas. En Berlín, donde se esfuerza con desgana por estudiar derecho, cae en la esfera de influencia de los jóvenes hegelianos, que se orientan a su vez por la filosofía crítica de Ludwig Feuerbach; con este círculo comparte Marx durante cierto tiempo la idea de que la raíz de todos los males sociales de la época presente está en la religión, pues el hombre, a través de ella, se ha alienado de sí mismo.

Según su argumentación, en las imágenes religiosas del mundo el hombre ha proyectado en un trascendente ser omnipotente todo lo que lo distingue peculiarmente en virtud de sus dotes y capacidades naturales, de modo que en su vida terrestre ya no puede disfrutar de estas propiedades positivas y, en lugar de eso, languidece en una mísera existencia. Pero esta fase de una crítica independiente de la religión no se mantiene durante largo tiempo en Marx, pues ya pronto la mera existencia de persuasiones religiosas no se le presenta como causa de la crisis actual, sino tan solo como su símbolo o síntoma. Ahora bien, a lo largo de toda su vida no renunciará a la idea de que en la vida social hay figuras semejantes a Dios, dotadas de poder trascendente, en las que el hombre proyecta sus fuerzas reales, invirtiendo y desconociendo los hechos reales, con lo cual estas fuerzas se le sustraen a la vez en su existencia fáctica. Pero la desvinculación de la crítica de la religión permite al joven estudiante abordar desde ese momento con mayor intensidad las condiciones económicas y sociales que comienzan a implantarse también en Alemania por el capitalismo industrial. Las primeras huellas de este giro hacia el análisis de la sociedad se encuentran ya en los aportes que en el año 1844 Marx publicó en edición única en Deutsch-Französische Jahrbücher, de los que él fue coeditor.

Reviste interés que el hilo conductor teórico de estas tentativas es, en primer lu­gar, la filosofía del derecho de Hegel, que a los ojos de los compañeros de armas entre los jóvenes hegelianos se consideraba el indicador más claro de las tendencias con­servadoras de los idealistas alemanes. Es cierto que Marx comparte decididamente estas reservas políticas, pero cree que el escrito de Hegel, contra la intención de su autor, puede tomarse como base de una crítica de las relaciones actuales en virtud de sus acertadas y fértiles distinciones fun­damentales. En concreto, considera empíri­camente acertado en las diferenciaciones de Hegel el que este haya separado la esfera de la «sociedad burguesa» o del mercado eco­nómico y la del «Estado», con el argumen­to de que allí los sujetos actúan en exclusiva como egoístas «hombres privados» y aquí, en cambio, como ciudadanos y ciudadanas orientados hacia el bien común; en cambio, Marx considera falso por completo el hecho de que Hegel tuviera por sacrosanta esta escisión de la sociedad, es más, la describie­ra como encarnación de la razón, pues en verdad se trata ahí de una separación irracional entre el hombre «empírico», indigen­te, y su naturaleza universal como un ser social, como un «zoon politikón», tal como dirá más tarde con Aristóteles en la «Intro­ducción» a las «Bases de la economía política».

Luego Marx, en su artículo «Sobre la cuestión judía», sigue desarrollando en forma de una crítica del derecho este motivo de una desdichada escisión del hombre, que en la sociedad actual, determinada por la diferenciación de mercado y Estado, solo puede vivir bien como «burgués», bien como «ciudadano», nunca como las dos cosas a la vez, a saber, como un ciudadano que traba­ja para la comunidad social. Su ocupación con los «derechos del hombre», proclama­dos por la Revolución francesa, que él quiere distinguir claramente de los «dere­chos del ciudadano» como derechos del ciudadano del Estado, asume en este lugar rasgos tan decisivos y amplios, que por un momento parece como si quisiera en el fu­turo llevar a cabo su análisis del capital bajo la modalidad de una crítica de la forma del derecho. Según Marx, es común a todos los «llamados derechos del hombre» que ellos protegen al individuo tan solo en las propie­dades o capacidades que le corresponden como «miembro de la sociedad burguesa». Bien esté en cuestión la libertad individual, la propiedad personal, la seguridad o, inclu­so, la «igualdad», que ha de asegurarse mediante estos derechos, en cada caso se trata tan solo de posibilitar la «separación» social, de las reivindicaciones «del individuo limitado, limitado a sí mismo». En otro lugar dice Marx con brevedad que los dere­chos del hombre conocen a este tan solo «como mónada aislada, referida a sí misma».

Marx considera empíri­camente acertado en las diferenciaciones de Hegel el que este haya separado la esfera de la «sociedad burguesa» o del mercado eco­nómico y la del «Estado», con el argumen­to de que allí los sujetos actúan en exclusiva como egoístas «hombres privados» y aquí, en cambio, como ciudadanos y ciudadanas orientados hacia el bien común

Y luego, el derecho mismo, por lo menos en cuanto asume la abstracta forma liberal de los derechos fundamentales, aparece como un factor decisivo del aislamiento social. El derecho todavía no es para Marx una mera «superestructura», una mera en­voltura legitimadora de la explotación eco­nómica; es más bien un factor autónomo en el proceso de las profundas transformacio­nes que se realizan en el hombre con la formación de la nueva sociedad, determina­da por el mercado. Y Marx acentúa, además, este factor autónomo del derecho por cuan­to, en otro lugar de su texto, dice cosas claramente positivas sobre los «derechos políticos», o sea, sobre los «derechos del ciudadano del Estado», que él había distin­guido de los derechos fundamentales del hombre. Tales derechos, que no correspon­den al «burgués» sino al «ciudadano», desde su punto de vista no aíslan al hombre, no lo forman como una persona privada, aislada y egoísta, sino que posibilitan pre­cisamente su participación en la «vida ge­neral», pues, según sus palabras, «solo pueden ejercitarse en comunidad con otros». Esta escisión frente al derecho, que aquí aparece con una calificación negativa y otra positiva, y que además parece poseer una gran fuerza transformadora de la socie­dad, ya nunca se perderá por completo en la obra de Marx. También en su análisis madu­ro del capitalismo, tal como veremos, toda­vía no tiene claro por completo qué función ha de atribuir al derecho en medio del pro­ceso económico determinado por la coac­ción a la acumulación capitalista.

Marx, en su escrito «Sobre la cuestión judía», no ha ido todavía tan lejos que pue­da conocer este rasgo fundamental de la economía capitalista; ni se habla aquí toda­vía de la «mercancía» como principio cen­tral de organización del nuevo orden de la sociedad, ni se resalta el conflicto de inte­reses entre «capital» y «trabajo». Sin em­bargo, en lugar de esto, Marx, para profun­dizar históricamente en su crítica del derecho, ofrece una exposición de la forma­ción histórica del mercado «libre», en mu­chos aspectos muestra una semejanza sor­prendente con análisis posteriores de Karl Polanyi. El punto de partida de esta digre­sión sumamente interesante es la tesis de que, en la «antigua sociedad» del feudalis­mo, la «vida burguesa» del trabajo y de la sustentación «bajo la forma del señor feudal, del estamento y de la corporación» era to­davía parte de la «vida estatal», con lo cual mantuvo la condición de ser un «asunto público».

El precio que «en general» el «pueblo» tuvo que pagar por este marco de sus actividades económicas, continúa Marx con razón, era muy alto; consistía en la ex­clusión de toda colaboración en la acción del Estado, pero, en todo caso, se podía estar seguro a largo plazo del nexo y de la utilidad comunes del propio trabajo. Este marco social de la economía, que sin duda es para Marx una nota central del orden social del feudalismo, se pierde desde su punto de vista en el instante en que, con la «revolución política», el pueblo recibe el derecho de contribuir a la configuración del poder del gobierno; pues, con la destrucción de todos los «estamentos, corporaciones, gremios y privilegios» que ahora comienza, la «sociedad burguesa» pierde de pronto su carácter político y es considerada cada vez más una egoísta esfera privada de la acción económica en exclusiva. Por tanto, lo que sucedió para el Marx de «La cuestión judía» en la transición del feudalismo a la «nueva sociedad» fue una inversión dramática de la posición de lo que en la percepción de los miembros de la sociedad puede tenerse por un «asunto público». Mientras que antes la economía o la «vida burguesa», tal como leemos en el texto, se entendía como un asunto común, ahora es la acción estatal la única que se entiende como interés público. Y con ello la actividad económica del indi­viduo, flanqueada y fomentada por la insti­tucionalización de los derechos liberales de libertad, pierde toda referencia a la comuni­dad; y Marx ve ahí toda la miseria de la formación de la sociedad que se está gestan­do.

Según Marx, es común a todos los «llamados derechos del hombre» que ellos protegen al individuo tan solo en las propie­dades o capacidades que le corresponden como «miembro de la sociedad burguesa»

En cualquier caso, Marx emprende este análisis de la historia de la economía, aun­que, como hemos dicho, sin usar una sola vez categorías del mercado, del intercambio de productos ni del capital; todavía se mue­ve por completo en el marco conceptual de la filosofía hegeliana del derecho, con su distinción entre «sociedad burguesa» y «Estado», aunque censura a este por aprobar la escisión así dada del hombre entre una privada persona egoísta y una persona pú­blica, y por desconocer completamente su problemática antropológica. Sin duda, Marx topó con la necesidad de basar más intensamente sus puntos de vista sobre la independencia de la economía frente a todas sus referencias a la comunidad, por primera vez cuando algunos amigos, entre ellos so­bre todo Friedrich Engels, le mostraron la importancia de la economía nacional para la comprensión de la situación actual; solo desde ese momento comienza, al principio en París y luego en Bruselas, a estudiar in­tensamente los escritos de Jean-Baptiste Say, Adam Smith y David Ricardo, para explorar con mayor precisión los mecanis­mos de aquella esfera económica a los que hasta ahora se había llamado con Hegel «sociedad burguesa».

El primer resultado de estos estudios son los llamados «Manuscri­tos económico-filosóficos», que constituyen un conglomerado de anotaciones y resúme­nes en los que Marx intenta sistematizar los frutos sacados de las impresiones de sus lecturas. Aquí vuelve el motivo de la críti­ca de la religión, con referencia explícita a Feuerbach, bajo una forma cambiada, motivo que antes había dejado de lado. Marx expone en qué medida los trabajadores, en la producción de bienes que han de valori­zarse en el mercado, crean un «mundo» frente al cual tienen que sentirse extraños y sometidos, porque no les pertenecen las cosas producidas, es más, porque ni siquie­ra pueden controlar su curso ulterior: «Cuan­to más despliega su acción el trabajador, tanto más poderoso se hace el mundo extra­ño de los objetos, que aquel crea frente a él, tanto más pobre se hace él mismo, con su mundo interior, tanto menos le pertenece como propio. Lo mismo sucede en la reli­gión. Cuantas más cosas pone el hombre en Dios, tanto menos se retiene a sí mismo. El trabajador pone su vida en el objeto, y aho­ra ya no le pertenece a él, sino al objeto». Sin entrar aquí más de cerca en los detalles del diagnóstico de la alienación desarrollado por Marx, podemos decir de momento que la «miseria» de la nueva forma de economía es criticada ahora con una figura de pensa­miento que es distinta de la manejada en los artículos anteriores, donde se orientaba por Hegel. Si antes era el hecho de la escisión del hombre el entendido como perdición de la sociedad moderna, ahora es la autoalie­nación humana la que se presenta como consecuencia fatal ya no de todo el orden social, sino solamente del mercado capita­lista.

Marx ha estrechado de manera notable el punto de vista de su teoría, aunque sin decirlo de modo explícito. Ya no toma en consideración la ensambladura total de la sociedad, con la separación de Estado pú­blico, egoísta economía privada y, entre ambas esferas, el derecho de alguna manera mediador, sino ya solamente las relaciones de producción. En el fondo de este cambio de perspectiva tiene que estar la tesis, ma­durada entre tanto, de que solo las relaciones económicas, a saber, la disposición privada de capital y la concomitante «degradación» del trabajador, determinan el destino del hombre moderno; y, a partir de ahora, en consecuencia Marx analizará también la «nueva» sociedad casi exclusivamente toda­vía bajo el punto de vista de cómo las rela­ciones económicas cambian la relación de los sujetos con los otros hombres, con su entorno social y consigo mismos de tal manera que ese cambio es inconciliable con nuestra naturaleza originaria. A este respec­to, de partida él no tiene pretensiones de ofrecer una explicación en sentido estricto, no quiere exponer en el plano de una teoría de la sociedad por qué las relaciones son como son, y cómo se desarrollarán en el futuro. De momento, en la economía nacio­nal y en la forma dada de economía, le in­teresa sobre todo que ambas, la primera en un reflejo teórico de la segunda, invierten las relaciones humanas reales, en cuanto tratan el trabajo vivo como una mera «cosa» y, en cambio, consideran los objetos produ­cidos sujetos vivos, con lo cual, como lee­mos en otro pasaje, parece que la materia muerta domina sobre los hombres».

«Cuan­to más despliega su acción el trabajador, tanto más poderoso se hace el mundo extra­ño de los objetos, que aquel crea frente a él, tanto más pobre se hace él mismo, con su mundo interior, tanto menos le pertenece como propio. […] El trabajador pone su vida en el objeto, y aho­ra ya no le pertenece a él, sino al objeto» Marx

Pero esta reserva de Marx, en lo que se refiere a la explicación de las nuevas rela­ciones de producción y su desarrollo ulterior, desaparecerá radicalmente en el curso del próximo decenio. Si hacemos un salto tem­poral, o sea, si dejamos de lado pasos tan importantes como la Ideología alemana o El manifiesto comunista y tomamos en consideración los llamados «Esbozos», el esquema tosco del posterior El capital, escrito en 1856-1858, vemos que allí las intenciones teóricas de Marx han variado de manera notable. En efecto, él quiere conse­guir ahora ambas cosas de manera conjunta, de un lado, explicar económicamente el desarrollo y el futuro del capitalismo, y, de otro lado, desenmascarar a la vez esta forma «burguesa» de economía como una relación de inversión social. Pero, tal como espero mostrar en el próximo paso, de ahí resultan faltas de claridad en relación con lo que él querría entender propiamente como el ob­jeto de su crítica de la economía política. ¿Es tan solo la formación y el desarrollo de una forma especial de economía, a saber, la capitalista, es el conjunto del sistema de sociedad acuñado por esta forma de econo­mía, o es incluso una cultura social o una forma de vida lo que ha de entenderse de cara a su formación y los preparativos del hombre como enteramente nuevo y singular?

II

Si tomamos los «Esbozos», llama la atención inmediatamente que Marx parece tener poca intención de renunciar en el plano teórico al motivo de la «inversión social» en el terreno de la crítica de la reli­gión; en ninguno de sus textos más maduros se muestra con mayor claridad que allí cuán erróneo es hablar de una «ruptura epistemo­lógica» o de una «cesura» en la evolución de Marx, de una ruptura que en el curso de la segunda mitad de los años cuarenta le habría movido a renunciar a su programa originario de una crítica basada antropoló­gicamente y sustituirla por un estricto pro­yecto científico. Es cierto que, en estos esbozos previos del Capital, el autor de hecho ha elevado considerablemente la pretensión explicativa de su crítica de la economía política, ahora ya no investiga solo el contenido ideológico de la economía nacional dominante, sino que a la vez inten­ta determinar las fuerzas sociales que han producido el nuevo sistema burgués de economía y seguirán cambiándolo todavía en el futuro.

Pero esta intención explicativa de sus toscos esbozos es provista adicional y explícitamente de la tarea diagnóstica de mostrar en la forma «moderna» de la acti­vidad económica que ella constituye en conjunto una relación de alienación social; puesto que, según la persuasión de Marx, los condiciones hoy dominantes de produc­ción tienen que presentarse con necesidad a los sujetos participantes como procesos vivos, sustraídos a su disposición, estos sujetos se experimentan a sí mismos frente a tales procesos como meramente pasivos, como despojados de su propio carácter vivo y, en consecuencia, privados de toda subje­tividad humana. A continuación quiero es­clarecer con brevedad los dos estratos argu­mentativos de los «Esbozos», el explicativo y el diagnóstico, para poner en claro de esta manera en qué medida comienzan a desdi­bujarse aquí los límites del ámbito de obje­tos en el análisis de Marx.

La explicación político-económica del capitalismo que Marx ofrece en sus «Esbo­zos» se distingue de sus análisis posteriores en El capital por el manejo abierto de ma­terial empírico, por la inclusión más intensa de hallazgos históricos y por el intento de tener en cuenta también factores no econó­micos; se tiene la impresión de que el autor está buscando todavía una clave adecuada para la exposición compacta de las relacio­nes de producción capitalista. Es cierto que aquí también se encuentra ya el fatigoso intento de seguir el prototipo de la «lógica» de Hegel, en el que el «capital» es entendi­do según el modelo de un concepto, cuyo desarrollo interno hay que exponer; pero este propósito sistemático no se persigue ni de lejos con el rigor lógico que será tan característico de la investigación publicada más tarde y que hasta hoy sitúa toda inter­pretación de esta obra ante enormes desa­fíos. En los «Esbozos» Marx desarrolla la formación de la nueva modalidad de econo­mía moderna, que él designa como «burgue­sa», bajo el hilo conductor de una progresi­va separación en la historia entre el trabajador y las condiciones «naturales» y sociales de su propia actividad: al principio, en las formas de producción, que se basaban en gran medida en la agricultura de las co­munidades de Asia, de la antigüedad clásica o de Alemania, cada productor particular disponía en manera obvia de una pequeña parte de la propiedad común del campo, para cultivar allí lo que se requería para la manu­tención de la familia y la reproducción del grupo. Por tanto, la acción económica no estaba dirigida todavía al fin de la creación de «plusvalía», sino que «su fin era la con­servación del propietario particular y de su familia, así como del conjunto de la comunidad».

Bajo tales condiciones, dice Marx con una bonita fórmula, el «individuo» no puede aparecer «con aquel rasgo puntual con que aparecerá como trabajador libre»; pues el sujeto activo todavía puede entender como «parte» de su propia subjetividad lo que se requiere en concepto de presupuesto para su trabajo, o sea, la tierra y los instrumentos necesarios para su cultivo, con lo cual el mundo que lo rodea se convierte en «laboratorio» de ex­perimentación de las «fuerzas esenciales» de su naturaleza. Pero, desde la perspecti­va de Marx, ya pronto el incremento de las fuerzas de producción y el crecimiento de la población ponen fin a este primer nivel de la propiedad y de las relaciones de pro­ducción; se hacen indispensables ahora el intercambio económico y el comercio, al principio solo en los márgenes, pero luego también en el interior de la esfera común, que está en vías de expansión.

Con ello comienza para Marx un segundo nivel en el desarrollo de la relación del trabajador con las condiciones de su actividad: bajo la presión del intercambio equivalente, que en definitiva conducirá a institucionalizar el dinero, se disuelven las antiguas relaciones de la propiedad del suelo, surgen nuevas formas de propiedad privada y el dinero toma poco a poco la forma «industrial y urbana», o sea, con mayor intensidad cada vez se pasa de la producción agrícola a la generación de bienes en los talleres manu­facturados. De todos modos, también bajo estas condiciones el trabajador particular, tal como expone Marx, mantiene el poder de disposición sobre sus «condiciones de producción»; ciertamente, a diferencia del estadio anterior, ya no posee una parte de la propiedad común del suelo, pero en «los gremios y corporaciones» que pronto se desarrollan él sigue siendo «propietario» de los instrumentos necesarios para su activi­dad, de modo que no puede hablarse de un desacoplamiento entre su existencia y los presupuestos de su actividad.

En los «Esbozos» Marx desarrolla la formación de la nueva modalidad de econo­mía moderna, que él designa como «burgue­sa», bajo el hilo conductor de una progresi­va separación en la historia entre el trabajador y las condiciones «naturales» y sociales de su propia actividad

En qué medida este esbozo de la evolu­ción histórica en Marx es todavía esquemá­tico y tentativo se muestra sobre todo en las dificultades que se le presentan en la orde­nación histórica de la «esclavitud y de la servidumbre». Por una parte, no quiere va­lorar todavía estas formas feudales de pro­ducción como estadios en los que los traba­jadores aparecen ya como separados por completo de las condiciones de la realiza­ción de su trabajo, pues semejante desaco­plamiento definitivo habrá de realizarse, según su opinión, en la forma de economía «burguesa», de la que hablará muy pronto; pero, por otra parte, él ve de manera obvia que ni el esclavo ni el siervo conservan el control sobre sus propias condiciones de trabajo, pues el señor feudal o el terratenien­te pueden dictarlas a su arbitrio. La manio­bra conceptual por la que Marx resuelve este problema interno de su modelo de transcur­so histórico consiste en entender la esclavi­tud y la servidumbre como «modificaciones negativas» del primer estadio de propiedad común, pues en tales condiciones ha tenido que ser siempre posible apropiarse con vio­lencia de la «voluntad ajena» para fines de la colonización, y considerar el trabajo forzado como condición «inorgánica» u «objetiva» de la producción de igual mane­ra que los frutos de los bienes raíces. Y así hemos de interpretar aquí a Marx en el sentido de que el trabajo de esclavos y sier­vos de gleba no constituyen relaciones es­peciales de producción, sino solamente «fenómenos de descomposición» de rela­ciones económicas más antiguas, que no cuestionan el esquema de una progresiva separación del trabajador respecto de sus condiciones de producción.

Sin duda, Marx emprende aquí tales ro­deos tan solo para poder afirmar a la postre que, por primera vez en la forma de econo­mía de la «sociedad burguesa», el trabajador ha sido separado de manera definitiva y completa de las condiciones de su actividad, y con ello se ha desinflado como un indivi­duo «pelado, carente de objetividad». De todos modos, antes de que pudiera surgir esta forma de producción distinta por com­pleto, tuvo que producirse en la segunda forma de sociedad, basada en el trabajo ar­tesanal y en las relaciones comerciales, una serie de evoluciones internas que Marx in­tenta enumerar en diversos pasajes de sus «Esbozos». Menciona en concreto las si­guientes: tuvo que producirse una gran ampliación del tráfico de mercancías media­do a través del dinero, de manera que, con la orientación por el puro valor de cambio de los bienes, pudieron independizarse tam­bién motivos de «enriquecimiento» y «ganancia»; se requería, además, que por el incremento y la intensificación del traba­jo agrícola, dirigidos por la ganancia, que­dara libre una gran masa de individuos de cualquier ocupación, que ahora, «carentes de toda propiedad, estaban abocados a la venta de su trabajo, a la mendicidad, al va­gabundaje y al robo como única fuente de ganancia».

Sin embargo, desde el punto de vista de Marx, ambos procesos no bastan para crear los presupuestos económicos bajo los cuales pudo surgir el nuevo régimen de producción y propiedad de la «sociedad burguesa»; para ello se requería, además, la «acumulación» de un «caudal de dinero» en manos de un estrato de comerciantes que ahora, con los medios que acababan de ad­quirir, estaban en condiciones de comprar tanto las «condiciones objetivas» de la producción como el trabajo «que había quedado libre», para hacer que en adelante ambos trabajaran para el fin del incremento del beneficio propio. Con ello, para Marx la hora del nacimiento de la nueva forma de economía del capitalismo coincide con el momento histórico en el que los sujetos trabajadores, por primera vez en la historia humana, quedaron separados completamen­te de la disposición sobre los presupuestos objetivos de su actividad. A estos sujetos, apartados como jornaleros «sin gremio», peones o mendigos en territorios cerrados de la ciudad y «empujados hacia el estrecho camino del mercado de trabajo por la ame­naza de la horca, la picota y el látigo», no les queda otra posibilidad de sobrevivencia que la de vender su fuerza de trabajo «al comerciante y al usurero» para un intercam­bio (desigual), perdiendo de esa manera el último control sobre las condiciones de su propia actividad. Con eso surgió la fortuna en las manos de aquellos que se apropian el «trabajo ajeno», «sin intercambio real», la fortuna que desde ahora Marx llamará «capital». Y en amplias partes de sus «Es­bozos» analizará cómo este «capital» se convierte en un «medio activo… de la so­ciedad moderna», «toma» el «dominio general» sobre ella y somete a su propio dictado «el mundo entero de los disfrutes, de los trabajos, etc.». Es, sobre todo, el concepto de «medio activo» el que en estas formulaciones delata en qué medida Marx ya aquí intenta trasladar las propiedades del «espíritu» hegeliano a las del «capital».

Pero, prescindiendo de este rasgo problemá­tico de los «Esbozos», cuyas consecuencias negativas aparecerán de lleno por primera vez en el libro terminado algunos años más tarde, allí está expresado con firmeza el pensamiento que a partir de ahora sin duda permanecerá como el mayor mérito de la teoría del capitalismo desarrollada por Marx. En su análisis de la historia de la economía resalta con impresionante clarivi­dencia que la diferencia entre la nueva forma de producción capitalista y todas las ante­riores formas de producción más antiguas se cifra en ya no tener que asegurar la sub­sistencia de todos los miembros de la socie­dad y estar instalada, en cambio, de cara a una constante y creciente creación de valor y a conseguir el máximo rendimiento eco­nómico. Lo que desde el punto de vista de Marx constituye lo peculiar en esta cambia­da forma de economía, lo que para él deter­mina su especial posición histórica es el imperativo, unido al nacimiento del «capi­tal» privado, de tener que buscar oportuni­dades siempre nuevas de explotación pro­ductiva de fortuna monetaria, para poder sobrevivir en la lucha de concurrencia con otras empresas económicas. Podría decirse que el afán de «enriquecimiento», del que le gusta hablar en los «Esbozos», es para Marx no un rasgo fundamental de tipo psí­quico-cultural de la forma de producción recientemente surgida, no algo que se deba ante todo a un cambio histórico de actitud o mentalidad, sino un dictado de la conducta que nace con la necesidad estructural pro­ducida por el capitalismo de conseguir el máximo rendimiento económico.

Para Marx la hora del nacimiento de la nueva forma de economía del capitalismo coincide con el momento histórico en el que los sujetos trabajadores, por primera vez en la historia humana, quedaron separados completamen­te de la disposición sobre los presupuestos objetivos de su actividad

Antes de que yo muestre cómo Marx en sus «Esbozos» intenta entrelazar este análi­sis histórico de la economía con el diagnós­tico de la alienación, hemos de resaltar al­gunos puntos más que dan a conocer ya los rasgos fundamentales de su teoría madura de la sociedad. En primer lugar, llama la atención en sus exposiciones que aquí él reemprende el motivo familiar de la «alie­nación» del hombre, pero con una signifi­cación dramáticamente cambiada. En la sociedad moderna el «escindido» o dividido ya no es el hombre, que tiene, por una parte, la condición de «burgués» y, por otra, la de «ciudadano», sino que, más bien, el sujeto que trabaja, como individuo puntual, despo­jado de objetividad, está separado de todos los presupuestos de la producción que ori­ginariamente le pertenecen. La escisión que Marx encuentra tan indignante en la nueva formación de la sociedad corre a través del trabajador y separa ya no solo dos roles sociales que ha de poder dominar el hombre, sin poderlos unir. Este cambio en la descrip­ción de lo que separa entre sí las actuales relaciones sociales resulta de una segunda modificación del análisis de la sociedad desarrollado en los «Esbozos».

La sociedad moderna ya no es definida con Hegel como una contextura diferenciada funcionalmen­te, en la que el mercado y el Estado existen el uno junto al otro en una unidad muy tensa, sino como una configuración que coincide con el mercado en conjunto, de manera que parece como si no hubiera nin­gún lugar más para otras esferas sociales o ámbitos funcionales. En ninguna otra cosa se expresa con mayor claridad este nuevo rasgo en el análisis de la sociedad hecho por Marx como en su forma de usar el concepto de «sociedad burguesa». Ciertamente, él conserva esta categoría hegeliana y la usa también en su sentido, o sea, como designa­ción del mundo del comercio mediado por el mercado entre aisladas personas privadas, pero ahora se refiere con ello al conjunto de todos los procesos y las interacciones socia­les en la sociedad moderna, sin contar ya con el contraste de una esfera púbica de la vida estatal. Por eso en las «Esbozos» ya no se habla nunca del citoyen como el ciuda­dano político, que en la «cuestión judía» seguía manteniendo una existencia en som­bras. En el lugar de la antigua pareja de opuestos, a saber, el ciudadano político y el económico, el «citoyen» y el «burgués», se ha introducido ahora el antagonismo entre capitalista y trabajador, lo cual indica con claridad en qué medida Marx está persuadi­do entre tanto de que el análisis de las rela­ciones del capital proporciona la clave para una teoría universal de la sociedad.

En estos lugares centrales de cambio de dirección no reviste gran interés que sea una premisa problemática, o necesitada de fun­damentación, el hecho de partir de una vinculación natural o esencial del sujeto que trabaja a los presupuestos necesarios para su actividad, sean estos el campo que ha de cultivarse, los instrumentos usados u otros utensilios irrenunciables de la acción res­pectiva. Sin duda, se debe a intuiciones profundas la suposición de que la realización de tales trabajos transcurre con tanto más facilidad cuanto mayor seguridad hay de la disposición libre de las condiciones necesa­rias para ello. Pero convertir eso en una determinación esencial del trabajo sin duda exige un esfuerzo argumentativo superior al que Marx parece desarrollar. No vamos a poner en duda aquí que él, en su esbozo histórico de formación del capitalismo, re­salta de manera muy unilateral el desarrollo de las fuerzas de producción, el crecimiento de la población y las transformaciones, forzadas por ambos factores, en las formas de propiedad y economía. Sin duda, Marx en los «Esbozos» menciona una y otra vez, con mayor insistencia que más tarde en El capital, las «guerras» como sucesos que intervienen, acentúa también la importancia de la «colonización», e incluso concede un valor extraordinario a los cambios en las actitudes y en las orientaciones morales, que fueron necesarios antes de que se pudiera llegar a la acumulación originaria de capi­tal. Y, por otra parte, no se presta la aten­ción que sin duda merecen a la formación de Estados y a los cambios en las relaciones jurídicas y las relaciones de parentesco, así como a las transformaciones rápidas en los medios de comunicación. Más bien, todas estas innovaciones o transformaciones se entienden como adaptaciones funcionales al desarrollo de las relaciones de producción, de modo que en conjunto se tiene la impre­sión de un esquema de explicación reducido económicamente.

Pero, frente a estas preguntas, sometidas a suficiente discusión en el pasado, quiero poner en el centro de los «Esbozos» un problema distinto por completo, que a mi juicio reviste una importancia especial en el actual estudio crítico de Marx. Hemos visto ya que él, desde sus escritos tempranos, usa el concepto hegeliano de «sociedad burgue­sa». Sin embargo, ahora le da en los «Esbo­zos» una significación esencialmente más amplia; esa expresión ya no se reduce a la esfera de un intercambio mediado por el mercado entre personas privadas, sino que significa la totalidad de las instituciones y los procesos estructuralmente relevantes en la nueva sociedad en vías de desarrollo. A este respecto, Marx, por supuesto, aprovecha el hecho de que Hegel había hablado de las relaciones del mercado como una «socie­dad» burguesa, sin acentuar explícitamente que con ello no quería designar todo el sistema institucional de una sociedad deli­mitada en el plano nacional, sino en ella tan solo aquella parte que ha de ser «social» en el sentido de que aquí los sujetos están me­diados en exclusiva por relaciones de dere­cho privado.

Cuando ahora Marx usa la expresión hegeliana para esta esfera parcial, pero intenta designar con ella el carácter de la nueva sociedad en su totalidad, oscurece voluntaria o involuntariamente por dónde habrían de transcurrir propiamente los lími­tes entre los procesos económicos y el resto de la vida social; más bien, sugiere tan solo, sin hacerlo explícito, sin definir la amplia­ción del concepto como tal, que el capital ha penetrado en todos los poros de la socie­dad moderna y la determina en cada uno de sus diversos sectores. De acuerdo con esto, en un pasaje de los «Esbozos» dice con toda claridad que el «capital constituye la ‘cons­trucción’ interior de la sociedad moderna». Con esta estrategia conceptual, Marx invitó a sus sucesores a usar la categoría del «ca­pitalismo», que él no utilizó nunca, con amplio margen de arbitrariedad; se pudo designar con ello a veces tan solo una deter­minada forma de economía acuñada por la coacción a la acumulación de capital, y otras veces también la sociedad moderna en su totalidad, con independencia de si todas sus esferas están sometidas de hecho al dictado del capital.

Tan pronto como pase a tratar con breve­dad el diagnóstico de la alienación en los «Esbozos», aparecerá con claridad que este matiz difuso del concepto en Marx es más complicado todavía. En efecto, la tesis se­gún la cual los sujetos que trabajan están escindidos en la nueva forma de economía, o sea, existen separados de la disposición sobre las condiciones de producción que propiamente les corresponden, constituye tan solo una parte de las patologías sociales, que Marx atribuye a la sociedad moderna; la otra parte de mayor importancia es para él la «alienación», bajo la cual, según su persuasión, sufren no solo los trabajadores, sino todos los miembros del nuevo orden de la sociedad. Según Marx, esa «alienación» en la economía capitalista se da porque aquí los sujetos, en virtud de la apariencia de que los productos objetivados del «trabajo vivo» poseen una autonomía frente a este, tienen que experimentarse a sí mismos como des­pojados de todo poder de acción, como pasivos y expuestos sin remedio a las rela­ciones objetivas. Lo que Marx tiene en mente a este respecto es, sin duda, algo así como el hecho de que los miembros de la sociedad en sus persuasiones cotidianas tienden a entender las mercancías y las instalaciones modernas como seres activos dotados de poder propio, frente a los cuales ellos son impotentes por completo y caren­tes de toda posibilidad de influir. Si susti­tuimos aquí lo que Marx llama «condiciones personificadas de producción» por la ex­presión «Dios», se pone de manifiesto in­mediatamente la resonancia de la religión de Feuerbach.

En los «Esbozos» dice con toda claridad que el «capital constituye la ‘cons­trucción’ interior de la sociedad moderna». Con esta estrategia conceptual, Marx invitó a sus sucesores a usar la categoría del «ca­pitalismo», que él no utilizó nunca, con amplio margen de arbitrariedad

De todos modos, en tales pasajes acerca de la «alienación», que abun­dan en los «Esbozos», se trata de decir algo no sobre la peculiaridad de la nueva forma de economía, ni tampoco sobre lo específi­co de la sociedad moderna, sino sobre el carácter de la forma de conciencia cotidiana de las ciudadanas y los ciudadanos coetá­neos; el objeto del análisis que lleva a cabo Marx cuando él habla del estado actual de la «alienación» es la cultura o la forma de vida de aquella sociedad nueva que a su juicio está acuñada económicamente por la coacción a la acumulación del capital. Pero con ello puso en marcha un proceso, pres­cindamos de si en forma voluntaria o invo­luntaria, en el que de pronto podía enten­derse por «capitalismo» un todo cultural, una forma de vida y pensamiento que se distingue manifiestamente de todas las for­mas de existencia anteriores del hombre. Y luego, con las investigaciones del joven Lukács sobre la «cosificación» y con la afirmación de un «nexo de ofuscación» por parte de Adorno, esta forma de hablar pron­to se convirtió en un lugar común teórico. Pero, según parece, con ello se produce una completa confusión teórica; en efecto, según el contexto, la preferencia personal o la intención política, con el concepto de «ca­pitalismo» puede entenderse una forma de economía impulsada por la búsqueda ince­sante de oportunidades de rendimiento provechoso, un sistema de sociedad domi­nado por eso en su totalidad, o una cultura acuñada por la «cosificación». Si ahora nos dirigimos a El capital, se pondrá de mani­fiesto que precisamente esta falta de preci­sión conceptual contribuirá a que Marx presente el capitalismo como un sistema cerrado, que sigue desarrollándose en «for­ma de espiral».

III

A primera vista, una de las grandes apor­taciones de los tres tomos sobre El capital está, sin duda, en ir constantemente mucho más allá de los límites de un mero análisis económico y examinar también el estado de la nueva sociedad en conjunto, así como su específica cultura o forma de vida. Sobre todo en el primer tomo de su escrito, publi­cado en 1867, Marx sabe entrelazar con extraordinaria habilidad la exposición del proceso de producción del capital con ob­servaciones sobre el destino de otras esferas y con formas típicas del pensamiento de su época, y esto de tal manera que puede darnos la impresión de tener ante nosotros el retra­to de una formación completa de la socie­dad. Marx se abrió la posibilidad de seme­jante perspectiva totalizadora a través de una decisión metódica, que sin duda llegó a madurar de manera definitiva por primera vez a finales de la década de 1850; entonces se debatía con la cuestión de cómo había de presentar en forma unitaria la cantidad de material reunido en los «Esbozos», y a la postre llegó a la solución de usar para ello el método de exposición del sistema hege­liano. Para su propio campo eso equivalía a identificar en el sistema económico del presente una fuerza semejante a un sujeto, la cual había de asumir aquella función del espíritu en Hegel que lo penetra todo; y para eso, según parece, no se le ofrecía ninguna otra magnitud que la de «capital», del que había hablado ya con frecuencia en los «Esbozos» como de un «medio activo» o un sujeto activo.

No reviste aquí gran interés la cuestión de cómo Marx procedió en par­ticular a trasladar el concepto hegeliano de «espíritu» al de «capital» en su obra princi­pal, la de si él quería contraminar crítica­mente el proceso unilineal del «capital» mediante una captación ocasional de los daños producidos en el mundo de la vida, o incluso quiso añadir otros modelos litera­rios de cara a la forma de exposición. Para el problema que quisiera tratar a continua­ción solo reviste interés el hecho de que Marx, con la orientación por el sistema he­geliano, elige una perspectiva que le permi­te atribuir a una magnitud puramente eco­nómica, para la que elige la fórmula técnica D-M-D’ (dinero-mercancía-dinero), la capacidad o fuerza de acuñar y configurar la sociedad existente en el ancho de banda de todas sus instituciones esenciales y sus costumbres de pensamiento. Acerca de esta estrategia metódica, que es el centro de ro­tación y el punto cardinal de la teoría de Marx sobre la sociedad, quisiera mostrar que en repetidas ocasiones topa con problemas, pues no logra someter por completo el ma­terial trabajado al esquema directivo de in­terpretación. Mi tesis es que los fenómenos expuestos se resisten en ciertos pasajes a ser entendidos tan solo como resultado de un proceso de constitución del capital como entidad autónoma, pues tienen estructuras o contenidos dotados de firme peculiaridad. Si esta suposición es acertada, habremos de decir en todo caso que la aparente grandeza peculiar de la teoría marxista de la sociedad constituye también su mayor defecto. En su análisis, la economía, la sociedad y la cul­tura modernas habrían de ser presentadas como esferas sometidas a un único principio, pero en muchos puntos la materia corres­pondiente no obedece al propósito director.

Por muchas razones, parece obvio decir que esa nivelación entre el material y el procedimiento expositivo del «capital» co­mienza allí donde Marx, ya al principio de su primer tomo, habla de las formas de conciencia que supuestamente son típicas de todos los miembros de las sociedades modernas, o sea, quiere abordar la mentali­dad cotidiana de los individuos coetáneos. Aquí, en la famosa sección sobre el «carác­ter de fetiche de la mercancía», pieza maestra en el plano estilístico, trata de nuevo su antiguo tema de la «inversión», pero intenta darle ahora una forma precisa. A tenor de la famosa formulación, cada uno de los participantes en el intercambio am­pliado de mercancías, por tanto, en principio todo miembro de la nueva sociedad «bur­guesa», se ve obligado a desconocer el «carácter social» del «propio trabajo» y, en su lugar, a percibir como «relaciones socia­les» las relaciones recíprocas de las mercan­cías producidas, revestidas de forma mone­taria. Según Marx, bajo las condiciones dadas, se tuvo que llegar con necesidad a esa confusión categorial de objetos mera­mente cósicos con seres vivos, de objetos que en apariencia mantienen entre sí rela­ciones sociales, porque el individuo ya no puede reconocer detrás de las mercancías intercambiadas en el mercado el trabajo allí invertido y coordinado socialmente, de ma­nera que en su lugar las mercancías mismas son tenidas por los auténticos autores de la coordinación social.

En su análisis, la economía, la sociedad y la cul­tura modernas habrían de ser presentadas como esferas sometidas a un único principio, pero en muchos puntos la materia corres­pondiente no obedece al propósito director

Si quisiéramos repro­ducir este diagnóstico en el lenguaje coti­diano, quizá podría decirse que, según la afirmación de Marx, los miembros de la sociedad capitalista tienden casi en forma de reflejo a dotar de un poder activo de configuración al mundo circundante de mercancías y, en cambio, a entenderse a sí mismos como referidos entre sí como cosas carentes ya de libertad y vida. Es cierto que esta tesis fuerte puede reivindicar una cierta plausibilidad a su favor, pues es posible que, con frecuencia, en el consumo de mercan­cías se olvide por desconocimiento o indi­ferencia la masa de trabajo concreto gastado en su confección y, en consecuencia, ellas se nos presenten como algo extraño por completo, pero la conclusión que saca Marx es insostenible y en gran media super­puesta. En efecto, el hecho de que no perci­bamos en los bienes intercambiados toda la red de las actividades que han entrado en ellos no puede llevarnos a concluir sin más que, por eso, dotamos ya en el plano cogni­tivo el mundo de las mercancías de una vi­talidad y subjetividad que solo nos corres­ponde a nosotros los hombres. En cualquier caso, de esta reserva no puede sacarse el tipo de objeción inmanente que yo he presentado antes cuando hablaba de la escabrosa tensión entre material y forma de exposición en el El capital de Marx, pues en las exposiciones correspondientes el autor en ningún lugar hace que hable el material histórico mismo y, por tanto, no se refiere a fenómenos reales de su tiempo, de modo que estos tampoco pueden esgrimirse críticamente contra su exposición sistemática.

La sección sobre el «carácter de fetiche de las mercancías» es más bien el resultado de algunas premisas relativas a la ilusoria vida propia de mercan­cías, y no se deduce de una confrontación teórica con hallazgos sobre costumbres fácticas de pensamiento de la población existente. La cosa es diferente por completo en dos apartados, igualmente importantes, que se encuentran doscientas páginas des­pués de las exposiciones sobre el «carácter de fetichismo», que acabamos de tratar con brevedad. En estas secciones posteriores, que cierran el capítulo octavo sobre la «jor­nada de trabajo», Marx, una vez que ha sacado a la luz el misterio de la producción de plusvalía, de D-M-D’, expone la «lucha en torno a la jornada normal de trabajo» en la legislación inglesa en relación con las fábricas, y aquí por fuerza tiene que hablar el material histórico, que en consecuencia puede examinarse en lo que se refiere a su compatibilidad con el esquema interpretati­vo de la fuerza del «capital», que lo confi­gura todo.

Marx comienza su descripción de las luchas que se han desarrollado en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX, en torno a la limitación de la jornada laboral, con un resumen de la situación asoladora en la que se encontraban los trabajadores asa­lariados a principios del nuevo siglo por falta de una regulación jurídica. Puesto que, desde el nacimiento de la «Revolución in­dustrial», de momento no se había impues­to ninguna barrera al «capital» en la confi­guración de la jornada laboral, este podía celebrar verdaderas «orgías» y prolongar el tiempo de trabajo de hombres, mujeres y niños «hasta los límites de las 12 horas del día natural (.)», para sacar de la explotación un provecho tan alto como fuera posible. Ya en estos primeros pasajes de la nueva sección, se pone de manifiesto que el autor ahora dejará curso libre a su gran talento, demostrado en escritos anteriores, a la ca­pacidad de exponer con abierta ironía los sucesos históricos como una compleja mez­colanza de los más diversos intereses de grupos. En consecuencia, Marx expone en las próximas veinticinco páginas no solo diversas fracciones del capital y el mundo de los trabajadores, que se va organizando poco a poco, sino que se refiere también a la voz legislativa del paramento inglés y los «inspectores de las fábricas», que actúan por encargo suyo. Por supuesto, son estos dos últimos actores los que a continuación me­recen toda nuestra atención, ya que parecen no encajar bien en el esquema presentado hasta ahora de una progresiva autonomía del capital, dado que representan el interés del «derecho» por regular el tiempo de trabajo con el fin de proteger a los obreros asalaria­dos. De repente, sin preparación a través de todo lo que podía leerse antes, ya en la ter­cera página del informe de Marx aparece la palabra parlamento, en primer lugar tan solo en lo relativo a la intención de regular legal­mente el trabajo de niños y de limitarlo en su duración.

El individuo ya no puede reconocer detrás de las mercancías intercambiadas en el mercado el trabajo allí invertido y coordinado socialmente, de ma­nera que en su lugar las mercancías mismas son tenidas por los auténticos autores de la coordinación social

Las diversas medidas contra­rias del capital, por pérfidas que sean para Marx, traen poco fruto según su exposición; por el contrario, ya dos páginas adelante (entre tanto estamos en el año 1844) leemos que un «nuevo decreto relativo a las fábri­cas» ha tomado bajo su protección a «las mujeres de más de 18 años» y ha reducido a 12 horas el trabajo permitido de estas. Tal como sigue relatando Marx, desempeñan una función especial en el cumplimiento de estas regulaciones del trabajo los inspectores de fábrica, que, dejando aparte intimidacio­nes y ofertas de soborno, controlan meticu­losamente si también los señores de la fá­brica cumplen con suficiente rigor las nuevas disposiciones. Y, por supuesto, nos pregun­tamos con admiración de dónde pueden venir los nuevos resortes normativos en un sistema social que hasta ahora estaba cons­tituido tan solo por el capital, unos resortes que han podido capacitar a estos funciona­rios de la administración estatal para cumplir con tanta decisión su encargo jurídico. Por si eso fuera poco, una página más adelante Marx ha de constatar de nuevo que, en el curso del mismo año 1844, un complemen­to al «anterior decreto sobre fábricas» pres­cribe con efecto vinculante que el tiempo de trabajo de todos los obreros asalariados se limite de manera «general y uniforme» a doce horas. Ahora bien, para despejar con rapidez la pregunta antes planteada, hemos de preguntarnos cómo es que luego en el texto, en dos frases que aparecen sin nada interpuesto, pero que se contradicen entre sí, el autor dice, por una parte, que todas estas innovaciones jurídicas son «leyes na­turales de la moderna forma de producción» y, por otra, que son el «resultado de largas luchas de clases».

La perplejidad de Marx, que se revela en esta sorprendente contradicción, a la hora de explicar cómo fue posible esa intromisión del derecho en condiciones de dominio del capital, sin duda ha de valorarse como una referencia clara a las grandes dificultades que él experimenta en el intento de someter a un control teórico su propio material. Sin duda, todo lo que él puede relatar histórica­mente habla a favor de que aquí ha de ad­mitirse una entrada en acción, por iniciativa del Estado, de derechos liberales de protec­ción y libertad en la esfera del mercado de trabajo, pero Marx no quiere percatarse precisamente de eso, por lo cual recurre al subterfugio de explicaciones sustitutivas redactadas con rapidez, que se excluyen las unas a las otras. La primera de ellas consis­te en decir que pertenece por completo a la naturaleza del capitalismo no permitir que se deteriore el bien aprovechable inherente a la mercancía de la fuerza de trabajo; la segunda, en cambio, que ha sido la lucha exitosa de la clase trabajadora la que forzó al Estado a la intervención jurídica.

Si se­guimos persiguiendo las exposiciones his­tóricas en torno a la lucha por «la jornada normal de trabajo», ya no cambia nada más en esta oscura estrategia de negar toda ac­ción autónoma a las intervenciones jurídicas del Estado; tampoco en las páginas que si­guen quiere Marx conceder a ningún precio que los derechos liberales, una vez procla­mados públicamente, podían obligar a los actores estatales a emprender desde sí mismos una acción que ha de servir a la protección de la incolumidad corporal de sus ciudadanos y ciudadanas. Sin duda, encontramos una y otra vez en sus informa­ciones datos empíricos que habrían de su­gerir precisamente eso, así el de que la «legislación» se vio «forzada» a abandonar poco a poco todo carácter de excepción y a someter todos los puestos de trabajo a las mismas reglas jurídicas, como si actuara aquí una necesidad de generalización inter­na al derecho; pero nunca saca de tales constataciones la consecuencia de conceder al derecho moderno un cierto grado de in­dependencia normativa; y con ello Marx echó a perder ya en este pasaje temprano de su investigación la oportunidad de presentar la evolución de la sociedad moderna como una pugna duradera entre democracia de derecho constitucional y economía capita­lista.

No es más convincente Marx cuando en la misma sección intenta explicar la crecien­te resistencia de los trabajadores contra las nuevas relaciones de producción; también allí los datos históricos en los que se apoya hablan en definitiva un lenguaje distinto del que oficialmente admite su principio de exposición. Este exigiría, tal como Marx pone en claro con suficiente frecuencia, interpretar el rechazo revolucionario del proletariado de manera inmanente por com­pleto como un movimiento contrario produ­cido por el capital mismo. Si la sociedad moderna ha de estar constituida y ha de mantenerse unida tan solo por la propia actividad del capital, es obvio que también toda resistencia contra ella ha de salir de esta actividad. Según la fórmula con la que Marx en el presente contexto perfila la intención correspondiente, el «movimiento obrero» crece «instintivamente de las relaciones de producción»; y, de hecho, en muchos lu­gares de su libro intenta someter a prueba semejante automatismo a manera de acto reflejo en el nacimiento de la resistencia proletaria. Pero mucho de lo que Marx desarrolla en su esbozo histórico sobre el movimiento obrero que germina en Inglate­rra no concuerda con este propósito metó­dico. En efecto, de manera sorprendente, allí se dice, entre otras cosas, que «la fuerza motriz de la clase trabajadora (…) creció con el número de sus aliados en los estratos sociales no interesados de manera inmediata». Con ello se refiere al clima moral en el conjunto de la sociedad, al que aquí se concede una sorprendente plasticidad y un espacio de juego que va mucho más allá de la lucha de clases.

Marx dice en ese contex­to que en «Norteamérica», puesto que allí existe todavía la esclavitud, apenas puede echar raíces un «movimiento obrero independiente»; con ello, en el plano histórico esgrime condiciones favorables o perjudi­ciales; ambas cosas son un claro indicio de que el éxito de la resistencia proletaria no puede ser el resultado de un automatismo. Más bien, en un pasaje Marx habla incluso de que el despertar del movimiento obrero en Inglaterra se debe a «un nuevo nacimien­to moral de los trabajadores de fábrica». Con ello el autor incluye en su investigación una magnitud que propiamente no debería tener cabida en ella. En efecto, ¿qué han de significar «moral» e impulsos, persuasiones y sentimientos morales en un contexto don­de en principio solo deberían desempeñar una función los intereses engendrados por el movimiento del capital y ligados a la si­tuación de clase? Marx, según la manera de entender su propio proyecto, no puede con­ceder a la «moral», como tampoco al «de­recho», un poder independiente de configu­ración en el sistema capitalista; pero de hecho aquí, en un lugar poco relevante de su digresión histórica, de pronto aparece la moral como una fuerza motriz en el aconte­cer histórico de la nueva formación de la sociedad.

Si la sociedad moderna ha de estar constituida y ha de mantenerse unida tan solo por la propia actividad del capital, es obvio que también toda resistencia contra ella ha de salir de esta actividad

De todo eso no podemos menos de dedu­cir, en primer lugar, que a Marx le cuesta notables esfuerzos mantener su propio prin­cipio de exposición: el principio de que el movimiento del capital tiene la fuerza de configurar la sociedad, tan pronto como dota la materia tratada de un mínimo soplo de realidad histórica concreta. Digamos en lenguaje metafórico que, en tales lugares, se anuncia firmemente la sociedad moderna con su Estado constitucional y con sus propios resortes morales, para protestar contra su subsunción bajo el esquema de interpretación aplicado a ella. Sin duda, hay lugares en los que Marx mismo intenta llenar alguna de sus categorías directivas con vida social. Pero ¿qué diremos si la forma de estas en la so­ciedad moderna es más compleja de lo que la teoría permite en el plano normativo y el cultural?

Hasta ahora hemos visto solamen­te en la «lucha por la jornada normal de trabajo» que, si se levanta una vez la cortina del principio metódico de exposición, apa­rece detrás una serie de fenómenos sociales que Marx no pudo prever propiamente, en concreto: una legislación estatal, que actúa a favor de los trabajadores; «aliados de es­tratos sociales que no están interesados in­mediatamente»; «inspectores de fábrica» que actúan de manera estricta conforme al dere­cho; y, no en último término, un proletariado que no sigue sus intereses, sino persuasiones morales. Al final quisiera preguntar: ¿qué pasaría, por tanto, si en relación con todos los conceptos usados por Marx en El capital pudiera decirse que ellos tienen un lado inferior no tematizado, un estrato, no permiti­do por el método, con el que están anclados en el mundo de la vida social de la sociedad moderna? Entonces, sin duda, habría que invertir el movimiento realizado por Marx en el curso de su evolución intelectual y no entender la sociedad como producto de la economía capitalista, sino entenderla como su base y marco institucional. ­

IV

Si miramos una vez más, a manera de resumen, las estaciones particulares de mi reconstrucción, se pone de manifiesto que Marx, en el desarrollo de una teoría de la sociedad, sigue la línea de una creciente ampliación de los límites del concepto de «sociedad burguesa». Si en los primeros escritos, con apoyo en Hegel, mediante ese concepto Marx se refería solamente a aquel ámbito parcial de la sociedad coetánea en el que anida el mercado económico y que se contrapone al Estado como esfera de impor­tancia pública, desde el principio de su ocupación con la economía política entien­de en media creciente bajo esa expresión el conjunto de las nuevas relaciones sociales. Ahora designa como «sociedad burguesa» ya no solo el mercado o, con sus propias palabras, la producción ampliada de mer­cancías con el aprovechamiento capitalista de la fuerza de trabajo, sino el todo de la formación social que toma cuerpo precisa­mente ahora, incluidas sus instituciones jurídicas, su cultura y sus formas de relación. Pero con ello, según el resultado al que de momento he llegado en mi conclusión, den­tro de la teoría de la sociedad de Marx se pierde el límite entre la economía y los de­más ámbitos de la sociedad moderna; en él, todo lo que parece tener una existencia au­tónoma, no constituida económicamente, ha de entenderse más bien como una configu­ración social acuñada o preformada ya por el capital. En los «Esbozos», a los que he prestado atención en el segundo paso, Marx examina cómo, ante la masa del material económico que ha de elaborar, puede llegar a una exposición unitaria (de momento, transitoriamente) de esta relación de la so­ciedad capitalista, que se ha convertido en un sistema. Inseguro todavía de cómo puede lograr eso, aquí concede todavía un espacio mayor de juego a la realidad social, pero ya muestra una tendencia fuerte a entender tanto la cultura como las instituciones bási­cas de la nueva sociedad tan solo como re­sultado de sus relaciones económicas de producción.

Por primera vez en su escrito El capital, que es el último estadio de mi reconstrucción, encontró Marx de manera definitiva la respuesta al problema de la exposición, que lo tuvo ocupado durante un largo periodo de tiempo. Con una coherencia digna de admiración, intenta comprender el movimiento del capital, «ávido de plusva­lía». Siguiendo el modelo de la actividad del «espíritu» hegeliano, se propone entender ese movimiento como un proceso en el que el capital, como un sujeto creativo, se apro­pia poco a poco de todos los ámbitos de la vida social y los configura con su sobria actitud calculadora. De todos modos, tal como he querido mostrar al final, este ma­terial empírico de la vida social se resiste a someterse a tal principio de exposición. En efecto, siempre que Marx quiere mostrar en la realidad social misma, sea de manera empírica o fenomenológica, en qué medida las relaciones entre tanto están acuñadas por el capital, estas hablan con claridad un len­guaje distinto del usado en el principio de exposición. En cualquier caso, la pregunta que se impone, y con la que he terminado, es la de si esa tensión entre materia y méto­do ha de extenderse a todos los conceptos constitutivos de El capital, mucho más allá de los pasajes históricos.

Den­tro de la teoría de la sociedad de Marx se pierde el límite entre la economía y los de­más ámbitos de la sociedad moderna; en él, todo lo que parece tener una existencia au­tónoma, no constituida económicamente, ha de entenderse más bien como una configu­ración social acuñada o preformada ya por el capital

Es interesante que en la obra principal de Marx haya una categoría clave, acerca de la cual él afirma que toda su naturaleza tiene un carácter «ambivalente», pues con ella se designa una función económica cuya efec­tividad no puede esclarecerse de manera adecuada sin recurrir al mundo social de la vida. Esa categoría es la «mercancía»; acer­ca de ella leemos ya en el capítulo I del tomo I que su «valor de cambio» en la actividad económica solo puede realizarse si a la vez dispone de un «valor de uso», que consiste en su «utilidad» para una comunidad que cambia de manera constante en sus necesi­dades y costumbres. Si entendemos aquí el valor de uso como el lado inferior material del valor de cambio, o sea, como aquello con lo que este está radicado en la vida so­cial, queda claro inmediatamente que la mera parte económica de la categoría es demasiado indeterminada como para que de hecho pueda ser útil en la explicación de procesos económicos. Qué dirección toma el desarrollo de las necesidades sociales, y qué forma asumen en un determinado mo­mento de tiempo, son cuestiones que no pueden deducirse del valor de cambio de una mercancía, sino que han de explicarse por el valor de uso, que se transforma según las circunstancias históricas, el clima moral y las costumbres culturales.

Y pronto des­pués de Marx se desarrolla una industria de la publicidad, que él no previó, la cual pone con rapidez todo su empeño en influir en las necesidades de los consumidores, de tal manera que los bienes destinados a la venta logran también de hecho el valor de cambio esperado por la parte del capital. Esta evo­lución, cuya efectividad sin duda se ha in­crementado de manera considerable entre tanto por la red digital, no puede menos de recordarnos igualmente que la mera catego­ría económica no puede aplicarse sin mati­zaciones a la realidad social; para ello se requiere siempre tener en cuenta ante todo un mundo social de la vida en el que las necesidades y los deseos se desarrollan de acuerdo con una lógica cultural, a la que Marx no tiene acceso alguno en el marco de su método de exposición. Fue el gran méri­to de Thorstein Veblen, con su categoría de la «conspicuous consumption», de la «ex­hibición en el consumo», haber dejado en claro en qué medida tan amplia la utilidad de un bien, o sea, su «valor de uso», está sometida a la interpretación que de hecho hacen los miembros de una sociedad.

Cosas parecidas a lo dicho sobre el valor de cambio pueden decirse también acerca de todos los demás conceptos usados en El capital. Casi todos ellos disponen, a veces más y a veces menos, de un lado inferior material por el que están enlazados con las multiformes evoluciones en la ensambladu­ra conjunta de la sociedad, de tal manera que sin tener en cuenta esto no puede averiguar­se nada sobre la acción fáctica de la magni­tud designada por el concepto respectivo. Si comenzamos con el «capital», la categoría central del libro de Marx, su sustrato mate­rial, por el que está ligado a la sociedad en el proceso de cambio, se cifra en el espacio de juego jurídico y moral que se les pone en cada momento histórico al logro de réditos y a la formación de monopolios. Otro tanto digamos del concepto contrapuesto, del «trabajo», en el que se da todo un haz de tales conexiones materiales, pues no solo la medida de su productividad, o sea, de la al­tura de su valor de uso para la sociedad, sino también la manera de su producción o preparación, dependen en alto grado de la constitución institucional y de las reglas normativas de la sociedad entera. A esto se añade que la distribución del trabajo remu­nerado acostumbra a transcurrir a través de mecanismos oclusivos por medio de límites jerárquicos de grupos, que también están anclados profundamente en la estructura de las sociedades modernas, tanto en el nivel pequeño como en el grande, a través de prácticas eficaces del predominio «blanco» o «masculino». En todos esos casos se trata de radicaciones del trabajo social en la ensambladura institucional de la sociedad, que Marx no es capaz de llegar a conocer, pues él desliga su concepto director de las raíces materiales.

Como último ejemplo aduciremos la categoría de la «explotación», que de nuevo el autor de El capital intenta determinar económicamente, cuando en realidad tiene un lado inferior que también penetra profundamente en el ámbito de la vida social. En concreto, el que la apropia­ción de más trabajo se fuerce por la amena­za de violencia física, se arranque del alma por la simulación de una seductora magna­nimidad patriarcal, o por la concesión de un cierto grado de con-determinación, aunque solo sea incipiente, sin duda implica una diferencia notable para el mundo de la expe­riencia de los afectados, y también para la productividad económica de las empresas. Todo lo que se discute dentro de una socio­logía crítica del trabajo desde hace algunos decenios bajo lemas como «manufacturing consent» o «labour process» tienen una ra­dicación en el mundo de la vida a través de este lado inferior material de producción de plusvalía. Los ejemplos que acabamos de aducir pueden bastar para apoyar la tesis de que Marx actuó falsamente al intro­ducir y tratar sus conceptos directivos como si cada uno de ellos no poseyera aquel doble aspecto que en su libro se atribuye en exclusiva a la categoría de la «mercancía». Todos los fenómenos de tipo económico que él introduce en su obra poseen lo mismo que la mercancía, aunque en grados diferentes, la propiedad de tener un lado exterior pura­mente económico, con frecuencia incluso cuantificable; y, además, tienen en su interior la peculiaridad de permanecer entrelazados de la manera más estrecha con los procesos culturales y normativos en su entorno social a través de «mecanismos simbióticos», usan­do una expresión de Luhmann.

Luego Marx cometió un grave error cuan­do en la década de 1850 empezó a designar con el concepto de «sociedad burguesa», heredado de Hegel, ya no solo el mercado capitalista, sino la sociedad moderna en conjunto. Con este paso, por audaz y revo­lucionario que fuera, quedó privado en adelante de toda posibilidad de estudiar el proceso capitalista de la economía en el ancho de banda de todas las formas institu­cionales que él puede adaptar bajo el influ­jo de cambios en la cultura social, en la moral institucional y en el derecho. En la nueva formación de la sociedad para Marx el mercado capitalista no tiene ya ningún fuera social, tal como ha intentado formu­larlo Karl Polanyi, recurriendo a conceptos del mundo de la vida, para explicar desde sus impulsos morales la posibilidad cons­tante de movimientos contrarios frente al mercado desencadenado. Luego el error de este primer paso se hizo más profundo cuando Marx, a finales de la década de 1850, tomó la decisión de utilizar el procedimien­to del sistema hegeliano para organizar conceptualmente la exposición del capita­lismo, entendido entre tanto como «sistema» y equiparado con la sociedad. Al proceder así, se veía forzado a describir el capital como un sujeto que se abre paso a través de todos los fenómenos sociales, de modo que en su teoría no quedaba ya ningún espacio para configuraciones que no estuvieran acuñadas de manera económica y gozaran de autonomía propia, es más, para la socie­dad como tal.

Por tanto, el error de Marx no consistió en que él, partiendo de un amplia­do intercambio equivalente, intentara des­cribir el movimiento del capital como un proceso, que amenaza con incorporarse to­das las actividades sociales y configurarlas de acuerdo con sus propias leyes. Por el contrario, sin duda fue el gran mérito de su análisis del capitalismo el que, ya a media­dos del siglo XIX, pusiera de manifiesto con qué dinámica y poder el imperativo de la acumulación capitalista en el futuro exigirá la apertura de espacios cada vez nuevos para la obtención de beneficios y, de esta manera, infligirá daños en cada caso a los presupues­tos civiles de las democracias constitucio­nales. En las condiciones sociales del pre­sente, que de todos modos tampoco pueden considerarse definitivas, este proceso ha asumido la forma paradójica de que los lo­gros del bienestar creados contra él poco a poco comienzan a convertirse ellos mismos en una nueva fuente de incremento del be­neficio, mediante una privatización que va unida a un vaciamiento del núcleo jurídico de tales logros. El error de Marx consistió más bien en no ver que el mismo proceso en cada una de sus estaciones está ligado por algo así como hilos invisibles a las relacio­nes institucionales de la sociedad, que en cada caso, según su clima moral, su organi­zación jurídica y su constelación política, pueden influir en el curso de tal proceso. Es la constitución política, jurídica y moral de la sociedad la que establece qué carácter asume en cada caso la acumulación capita­lista, y no a la inversa, tal como Marx pare­cía creer en su teoría madura del capitalismo.

F+ Un enfoque hegeliano hoy

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FILOSOFÍA&CO - Un enfoque hegeliano hoy 1

El presente artículo aborda el tema de la vigencia de la filosofía hegeliana en el pensamiento contemporáneo, interrogándose acerca de las posibles significaciones de la obra de Hegel en relación con algunas de las principales corrientes del siglo XX. Con tal fin, el artículo toma como punto de partida un análisis del libro de Paul Livingston The Politics of Logic, planteando un esquema de comprensión alternativo de las rupturas especulativas y metafísicas que repercuten en la filosofía contemporánea. A partir de la puesta en discusión de la hipótesis de Livingston se abre la posibilidad de una recuperación del pensamiento hegeliano. La rehabilitación de un enfoque hegeliano permite superar las limitaciones de los enfoques paradójico-crítico y genérico elaborados por Livingston. El enfoque hegeliano así entendido propicia una aproximación a la totalidad social que tenga en cuenta la necesidad de dar un paso atrás de la crítica directa al análisis del antagonismo inmanente en el fenómeno que se critica, centrándose en cómo nuestra propia posición crítica es parte del fenómeno que critica.

Por Slavoj Žižek, International Director The Birkbeck Institute for the Humanities Malet Street

Me defino a mí mismo como un hegeliano, pero ¿a qué Hegel me estoy refiriendo? ¿Desde dónde estoy hablando? Para simplificarlo al máximo, la tríada que define mi posición filosófica es la de Spinoza, Kant y Hegel. Posiblemente Spinoza sea la cumbre de la ontología realista: existe una realidad substancial ahí fuera y podemos llegar a conocerla a través de nuestra razón, disipando el velo de las ilusiones. El giro transcendental de Kant introduce aquí una brecha fundamental: nunca podemos tener acceso al modo en que las cosas son en sí mismas, nuestra razón está confinada en el dominio de los fenómenos y, si intentamos ir más allá de los fenómenos hacia la totalidad del ser, nuestras mentes quedan atrapadas en necesarias antinomias e inconsistencias. Lo que hace Hegel aquí es plantear que no hay realidad en sí misma más allá de los fenómenos, lo que no significa para nada que todo lo que hay sea la interacción de los fenómenos. El mundo fenoménico está marcado por la barrera de la imposibilidad, pero más allá de esta barrera no hay nada, ningún otro mundo, ninguna realidad positiva, así que no estamos volviendo al realismo pre-kantiano; es solo que lo que para Kant es la limitación de nuestro conocimiento, la imposibilidad de alcanzar la cosa-en-sí-misma, está inscrita en esta cosa misma.

Pero, de nuevo, ¿puede Hegel desempeñar todavía el papel del horizonte insuperable de nuestro pensamiento? ¿Acaso la ruptura con el universo metafísico tradicional, la ruptura que define las coordenadas de nuestro pensamiento, no tiene lugar posteriormente? La muestra más segura de esta ruptura es la reacción instintiva que nos invade cuando leemos algún clásico de la metafísica —algo nos dice que hoy en día sencillamente ya no podemos pensar de ese modo… ¿Y acaso esa reacción instintiva no nos invade también cuando leemos las especulaciones de Hegel acerca de la idea absoluta, etc.? Hay un par de candidatos para esta ruptura que hace que Hegel ya no sea nuestro contemporáneo, empezando por el giro post-hegeliano de Schelling, Kierkegaard y Marx, pero este giro puede fácilmente explicarse en términos de una inversión inmanente del tema idealista alemán. Respecto a los asuntos filosóficos que han predominado en las últimas décadas, una nueva y más convincente argumentación acerca de esta ruptura fue presentada por Paul Livingston, quien, en su The Politics of Logic, la sitúa en el nuevo espacio simbolizado por los nombres de «Cantor» y «Gödel», donde, por supuesto, «Cantor» está por la teoría de conjuntos que, por medio de procedimientos autorreferentes (conjuntos vacíos, conjuntos de conjuntos), nos obliga a admitir una infinidad de infinitos, y «Gödel» por sus dos teoremas de incompletitud que demuestran que —para simplificarlo al máximo— un sistema axiomático no puede demostrar su propia coherencia puesto que genera necesariamente afirmaciones que no pueden ser ni probadas ni refutadas por él.

Con esta ruptura entramos en un universo nuevo que nos obliga a dejar atrás la noción de una visión coherente de (toda) la realidad (hasta el marxismo, por lo menos en su forma predominante, puede verse todavía como una manera de pensar que pertenece al viejo universo: elabora una visión bastante coherente de la totalidad social, en algunas versiones hasta del todo de la realidad). Sin embargo, el nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, cuyo primer representante ha sido Schopenhauer, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales. Nos quedamos dentro del dominio de la razón y este dominio es privado de su consistencia desde dentro: las inconsistencias inmanentes de la razón no implican que no exista alguna realidad más profunda que se escapa a la razón; estas incoherencias son en cierto sentido «la cosa misma». Nos encontramos en un universo en el cual las incoherencias no son una señal de nuestra confusión epistemológica, del hecho de que no alcanzamos «la cosa misma» (que, por definición, no puede ser incoherente), sino, al contrario, una señal de que tocamos la realidad.

El nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales

Las raíces de todas estas inconsistencias son, por supuesto, las paradojas de la autorreferencia, de un conjunto que se vuelve uno de sus propios elementos, de un conjunto que incluye un conjunto vacío como uno de sus subconjuntos, como su propio suplente entre sus subconjuntos. La perspectiva hegelo-lacaniana concibe estas paradojas como una indicación de la presencia de la subjetividad: el sujeto puede emerger solamente en el desequilibrio entre un género y sus especies; el vacío de la subjetividad es, en última instancia, el conjunto vacío entendido como la especie en la cual un género se encuentra en su determinación opositora, tal como lo habría dicho Hegel. Pero, ¿cómo puede la misma característica ser la señal de la subjetividad y simultáneamente la señal de que hemos tocado lo real? ¿No tocamos lo real justamente cuando tenemos éxito al erosionar nuestro punto de vista subjetivo? La lección de ambos, Hegel y Lacan, es exactamente la opuesta: cada visión de la «realidad objetiva» ya se constituye a través de la subjetividad (trascendental) y solamente tocamos lo real cuando incluimos en el campo de nuestra visión el corte-en-lo-real de la subjetividad misma.

La metafísica de la subjetividad lidia con estas paradojas por medio de la noción de reflexividad como herramienta básica de la autoconciencia, de la habilidad de nuestra mente de referirse a sí misma, de ser consciente no solamente de los objetos sino también de sí misma, de cómo se refiere a los objetos. El gesto elemental de la reflexividad es el de dar un paso atrás e incluir dentro de la imagen o situación que se está observando o analizando la presencia de uno —solamente de este modo puede obtenerse la imagen completa. Cuando, en una novela policial, el investigador está analizando la escena del crimen, tiene que incluir en ella su propia presencia, su propia mirada— a veces, el crimen está literalmente puesto en escena para él, para atraer su mirada, para involucrarlo en el relato. En algunas películas el detective que investiga un asesinato descubre que él es directamente el destinatario, es decir, que el asesino entendió el crimen como una advertencia para él. De forma parecida, en una de las novelas de Perry Mason, Mason presencia el interrogatorio policial de una pareja sospechosa de un asesinato sin poder entender por qué el marido, más que de buena gana, narra todos los detalles de lo que la pareja estaba haciendo el día del asesinato, pero luego lo comprende —el verdadero destinatario del detallado relato del marido era su mujer, es decir, él utilizó la oportunidad de estar juntos (los dos se mantenían separados en la prisión) para contarle a ella su falsa coartada, la mentira a la que ambos debían de atenerse… Uno puede también imaginarse una historia en la que el relato que el sospechoso de asesinato cuenta a la policía es una amenaza de chantaje velada para uno de los detectives de policía presentes. Lo que todos estos casos comparten es el hecho de que, para comprender una declaración, uno ha de identificar el destinatario. Esta es la razón por la que un detective necesita de figuras como el Watson de Holmes o el Hastings de Poirot, alguien que represente el gran Otro en su aspecto de sentido común, la mirada que el asesino preveía cuando cometió el crimen

Lo que se vuelve palpable con la ruptura Cantor/Gödel es la cantidad total de paradojas autorreferenciales que pertenecen a la subjetividad: una vez incluida nuestra propia posición en la imagen del todo, no hay camino de vuelta a una visión del mundo consistente. Así, la ruptura Cantor/Gödel hace imposible una totalidad consistente —tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica (la posición de Badiou de optar por la consistencia a expensas de la totalidad) y como paradójico-crítica (optar por la totalidad a expensas de la consistencia —en este saco Livingston, de manera no del todo convincente, mete a Wittgenstein, Heidegger, Lévi-Strauss, Foucault, Deleuze, Derrida, Agamben y Lacan). A esta altura notamos el primer hecho extraño en el edificio de Livingston, un sorprendente desequilibrio: si bien la paradójico-crítica y la genérica se presentan como dos maneras de lidiar con el nuevo universo que vuelve imposible una totalidad consistente, tenemos en un lado una multiplicidad de pensadores muy divergentes y en el otro lado un nombre solo, el de Badiou. La implicación de este desequilibrio está clara: demuestra que el verdadero tema del libro de Livingston es: ¿cómo proporcionar una correcta respuesta paradójico-crítica al enfoque genérico de Badiou? Livingston trata a Badiou con mucho respeto y es muy consciente de que los fundamentos lógicos y políticos de su posición genérica han sido elaborados de una manera mucho más precisa que las respectivas posiciones de los principales representantes del enfoque paradójico-crítico. Lo que vuelve a Badiou tan importante es el hecho que él elabora explícitamente su posición acerca del tema indicado en el título del libro de Livingston, «la política de la lógica»: las profundas implicaciones del tema filosófico-lógico de la consistencia, de la totalidad y de las paradojas de la autorreferencia. ¿Acaso semejantes paradojas no se encuentran en el corazón mismo de todo edificio de poder que tiene que imponerse de una manera ilegítima y luego legitimar retroactivamente el ejercicio de su poder?

Tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica y como paradójico-crítica

Aunque aprecie profundamente el enfoque de Livingston, mis divergencias con él son múltiples. En primer lugar, la dualidad básica del universo del pensamiento que procede de la ruptura de Cantor/Gödel es, para mí, no la que se da entre ontoteológico y criteriológico, sino la que se da entre ontológico (en el sentido de una ontología realista universal) y trascendental —entre Spinoza y Kant, para dar dos nombres ejemplares. En segundo lugar, la verdadera ruptura con este universo se cumple ya con Hegel y el pensamiento post-hegeliano es una regresión con respecto a Hegel. La postura de Livingston hacia Hegel está clara: mientras que admite que la dialéctica de Hegel es un caso ejemplar de totalidad inconsistente, sin embargo afirma que en el
pensamiento de Hegel esta inconsistencia está finalmente «asimilada» en la totalidad más amplia del autodesarrollo racional, de manera tal que los antagonismos y las contradicciones quedan reducidos a momentos subordinados del Uno. Aunque esta visión pueda aparecer casi autoevidente, sin embargo, uno debería cuestionarla. Hegel no difiere de la postura paradójico-crítica porque en su pensamiento todos los antagonismos y las contradicciones quedan «asimilados» en el Uno de la totalidad dialéctica —la diferencia es mucho más sutil.

Para explicar esta diferencia, dirijámonos a Lacan. Para un lacaniano, es inmediatamente evidente que la dualidad de Livingston entre genérico y paradójico-crítico encaja perfectamente con la dualidad del lado masculino y femenino de las «fórmulas de la sexuación». La posición genérica de Badiou es claramente «masculina»: tenemos el orden universal del ser (cuya estructura ontológica está descrita en detalle en la obra de Badiou) y la excepción de los acontecimientos-verdad que pueden producirse ocasionalmente. El orden del ser es consistente y continuo, obedece a estrictas reglas ontológicas y no permite paradojas autorreferentes; es un universo sin una unidad preestablecida, un universo compuesto de multitudes de multitudes, de muchas palabras y muchos lenguajes. Badiou proporciona aquí una gran lección en contra de la sabiduría tradicional según la cual la vida es un movimiento circular y finalmente todo se vuelve polvo: este círculo cerrado de la realidad, su generación y corrupción, no es todo lo que hay, los milagros acontecen de vez en cuando, el movimiento circular de la vida queda suspendido por la irrupción de algo que la metafísica y la teología tradicionales han llamado eternidad, un momento de estasis en el doble sentido del término (fijación, congelación del movimiento de la vida y a la vez perturbación, agitación, la subida de algo que se resiste al flujo regular de las cosas). Pensemos en el enamoramiento: es una interrupción de mi vida habitual y mi vida se queda congelada por la fijación en el amado… En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser. No existe una excepción del Ser; no porque el orden del Ser es todo lo que existe, sino porque, para ponerlo en términos especulativos, el análisis paradójico-crítico demuestra cómo este orden es ya en sí mismo su propia excepción, mantenida por la violación permanente de sus propias reglas. Aunque Badiou describa en términos precisos cómo los vacíos y las brechas (entre presencia y representación) en el orden del Ser hacen posible el Acontecimiento, sin embargo, define el Acontecimiento como una intrusión milagrosa que inquieta la continuidad del Ser, como algo que no es parte del Ser.

En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser

Sin embargo, desde el punto de vista paradójico-crítico, el orden del Ser es pulverizado constitutivamente y perturbado desde su interior —en términos freudianos y en tanto que Badiou se refiere al orden del Ser humano considerándolo como la búsqueda de la supervivencia de los placeres, es posible afirmar que Badiou pasa por alto la dimensión de lo que Freud llama «pulsión de muerte», la fuerza perturbadora del no-ser en el corazón del Ser. De esta forma se pasa de la lógica «masculina» a la lógica «femenina»: en lugar del orden universal del Ser alterado por excepciones eventuales, el Ser mismo está marcado por una imposibilidad de fondo, el no-todo.

Livingston tiene la perspicacia de darse cuenta del precio que tiene que pagar por su ontología universal y coherentemente matemática: pues tiene que postular como componentes básicos de la realidad la multitud y el vacío, la «multitud de multitudes» que surge del vacío y no a través de la autodiferenciación de lo Uno. En el universo Cantor-Gödel, se puede obtener una universalidad coherente solo si se excluye de él lo Uno desde el nivel más básico —lo Uno aparece en un segundo momento, como resultado de la operación de conteo que constituye un mundo a partir de la multitud. A este nivel existe también una multiplicidad irreductible de mundos —cuerpos, mundos, lenguajes son todos múltiples e imposibles de totalizar bajo algún Uno. La sola y verdadera universalidad, la sola universalidad capaz de imponer un Uno que atraviese la multiplicidad de cuerpos y lenguajes (y también de «mundos») es la universalidad del Acontecimiento. En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible: cada plan que consiste en imponer un proyecto universal que uniría todas las culturas —como el comunismo— tiene que parecer como una forma de imposición opresiva y violenta. En contraste con el enfoque genérico de Badiou, el enfoque paradójico-crítico no acepta la prioridad ontológica de lo múltiple con respecto a lo Uno: por supuesto, cada Uno es minado, frustrado y fracturado por antagonismos e inconsistencias, pero está aquí desde el comienzo como la imposibilidad que abre el espacio para la multiplicidad. En relación con el lenguaje, tiene razón la Biblia con su parábola de la torre de Babilonia: la multiplicidad de las lenguas supone el fracaso de la Lengua del Uno. Eso es a lo que Hegel apunta con su noción de «universalidad concreta»: el encadenamiento de fracasos. Surgen muchas formas de estado porque el estado en sí mismo es una noción inconsistente/antagonista.

En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible

Para decirlo de forma diferente, el movimiento elemental de la universalidad concreta consiste en convertir la excepción con respecto a una universalidad en el elemento que funda la universalidad misma. Consideremos un ejemplo quizás un poco sorprendente, el de los judíos y el Estado de Israel. Alain Finkielkraut escribió: «Hoy los judíos han escogido el sendero del enraizamiento». Es fácil apreciar en esta afirmación un eco de Heidegger, quien decía, en su entrevista para la revista Der Spiegel, que todas las cosas esenciales y grandes pueden surgir solamente de nuestro tener una patria, de nuestro enraizamiento en una tradición. La ironía es que estamos ante un intento extraño de movilizar tópicos antisemitas para legitimar el sionismo: en relación con los reproches antisemitas hacia los judíos, acusados de no poseer raíces, parece que el sionismo constituya un intento de corregir esta falta al proporcionar a los judíos raíces, aunque tardíamente… No tiene que sorprender que muchos antisemitas conservadores apoyen implacablemente la expansión del Estado de Israel. Sin embargo, el problema actual con los judíos consiste en su intento de echar raíces en un lugar en el que ellos no han vivido a lo largo de miles de años, sino que ha sido habitado por otros pueblos. La solución no consiste entonces en renormalizar a los judíos todavía en otra nación enraizada, sino en dar una vuelta a la perspectiva: ¿qué pasa si los judíos, en cuanto excepción, constituyen en cambio una verdadera representación de la universalidad? ¿Qué pasa si, en el nivel más radical, «todos somos judíos»? ¿Qué pasa si la condición de desarraigo constituye el estado primordial de la condición humana y nuestras raíces son solamente un fenómeno secundario, un intento de ocultar nuestro desarraigo constitutivo?

Sin embargo, Hegel da aquí un paso más con respecto a lo que Livingston describe como la postura paradójico-crítica: según Hegel, lo Uno de la auto-identidad no es solo siempre inconsistente, fracturado, antagónico, etc., sino que la identidad misma es la afirmación de una (auto-)diferencia radical: decir que algo es idéntico a sí mismo significa que es distinto de todas sus propiedades particulares, que no puede ser reducido a ellas. «Una rosa es una rosa» significa que una rosa es algo más que todas sus características —existe una especie de je ne sais quoi que la hace ser una rosa, algo «más en una rosa que la rosa misma». Como muestra este último ejemplo, aquí nos estamos ocupando también de lo que Lacan llama objet petit a, la X misteriosa debajo de sus propiedades que hace que un objeto sea lo que es, que sostiene su identidad única. Para decirlo de forma más precisa, ese «más» oscila entre lo sublime y lo ridículo o lo vulgar, o incluso lo obsceno: decir «una ley es una ley» significa que, aunque se trate de algo injusto o arbitrario, o incluso de un instrumento de corrupción, una ley es una ley y tiene que ser respetada. La estructura mínima de la identidad (que es siempre autoidentidad puesto que, como Hegel reconocía, se trata de una categoría de reflexión) es así 1-1-a: una cosa es en sí misma en contraste con sus propiedades determinadas y objet a es el exceso insondable que sostiene esa identidad.

Finalmente, este aspecto nos conduce a la sutil diferencia entre Hegel y el enfoque paradójico-crítico: no se trata del hecho de que Hegel subordine contradicciones y antagonismos a una unidad más alta; para Hegel, en cambio, la identidad, la unidad de lo Uno, es una forma de autodiferenciación. Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal. Eso significa que la totalidad hegeliana es paradójica, inconsistente, pero no «crítica» en el sentido de algo que se opone al centro del poder; no está atrapada en la lucha eterna por socavar o desplazar al centro del poder, en búsqueda de grietas o «indecidibles» excesos que molesten o deconstruyan el edificio del poder. O, para expresarlo en los términos hegelianos de la identidad especular, el poder consiste en su misma transgresión, basada en las violaciones de sus propios principios fundacionales. Aunque la postura paradójico-crítica saque a la luz las inconsistencias que son constitutivas de nuestras identidades, su actitud crítica se compromete con el objetivo de superar esas inconsistencias; es evidente que este objetivo no se puede alcanzar, siempre falla o se aplaza, y por eso la postura paradójico-crítica se percibe a sí misma como un proceso sin fin —a Derrida, el principal pensador paradójico-crítico, le gusta hablar de la deconstrucción como una búsqueda infinita de la justicia y, en el ámbito político, de la «democracia por venir» (nunca ya existente).

Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal

En contraste con esta postura, Hegel NO es un pensador crítico: su postura básica es la de la reconciliación —no reconciliación como objetivo a largo plazo, sino reconciliación como un hecho que nos enfrenta con la inesperada y amarga verdad de lo Ideal actualizado. Si existe un lema hegeliano, podría ser algo como: ¡busca una verdad en cómo las cosas se vuelven equivocadas! El mensaje de Hegel no es «el espíritu de la confianza» (como reza el título del último libro de Brandom sobre la Fenomenología de Hegel), sino el espíritu de la desconfianza —su premisa es que cada gran proyecto humano se vuelve equivocado y solo así muestra su verdad. La Revolución Francesa quería la libertad universal y culminó en el Terror, el comunismo buscaba la emancipación global y generó el terror estalinista… De modo que la lección de Hegel es una nueva versión del célebre eslogan de 1984 de George Orwell, «libertad es esclavitud»: cuando intentamos imponer la libertad de forma directa, el resultado es la esclavitud. Por eso, sea lo que sea Hegel, no es sin duda un pensador de un ideal perfecto al cual nos acercamos infinitamente. Heinrich Heine (quien fue discípulo de Hegel en los últimos años de vida del filósofo) difundió la historia según la cual una vez le dijo a Hegel que no podía aprobar la fórmula hegeliana «todo lo que es real es racional». Hegel miró con cuidado a su alrededor y contestó a su estudiante en voz baja: «Quizás tendría que decir que todo lo que es real tendría que ser racional». Esta anécdota, aunque fuese objetivamente verdadera, desde el punto de vista filosófico es una mentira —si no se trata de una pura invención de Heine, constituye un intento de Hegel de ocultar a su estudiante la verdad dolorosa del mensaje de su pensamiento. Consideremos el caso delicado de la acogida de inmigrantes. Pia Klemp, la capitana del barco Iuventa, que socorría a refugiados en el Mediterráneo, terminó su explicación acerca de por qué decidió rechazar la medalla Grand Vermeil que la ciudad de París le entregaba con el eslogan: «¡Papeles y vivienda para todos! ¡Libertad de movimiento y de residencia!». Si esto significa, brevemente, que cada individuo tiene derecho a mudarse a un país de su elección y que ese país tiene el deber de proporcionarle la residencia, entonces nos encontramos aquí ante una visión abstracta en sentido estricto hegeliano: una visión que no tiene en cuenta el contexto complejo de la totalidad social. El problema no se puede resolver a este nivel: la única verdadera solución es el cambio del sistema económico global que genera inmigrantes. La tarea consiste entonces en dar un paso hacia atrás de la crítica directa al análisis del antagonismo inmanente en el fenómeno que se critica, fijando la mirada en cómo nuestra posición crítica es parte del fenómeno que critica.

Por eso, la lección hegeliana en relación con el intento de cambiar el mundo es desesperadamente optimista: estos intentos nunca alcanzan su objetivo, pero a través de su repetido fracaso puede nacer una nueva forma de ser. Sí, el chavismo ha fracasado en Venezuela, Syriza ha fracasado en Grecia, el comunismo chino no puede ser nuestro ideal, pero todos estos procesos contribuyen al tejido subterráneo del Espíritu, que puede dar origen a nuevas visiones imprevisibles… o a nuevos horrores.

F+ ¿Por qué Marvel es nuestro enemigo a superar? The Thanos Quest

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Este artículo busca, por una parte, poder ver cómo Marvel, como industria capitalista, opera a nivel mundial subjetivando a millones de personas con una ideología imperial y, por otra parte, analiza radicalmente qué es lo que mienta la historia de héroes, en donde la figura de Thanos es decisiva para comprender nuestro propio y más íntimo deseo inconsciente que nos constituye. Y el marco teórico de este trabajo se centra en la dupla Hegel-Nietzsche a la luz de una lectura actual de sus conceptos clave.

Por Ricardo Espinoza Lolas, Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Viña del Mar (Chile)

La filosofía hoy, una que se escribe con minúscula, ya no debería tener la pretensión soberbia de dictaminar lo que es eso llamado realidad (nuestra «x» por excelencia, nuestro propio límite, nuestro Centauro que no se deja domar de forma alguna), y menos una realidad humana, y ni qué decir tiene intentar deducir desde la cabeza de un dios, el que sea, ya trascendente a lo Santo Tomás, ya trascendental a lo San Kant, ya ontológico a lo San Heidegger, ya deconstruido a lo San Derrida, etc., un modo de comportarnos los unos con los otros de forma prístina, inmediata, originaria, «en sí»; esto tiene que acabar. ¡Es Inevitable!

NosOtros, en cada barrio de las múltiples ciudades de este «Planetita» (ironía de Thanos al Capitán América en pleno combate entre ambos en Avengers: Endgame), nos vamos dando, en la medida que vamos viviendo, un cierto tejido socio-histórico, un tejido que emerge desde nuestras prácticas cotidianas; y así van aconteciendo distintos modos de construir nuestras ciudades a lo largo de la historia: Babilonia, la Atenas de Pericles, la Ciudad de Dios de San Agustín, la Ciudad Ideal del Renacimiento, la Máquina Capitalista de Londres, el Dispositivo de París, el Enjambre de Tokio, la Gentrificada Sao Paulo, el Anfiteatro de Valparaíso, etc. Todas estas ciudades son «relaciones de medida» y los mitos fundacionales de ciudades cuentan en una imagen esa «relación» (ciudades: griegas, latinas, europeas, orientales, americanas, etc.); esas «relaciones de medida» son modos que nos hemos dado los unos a los otros para organizarnos y así poder ser viables en medio de algún territorio material concreto; somos un «esto» y no «eso» otro; estos son «mis» dioses y estos «no» lo son; así son «nuestras» prácticas, «nuestros» valores, «nuestras» familias; en cambio, «aquellas» prácticas atentan contra «nuestros» principios, contra «nosotros»; estas son «nuestras» tierras y dominios; «aquellos» nos las quieren arrebatar.

Esas «reglas» que vamos construyendo (tejiendo) históricamente junto al otro (un otro cercano que acontece en esa calle, en ese barrio, en esa escuela, en ese quiosco, en esa plaza, en esa lengua, a esa distancia, ante esa mirada y gesto, etc.), se dan en tensión «contra» otros Otros; un modo de vivir siempre «enfrentado» a otro. Y, por ende, cadenas de múltiples modos de nosotros cerrados y abiertos, a la vez, de unos nosotros abiertos entre sí «contra» otros nosotros cerrados «para» nosotros; los ejemplos son varios, o santiaguinos contra sureños, o galeses contra ingleses, o florentinos contra sieneses, o los del norte contra los del sur, o los isleños contra los continentales, o los de arriba contra los de abajo, etc., todo tipo de unos «contra» otros.

Esto nos permite luego ver esa Idea que nos aglutina más allá de las diferencias. Esa Idea normalizadora de todo NosOtros en un simplón y plano «nosotros» esencial, y aparentemente sin-tiempo; y decimos somos: chilenos, británicos, italianos, estadounidenses, europeos, americanos (para seguir con el ejemplo del párrafo anterior). Bueno, hoy acontece la Gran Regla que quiere hegemonizar, una «medida» de todas las medidas, una medida de nosotros que opera «contra» todas las diferentes formas de NosOtros (tejidos socio-históricos); esa «justa» medida «naturalizada» imperante se llama Capitalismo. El Capitalismo se ha vuelto «La» «Medida» que busca mediar todo. Y en efecto así opera, pensamos que esa regla fue siempre así y no la mediatizamos reflexivamente de ninguna manera; a veces decimos que el Capitalismo es natural al hombre, o damos un paso más allá y señalamos que es como una ley física de la naturaleza, sin más. Y, en la actualidad, estamos bajo un Capitalismo en una mutación cualitativa muy tóxica, perversa y voraz: lo que llamo, en mis libros, Capitalismo «hacendal militarizado chapuza». Esto es lo que nos media como «El» Medio.

El Capitalismo se ha vuelto «La» «Medida» que busca mediar todo.

Esa «relación de medida» capitalista, que quiere hegemonizar (lo que a veces llamo «ontologizar»), se deja ver en forma espléndida en la gran industria Marvel de entretención (en especial, en el cómic ya por décadas, pero ahora también con la fuerza millonaria de la industria del cine y con todos sus productos asociados: desde figuritas a Netflix, pasando por todo tipo de juguetes, vestuario, música y una gran cantidad de empresas que viven de esto); nuestro inconsciente que es lo político (Lacan dixit), el inconsciente que es la bisagra dentro-fuera (yo diría, yo-nosotros, esto es, otra forma para entender el NosOtros de modo estructural), es esplendente e ilumina y en ello deja ver por medio de la chapuza del dispositivo Marvel las lógicas que nos constituyen.

Marvel es un agenciamiento (dicho en honor a Deleuze). Y se puede ver y analizar hoy lo que acontece en cada uno de NosOtros mejor que por fenomenólogos «oficiales» de la Escuela de Friburgo; solamente basta estar atentos a ese InconscienteMarvel, y para ello tenemos grandes herramientas como la Teoría Crítica y el Psicoanálisis. Con estos marcos conceptuales encarnados en el tejido socio-histórico (el método dialéctico expresado de modo único por Hegel en su Ciencia de la lógica y que está presente en mil libros y en este artículo) podemos ver cómo operan esas lógicas de lo político en la estructuración misma de cada uno de NosOtros desde lo más íntimo de nuestro inconsciente, esto es, su afuera, dicho más simple, la ciudad que nos constituye. Marvel es, en sí mismo, una gran herramienta de análisis (un laboratorio); es la ciudad en la que vivimos hoy y luego podemos experimentar en ella contra ella misma (así como Truman en el set de TV en The Truman Show, de Peter Weir, de 1988; la película es de 1998). Y podemos usar a Marvel contra Marvel. Y es Marvel mismo que trae su «afuera», su reverso, su límite, su muerte. Esto es Thanos. Lo inevitable de Marvel. El límite mismo de la franquicia de Marvel es la propia salida de ella; su espejo, su monstruo, eso «real» dicho en lacaniano, esa «realidad» dicho en zubiriano, el «asignificante» de Deleuze que no se deja atrapar por la ideología capitalista militarizada.

Para hablar del NosOtros es necesario que demos, entonces, un rodeo introductorio por Marvel, y de eso va este artículo; y me refiero a ese Marvel que se sintetiza finalmente en esos films (MCU, esto es, Marvel Cinematic Universe) durante 11 años (fueron 23 films, entre tres fases de desarrollo, entre el 2008, con Iron Man, y el 2019, con Spider-Man: Far from Home). Estos films manifiestan toda una forma de entender el propio cine, el cómic, el arte, la política, la industria, los millones que los siguen, la ideología que los constituye, los EE. UU., el Planeta en su globalidad, nuestro inconsciente, una nueva «teología» con el adjetivo «capitalista» (ya no negativa, ni política): son una expresión chapuza del «ser en el mundo» de este Planeta, en estos radicales tiempos.

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¡Marvel!… ¡Ciudad Marvel! ¡Planeta Marvel! ¡Inconsciente Marvel!… ¡Marvel acontece!… ¡Vivimos y respiramos Marvel! Nuestra verdad, camino y vida en y por Marvel (parafraseando el Nuevo Evangelio). En todas partes del Planeta está Marvel «marvelficando» la realidad de cada uno de NosOtros en un mero «nosotros» capitalista; o sea, su trabajo es de una fuerza brutal, descomunal y muy importante para el Capitalismo en su expansión territorial global y total (es el nuevo Totalitarismo); ver a Marvel desde las salas de cine de Chile a China pasando por Rusia tiene más poder que todo lo que hace la CIA para infiltrarse en los dominios «enemigos»; y mucho mejor y más eficaz que todas las guerras que sostienen los EE. UU. en distintos lugares con sus Fuerzas Militares, con gastos exorbitantes de miles de millones de dólares y con miles de muertos y con daños colaterales que duran décadas (y sin contar el odio que generar contra los propios EE. UU.). Y, además, Marvel, como buena industria capitalista deja, dentro de sus arcas, millones de dólares por ver esas películas. Este fenómeno de Marvel y su expansión a todos los territorios ha sido visto por ciertos pensadores. Nietzsche decía en lo fundamental de su Zaratustra, en su Libro Tercero, que «El centro está en todas partes» (Die Mitte ist überall), para expresar eso que es el acontecer del eterno retorno, la sensación afirmativa, en la cotidianidad dolorosa de la vida; y Nietzsche toma esta profunda idea desde la más radical mística cristiana de Eckhart, que expresa, a su vez, que Dios está en medio de NosOtros, en todas partes. Bueno, eso es Marvel hoy: la irrupción del Capitalismo por medio del Medio por excelencia, la Entretención y el Inconsciente; lo que yo llamo «Lógicas del mundo y del Estado»: ¡Marvel está por todas partes!

El trabajo de Marvel es de una fuerza brutal, descomunal y muy importante para el Capitalismo en su expansión territorial global y total (es el nuevo Totalitarismo).

Marvel se infiltra en todas partes y, además, ganando mucho dinero. Y Marvel lo hace de «buen modo»; sin asesinar a nadie, ni intervenir teléfonos ni ordenadores, ni usan espías, mi mandan misiles, ni hacen boicot, no arman a la oposición, ni interfieren en las políticas de los países, no los endeudan, ni los cercan, ni apoyan golpes de Estado, etc. Nosotros devenimos capitalistas «felices» por medio de Marvel (y comiendo en las salas de cine muchas palomitas de maíz y bebiendo litros de Coca Cola): chinos, rusos, venezolanos, franceses, españoles, brasileños, chilenos, etc. El Capitalismo hacendal militarizado chapuza se muestra en y por Marvel. Allí gozamos (mandato ¡Goza!, Lacan-Zizek dixit de los 60 y 70), allí emprendemos (mandato ¡Emprende!, Foucault-Chul-Han dixit de los 80 y 90), y allí nos aseguramos (mandato ¡Teme!, Espinoza dixit de los tiempos actuales). Son nuestros tres mandatos capitalistas que nos rigen desde Mayo del 68 en adelante… ¡Allí somos! Es nuestra «relación de medida» de este nueva teología chapuza capitalista. Marvel es nuestra religión: la religión capitalista. Marvel en sí mismo, en todo caso, expresa de forma brillante y muy inteligente lo mejor de Grecia: sus dioses (sus héroes) y su polis, con lo mejor del cristianismo: su dolor (su muerte) y su redención. Y así NosOtros no subjetivamos hoy en el mundo; por eso el mundo es actualmente mero Planeta y el NosOtros mero «nosotros».

En verdad lo mejor de Marvel, su única posibilidad de «redención» en pleno Capitalismo, debe ser el Titán Thanos, por lo menos en la versión de Avengers: Infinity War (hermanos Russo, 2018, y con Josh Brolin en estado excepcional de actuación), también en parte en Avengers: Endgame (2019) y en especial en el cómic The Thanos Quest (1990); fueron dos números que son la precuela de The Infinity Guantlet (1991; fueron 6 números). Thanos es el filósofo de Marvel, el más profundo de todos (más que Stan Lee, que es el historiador); es el reflexivo y crítico, el que tiene densidad existencial, el que tiene un propósito, el que se sienta como una estatua de Rodin a pensar y a reflexionar lo que acontece; y el que se pregunta por el sentido de todo esto: su destino. Thanos dialoga con sus enemigos en pleno campo de batalla (con el Intermediador, el Campeón, el Jardinero, el Corredor, el Coleccionista, el Gran Maestro, Iron Man, Capitán América, Thor, etc.); mientras todos los demás héroes son planos, mera challa, cultura pop a lo Hamilton, Fábrica de Warhol, superficie en tanto superficie, así como una hormiga; la esencia de los héroes es ser mero Ant-Man; no hay formalmente «re-flexión» al interior del héroe, sino mera exterioridad, mera naturaleza, nada más que cáscara.

Thanos, nombre que expresa, en una contracción, a Thánatos, el dios de la muerte de los míticos griegos o esa pulsión de muerte de ese viejo psicoanalista vienés llamado Sigmund Freud, es un héroe incomprendido, no un villano, ni un anti-héroe; es un romántico enamorado de su Muerte. Él busca las gemas del infinito, él las nombra de esa forma (se llamaban del «alma»), él sabe lo que mientan, su poder, de dónde vienen y a dónde van; incluso en combates tremendos en los que puede morir sigue con su propósito y todo lo hace, como un romántico Werther (así como la novela Las penas del joven Werther, de Goethe, de 1774), por estar con su amada Muerte, para estar con ella de igual a igual, pues el poder de las gemas le permitirá ser un «par» con la Muerte y no su esclavo o súbdito (solamente se aman en una relación de igual a igual). Incluso me atrevo a señalar que Thanos es más Héroe que esos otros héroes «reunidos» llamados Avengers (Vengadores); y, por lo tanto, radicalmente incomprendido; rasgo fundamental de todo tipo de héroe: desde Aquiles con su ira a Deadpool con sus chistes groseros, pasando por los múltiples Che Guevara revolucionarios que acontecen en todas partes y en múltiples épocas, así como los Robin Hood y su clásico robo a los ricos para dar bienestar a los pobres, etc., Thanos sabe, como cualquier dios semita (la esencia de todo dios monoteísta y, por ende, la esencia del cristianismo y de musulmanes y judíos), que para afirmar la vida se debe estar dispuesto al sacrificio.

No se puede ser pleno, vivir en plenitud (para no usar la palabra capitalista de moda: Felicidad, que huele a Festival y a Coca Cola y a «resiliencia»), sino mediado por el dolor, por el paso abismal de la muerte. Desde la muerte y su negatividad acontece la afirmación de la vida, fundamental en la lógica dialéctica afirmativa de Hegel (Wissenschaft der Logik, y sus tres libros publicados en 1812, 1813, 1816 y reedición póstuma del primer libro en 1832), y en la lógica creativa del retorno de Nietzsche (Also sprach Zaratustra, y sus cuatros libros publicados en 1883, 1884 y 1885). Tanto el «anillo lógico» de Hegel como el «anillo de retorno» de Nietzsche expresan esta idea de lo negativo como motor afirmativo. Esta sabiduría tan propia de la humanidad no se encuentra solamente en el pasado de un dios semita determinado (Elohim, Yahveh, etc.), sino que también se puede rastrear tal sabiduría en otros textos que no están en el canon construido del Antiguo Testamento para subjetivar a ese pueblo preciso como un pueblo especial, elegido para un destino Único; por ejemplo, también se encuentra, y esto es interesante, en el enemigo del dios hebreo como lo fue el célebre dios Baal de Asia Menor, dios adorado desde babilonios a fenicios pasando por caldeos; allí esta idea de la afirmación por medio del dolor es fundamental y nos permite entender lo que acontecía en esos tiempos y en esos lugares. Sin embargo, lo más interesante para nosotros (für uns) es que esa Idea vive y se aferra fuertemente en el presente inmediato y por múltiples partes por medio del cristianismo («el Centro está en todas partes»); y que luego se asume (es asumido; aufgehobene) posteriormente por el Capitalismo y su expansión se hace global (a todos los territorios: empíricos, virtuales, financieros, inconscientes), más allá de dioses semitas o no (pues este dios-capitalista todo lo atraviesa, como dije, hasta a los chinos en la actualidad y orientales en general). Por eso China devino el imperio capitalista por excelencia; ellos encarnan esa Idea; ellos hoy son la totalidad que está en todas partes afirmando la producción y distribución de capital; millones de capitalistas comunistas no demócratas, consumistas y que sufren como locos para cumplir con sus metas productivas; su expresión capitalista deviene en todas partes; ellos buscan ser la Mediación de toda «regla capitalista». Los humanos devenimos zombis, esto es, «chinos».

No se puede ser pleno, vivir en plenitud, sino mediado por el dolor, por el paso abismal de la muerte.

La idea del dios que nos salva y afirma y redime por medio de la muerte, y con ello se constituye la nueva ciudad (una muerte propia o ajena; muerte del propio dios o muerte de miles de hombres), la podemos ver de forma evidente también en Grecia (no es exclusivo de lo semita y cristiano); y en ese dios griego, tan querido por Nietzsche, como fue Dionysos. Un dios que resucita de su muerte (ya despedazado por los titanes, ya de las entrañas mismas de su madre Sémele abrazada por el fuego total de su pareja luminosa Zeus); un dios que, como el dios cristiano, resucita y se levanta sobre los muertos (no olvidemos que en el Nuevo Testamento ya Lázaro es un resucitado, así como Ariadna en los mitos griegos cuando se suicida en Naxos), después de ser clavado en la cruz y en ello nos salva a todos. Y tengamos en la memoria ese impresionante poema de Hölderlin Der Einzige (1801-1803), en donde el poeta alemán articula una trinidad entre Dionysos, Hércules y Jesús, y así vincula los dos horizontes de vida: el pagano y el cristiano, así como una cierta transfiguración al estilo de Moisés, Elías y Jesús; o no olvidemos a Wotan (no el de Marvel, sino el de la saga escandinavagermánica), que en sus mitos prístinos juega a ahorcarse y luego resucita (y de esta forma muestra a los otros dioses que él es el más poderoso; los otros no se atreven a matarse a ellos mismos, ni el poderoso Thor de la saga, ni el patético descompensado Fat Thor de Avengers: Endgame lo haría). Ni tampoco olvidemos al dios del siglo XX: Superman de DC (como se sabe muy bien, fue creado explícitamente desde la Biblia como el nuevo Cristo salvador del Planeta por parte de Jerry Siegel, escritor, y Joe Shuster, artista, en 1933, y su primera aventura salió en junio de 1938, Action Comics # 1). El héroe de Kriptón realiza el texto sagrado.

Superman, el dios por excelencia de nuestro inconsciente capitalista, también muere, y es una muerte que le da Doomsday en el cómic The Death of Superman, de Dan Jurgens, en diciembre de 1992. Es una muerte que causó realmente dolor en todos los lectores del cómic y que después se realizó visualmente en la versión fílmica de Batman vs. Superman: el origen de la Justicia (2016, Zack Snyder). Y literalmente se pudo ver cómo se moría Superman por millones de personas en todas partes del mundo (y se sigue viendo cuando se echa una y otra vez el film: por TV, Netflix, en los aviones, etc.). Y moría, obviamente, para salvarnos a todos. Y a la vez siempre se supo que Superman resucitaría. Y es probable (va otro spoiler) que luego Tony Stark resucite después de la muerte que le dieron en Avengers: Endgame por el chasquido de su Guantelete para derrotar a Thanos y sus Fuerzas (en el cómic esto se da de forma más natural, sus héroes mueren y luego resucitan; véase, por ejemplo, el muy actual Civil War II, 2016, en donde Iron Man ya fue muerto por la Capitana Marvel); pues es propio de los dioses resucitar, y por tanto, deben antes: ¡Morir! Está claro que el dictum de Hegel-Marx: «Primero como tragedia, luego como farsa» opera hoy más que nunca con esta nueva «Teología capitalista» que nos ideologiza en esta nueva ciudad global virtual.

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Thanos, el viejo Titán loco (que de loco no tiene nada), el padre adoptivo de la implacable Gamorra y de la disruptiva Nébula (con esas hijas, cualquier padre en la actualidad «enloquece»), en Avengers: Infinity War busca dar vida, paz y equilibrio, como todo dios mítico, al Universo entero. Él es un destino «Inevitable» para todos nosotros y para toda forma de vida, como lo señala explícitamente el comienzo de Avengers: Endgame antes de morir en manos del juvenil, atolondrado y atormentado Thor (es su primera muerte, pues al final del film muere de nuevo en manos de Iron Man). Él es la finitud misma de todo cuanto hay; nuestro límite, «el» límite a secas, de suyo, en y por sí mismo, simpliciter. Es el único personaje de Marvel, como dije, con densidad reflexiva (el único); todos los otros héroes tienen la profundidad de un producto de The Factory de Warhol, esto es, la profundidad de la superficie (pero no la superficie de Paul Valéry, que es superficie con espesor, como una cinta de Moebius).

Thanos, es el único personaje de Marvel con densidad reflexiva (el único).

La pregunta permanente del pensador abismal Thanos (como dije, un romántico de tomo y lomo; y por ende incomprendido), que siempre está sentado, y así espera la muerte al final de Endgame, se expresa de múltiples maneras: ¿Cómo puede acontecer la paz en medio del caos que realizan todas las formas mortales de vida? ¿Cómo dar vida plena en un Universo caótico, desequilibrado y desmesurado? ¿Cómo una vida en medio de esa superficie que no tiene sentido alguno, sino simplemente acumular y acumular valor, y por eso el Universo se volvió difícil para vivir? ¿Cómo la vida en un Universo hipertrofiado de Valor de cambio anclado en el egoísmo? ¿Cómo la vida en un Universo capitalista? Thanos es lo «A-capitalista» por excelencia; de ahí su peligrosidad, porque puede literalmente disolver el Capitalismo, lo puede pulverizar, volverlo polvo desde dentro de sí mismo. Y algo de eso podemos ver en el increíble final de Infinity War.

Hegel, lo que hemos dicho, lo tenía bien claro y hace terminar su magistral obra de la Fenomenología del espíritu (1807) con unos versos de F. Schiller, del poema La Amistad, y no olvidemos que Hegel está en contra de la tesis inmediatizante estética de Schiller, pero igual usa sus versos para terminar su gran obra. Estos versos son: «… del cáliz de este reino de los espíritus / le rebosa la espuma de su infinitud» («aus dem Kelche dieses Geisterreiches / schäumt ihm seine Unendlichkeit»). Siempre la muerte y la negatividad como parte esencial de la historia (no por su momento estético inmediato, sino por la profundización ético-política de la historia), del despliegue de la sociedad, de la construcción del tejido sociohistórico visionario de cada uno de NosOtros. Desde la muerte y su dolor acontece la vida, y una vida que conlleva, luego, ciudad.

También la muerte de Thanos en Endgame, la muerte del Dios-Muerte (en realidad una doble muerte es siempre algo positivo, como en Dionysos), es dadora de vida (aunque será la capitalista de siempre, pero con nuevas ansias de Otro, a lo mejor una oportunidad de algo distinto, o, siguiendo a Benjamin, repetición a lo peor, a la farsa, a la chapuza, a revolución fallida). Incluso no solamente Nietzsche pensaba así con su célebre y malentendido «Dios ha muerto» (Gott ist tot) del Aforismo 125 (titulado El hombre frenético) de La Ciencia festiva (Die fröliche Wissenschaft, de 1882), sino el propio Lutero, que es parte esencial de su pensamiento teológico. Lutero está detrás de Hegel y de Nietzsche (son fundamentales esas 30 tesis de 1520 que se agrupan en De libertate christiana).

El origen del texto nietzscheano se encuentra en los textos de Lutero y de una tradición luterana anclada en san Pablo: «Gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado la victoria en Cristo Jesús, en la que han sido absorbidos la muerte con el pecado». Porque con la muerte de Cristo Jesús se lleva la muerte de todos nosotros, nuestros pecados. Y en esa doble muerte (la muerte de Cristo y la de nuestros pecados), luego acontece una verdadera vida afirmativa fundadora de todo orden vivo. Dios, en tanto Cristo muere, debe morir. Lutero lo dice así en su Tesis 12: «Ya no es posible que el alma sea condenada por sus pecados, una vez que estos también son de Cristo, en el cual han perecido. De esta suerte dispone el alma de una justicia tan superabundante por su esposo que es capaz de resistirse contra todos los pecados, aunque ya estuviera sobrecargada de ellos». Y Lutero está, también, como se sabe, en la base de Hegel en la Fenomenología del espíritu, donde afirma que Dios mismo ha muerto como manifestación del sentimiento doloroso de la conciencia infeliz. Y también en las Lecciones sobre filosofía de la religión se refiere a Lutero constantemente: «A propósito de esta muerte cobra valor ahora el dicho de que Cristo se entregó a ella por nosotros; [ella] es representada como muerte sacrificial, como el acto de la satisfacción absoluta».

Solamente, dicho de otra forma, en la medida, por ejemplo, de la muerte o retirada del dios es posible un espacio para los mortales. El dios es nuestra cabeza, nuestro centro, nuestro medio, nuestro salvador y dador de ordenación de unos con otros: «No se dejen esclavizar por nadie con la vacuidad de una engañosa filosofía, inspirada en tradiciones puramente humanas y en los elementos del mundo, y no en Cristo. Cristo, Cabeza, Salvador y Mediador». Ya no se trata de filosofías, sino de voluntades que en su sacrificio median por el dolor y así dan vida, y vida en todas partes; sana y verdadera vida. Eso está clarísimo en la tremenda tetralogía del El Anillo del Nibelungo (Der Ring des Nibelungen), de Wagner (el proceso de escritura de su libreto y de componer su música fue largo, entre 1848 y 1874), que es una de las bases de la farsa Marvel. Ese enano Alberico, trágico por excelencia, que no deja que nadie use su anillo del poder, será derrotado como todos los dioses (así como Gollum), incluyendo a Sigfrido mismo, para que desde las cenizas del Walhalla acontezca la necesaria libertad del hombre. Lo que queda evidente en esta obra maestra de El Anillo del Nibelungo es que, más allá de filosofías, como señalan las Sagradas Escrituras, nos movemos en voluntades de poder, formas de afirmación por medio de la muerte en la materialidad misma de la vida, su plano de inmanencia; somos y nos movemos en historias materiales para fundar ciudades concretas.

Ya no se trata de filosofías, sino de voluntades que en su sacrificio median por el dolor y así dan vida, y vida en todas partes; sana y verdadera vida.

Es cosa de pensar en Alberico, Wotan, Sigmundo, Sigfrido, etc., para comprender que no es posible que acontezca la libertad sin dejar esa necesidad brutal, con toda su negatividad ciega a cuestas (por eso se trata de pulsión y nunca de instinto, para los psicoanalistas desde Freud hasta nuestros tiempos: el instinto es siempre cerrado y la pulsión, abierta). Y esa copia más simplona de Wagner que es El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien (The Lord of the Rings, 1954), sigue la misma idea. Ese anillo de Saurón es como una maldición, pues a quien lo porta lo vuelve un miserable ser codicioso. De un Smeagol a Gollum solamente se requiere muy poco tiempo, se radicaliza rápidamente el hobbit y deviene un monstruoso y oscuro ser que se mueve casi por instinto animal. Y en ese paso por la muerte necesaria, el anillo ilumina con su poder destructivo, pero así abre espacio para la vida, eso es, la Comunidad del Anillo: enanos, hobbits, elfos, humanos, magos, etc., todos juntos para realizar la proeza de dar sentido al anillo. Al final del relato de Tolkien, mucho mejor que en la plana película de Peter Jackson (2001-2003) que lleva el mismo nombre que el libro, se puede ver que en el tiempo del hombre ya no hay tiempo ni espacio para lo otro mítico; todo lo Otro tiene que dar un paso al lado y salir literalmente de la Tierra Media para que acontezca la era del hombre; lo que era posible ahora es necesario y, como por lo general, Hegel no se equivoca; ha llegado el Reino del hombre desde el sacrificio del dolor y la muerte y retirada de sus dioses. La ciudad de Dios (san Agustín), de los dioses (de las sagas paganas europeas), da paso a la ciudad del hombre.

Hegel no se equivoca: ha llegado el Reino del hombre desde el sacrificio del dolor y la muerte y retirada de sus dioses.

3

Con estos preámbulos estamos en el fértil territorio del cómic en nuestra era capitalista. Estamos ya en tierras de Marvel y su Guantelete del Infinito de 1991 (6 números publicados entre julio y diciembre: The Infinity Guantlet, escritos por Jim Starlin y dibujados por Georges Pérez y Ron Lim). Es la era explícita del Capitalismo hacendal militarizado chapuza de EE. UU. extendido al Planeta entero a través de sus múltiples franquicias (desde armas a films) y que he estudiado latamente en Capitalismo y empresa. Hacia una Revolución del NosOtros (2018). Y así llegamos a estos films de 2018, Avengers: Infinity War, y de 2019, Avengers: Endgame, dirigidos por los hermanos Russo (filmados al mismo tiempo). Ambos films se han elevado a los films más privilegiados en recaudación de taquilla planetaria.

¿Qué pasa hoy con la nueva versión del anillo, el poder, la muerte, el sacrificio, la ciudad, el dios, el héroe, la vida en la era capitalista militarizada chapuza? Para dar sentido inconsciente a esta pregunta está Marvel, pues esta empresa expresa lo propio de los EE. UU. de forma realmente ejemplar. Marvel manifiesta décadas de Capitalismo militarizado chapuza a lo EE. UU. y, por ende, para el Planeta entero. Marvel nos cuenta, por medio de sus historias, «La» Historia del Capitalismo de los EE. UU. en estos siglos XX y XXI (Colonialismo, Fascismo, Segunda Guerra Mundial, Guerra de Vietnam, Guerra Fría, Crisis Financiera, Terrorismo, Cambio Climático, Sobrepoblación, Enfermedades, Tecnología, Negocios, etc.). Una historia que se da en todas partes, pues tiene múltiples formas de darse y de filtrarse hasta en las fisuras de nuestro inconsciente: es casi imposible ofrecer resistencia a este fenómeno que se nos impone y que se nos repite necesariamente, y que nos arrastra con una fuerza de imposición brutal. Las historias de Marvel son «La» Historia del Planeta desde la visión de los EE. UU. y con la pretensión soberbia de ser «La» Visión de todo el Planeta (no olvidemos a ese héroe anodino que es Visión). Por eso sorprende tanto el personaje de Thanos; el acontecer de Thanos, su advenimiento casi superando a sus propios creadores; así como el Quijote superando a Cervantes y con vida propia (o a James Bond superando a Fleming); esto es evidente, en especial, en The Thanos Quest y en Infinity War (y en ciertos momentos de Endgame). No es menor lo que muestra el film Infinity War; es realmente el único momento en que esta franquicia capitalista radical ha dado un paso más allá de sí misma (y lo ha hecho absolutamente inconsciente, pero igual lo hizo y lo ejecutó de forma brillante); es como una salida al mismo sistema laberíntico Marvel, una perforación a la poderosa Marca EE. UU.; es su fuga, su descentramiento, su éxtasis, su afuera. Thanos es, para Marvel, lo que es el «de suyo» para Zubiri, lo real para Lacan, el Acontecimiento para Deleuze, etc., esto es, la irrupción que se impone y abre espacio para que el otro en tanto que Otro acontezca. Thanos es dar un paso que ha intentado ir por encima del capitalista global y en ello lo que se da es tremendo, inesperado y, por tanto, una posibilidad real de transformación, algo así como un Acontecimiento. Y esto se dio porque se vio inconscientemente, literalmente, la Idea de que a lo mejor es posible vivir sin Capitalismo alguno en la mortalidad misma en la que somos mundanalmente, más allá de mediaciones de héroes y dioses para mantenernos afirmativamente en una dudosa salvación y redención en la producción y distribución de capital. Y, por tanto, en el actuar de Thanos no se da redención alguna, sino que lo que queda es la inmanencia radical de nuestro tejido sociohistórico visionario, que se expresa en nuestras ciudades que vamos construyendo entre todos NosOtros. En el momento en que Thanos (va gran spoiler; lector, por favor, no siga leyendo si no ha visto el film Infinity War, pero es casi imposible que alguien no sepa lo que aconteció en 2018 con ese film) chasquea los dedos, desaparece de forma aleatoria la mitad de las formas vivientes del universo (y con ello mueren pulverizados varios de los héroes más queridos por millones de personas, como Spiderman, Black Panther, Doctor Strange, Quill, etc.).

Thanos es, para Marvel, lo que es el «de suyo» para Zubiri, lo real para Lacan, el Acontecimiento para Deleuze, etc., esto es, la irrupción que se impone y abre espacio para que el otro en tanto que Otro acontezca.

Es el momento por excelencia en que el film y estos personajes casposos, esos héroes, pueden dar un salto «al infinito y más allá» (¡y, por fin, dejan de ser!); y ahí mismo aparece en cierta forma la estructura misma del Capitalismo, su límite por excelencia; su radical finitud histórica se puede ver. El Capitalismo muestra su Matrix; dicho en hegeliano, la esencia se expresa en su ser, sale, aparece, brilla, emerge por medio de Marvel. Y esto debido a que realmente la vida se juega en ese maldito y ridículo guantelete; y en esas piedras también bastante chillonas y sin glamour alguno (incluso diría piedras bien ridículas; en todos los cajones de nuestros abuelos o tíos tienen varias de esas piedras y a nadie les interesan). Ese guantelete no tiene el toque del anillo de Alberico, ni tampoco el de Saurón, ni mucho menos el del anillo de «retorno» de Nietzsche o del anillo «lógico» de Hegel, pero funciona con millones de seguidores de la saga fílmica; pues «primero como tragedia, luego como farsa» y, esto es, es «inevitable», pues se repite, y se repite necesariamente a peor, porque ha fallado el proceso revolucionario de transformación de la vida de NosOtros (aquí nuestros exergos cobran sentido: Hegel, Marx, Benjamin, Thanos). El Capitalismo muestra radicalmente su esencia en esta Fábrica de entretención gráfica (y ahora fílmica); y en ello va ideologizando a miles de personas no solamente en EE. UU. por décadas, sino que ahora por sus films lo hace a nivel planetario (son cientos de millones). Esa ideologización «marvelizante» de todos NosOtros nos vuelve en parte en un mero «nosotros, pero necesario» esclavizado, zombi, clon del Capitalismo hacendal. Ese yo heroico, ese Hulk que se expresa en mil rostros, así como la antigua tragedia griega en que todos los héroes eran expresión de Dionysos; aquí todos son en la actualidad expresión de Hulk, de un Yo narciso hacendal que defiende con una ética mortal sus valores capitalistas y lo hace con las formas estéticas más rancias y ridículas (es cosa de ver ya los peinados de nuestros líderes y queda esto bastante claro: Trump, Macron, Kim Jong-un, etc., ya los peinados de los héroes: el Capitán América, Doctor Strange, Thor, etc.). Por eso Marvel es nuestro enemigo más tóxico, pues se nos filtra por medio de nuestros poros corporales, se nos filtra al inconsciente y al parecer no lo podemos detener; y esto es porque a veces, y por lo general, en vez de ver la estructura misma del Capitalismo y nuestra subjetividad dominada por tal ideologización en su goce y formalmente esclavizada, vemos, sin embargo, literalmente, así como esa serie antigua de Batman del casposo y fofo Adam West (algo más gordo como Ben Affleck de la aburrida Liga de la Justicia, de Snyder, 2017), los letreros cuando se dan golpes en sus peleas: ¡Boom!, ¡Cáspita!, ¡Ahhhh!… Y, en esto, no podemos ver su estructura material histórica misma, que nos ideologiza subjetivándonos en capitalistas; los chinos actuales.

Y luego nos conformamos en críticas ontológicas, y usamos la verborrea heideggeriana, por ejemplo el ser del Capitalismo ante la «nadificación» de todo ente e incluso de los vivientes y los superhéroes. En esa «nadificación» aleatoria, esto es, el actuar de Thanos, el Capitalismo se destruyó casi por completo y en esa angustia ante el mercadomundo nos queda decir, como dicen en los bares madrileños de Carabanchel: ¡No somos Nada! Y así seguimos como «almas bellas» (la certera crítica de Hegel de su Fenomenología del espíritu), con ciertos resguardos ontológicos, y pensamos que en el fondo la muerte de Thanos no nos afecta, pero nos afectó a todos. Y en esa Nada acontece la muerte, porque en verdad nuestra vida es parte del sacrificio de los héroes y del héroe Thanos; si Dionysos es el doble nacido, Thanos es el doble asesinado; una vez por Thor, otra vez por Iron Man y en un mismo film. Algo así como una versión mucho más mejorada del oscuro Séptimo Sello de Bergman (1957). Ahora la muerte sana, también como en el pasado, pero a lo mejor es posible que en este nuevo universo menos denso y estúpido realmente podamos vivir sin el aplastante mercado de EE. UU. y también sin esos horrorosos héroes, soldados, vigilantes (fuerzas, voluntades, dispositivos) que viven en el día militarizando nuestro Capitalismo a nivel total; como digo en otra parte, militarizando hasta el inconsciente o, mejor dicho, precisamente el inconsciente (esa es la batalla por antonomasia, es «La» Batalla por dar). La hazaña del Titán Héroe Thanos es que, en esa decadencia total, también nos hace ver que Marvel no es nada más que otro producto, otra mercancía, y que su mercado también caerá, pues necesariamente debe caer: es finita, es parte de nuestra propia historia material; nunca es hegemónica; imposible que el Capitalismo sea hegemónico, aunque se pretenda soberbiamente lo contrario. Lamentablemente, como vimos en Avengers: Endgame, todo volvió a ser casi como antes; y el Capitalismo, y Marvel y sus héroes y el universo, volvió a estar cargado de chapucería; se repitió, aunque distinto, sin Iron Man, sin Capitán América, ni Viuda Negra, ni Visión, etc., la farsa necesaria para mantener operativo a ese viejo Capitalismo británico. Y, por lo tanto, ya no es del todo lo mismo. Pero lo importante es que nos olvidaremos de la verdad de esta esencia capitalista por Endgame; que por una vez se dio el acontecimiento a través de la muerte de los héroes, la posibilidad de ver cómo se da el Capitalismo en el Capitalismo mismo en Infinity War, y en esto barruntamos una posible revolución que nos permitiera afirmar la vida más allá del Capitalismo; aunque esto parezca inocente e ingenuo. Con Thanos aconteció, en su chasquido, una Revolución del NosOtros en medio mismo de Marvel, y de allí en nuestro inconsciente, en cada uno de los que vieron el film y leen este texto. Por lo menos así lo espero.

Marvel no es nada más que otro producto, otra mercancía, y su mercado también caerá, pues necesariamente debe caer: es finita, es parte de nuestra propia historia material; nunca es hegemónica.

Conclusión

Marvel es nuestro peor enemigo, es como la filosofía hegeliana para los heideggerianos (el estudioso Adorno se dio cuenta rápidamente del problema de los fenomenólogos y de Heidegger en especial); sin mirada reflexiva crítica estamos, literalmente, perdidos; pues no tenemos cómo mediatizar la inmediatez de los héroes en sus aventuras chapuzas capitalistas. Si Hegel decía que «El ser es lo inmediato indeterminado» en su «Doctrina del ser», en la Ciencia de la lógica, habría que actualizarlo y decir junto a él que «Marvel es lo Inmediato indeterminado»; lo inmediato en y por sí mismo que se resiste a dejarnos, pues lo inmediato siempre está ahí, como resto que no se deja subsumir del todo. Y en esa inmediatez obra todo su poder de dominación; en esa inmediatez de hacernos creer que Iron Man es el héroe y Thanos el villano. Pues no es así: Thanos es el que nos permite reflexionar por la finitud misma de esta aparente hegemonía ideológica que es Marvel con ansias de inmortalidad y de dominación de todos. Y Marvel se superó a sí mismo con Thanos, pues nos dio la confianza de que toda esa hacienda capitalista se podría acabar, incluso la de la propia Marvel. Y así podríamos ver cómo actúa su esencia, que nos subjetiva en la hacienda militarizada chapuza de los EE. UU. al mundo entero: Rusia, China, etc. Solamente desde la mediación se nos vuelve inmediato para nosotros Marvel, y podemos ver la naturalización de su propia luz; luz creada desde la historicidad misma del Capitalismo. De ahí que estaba tan feliz al ver a Thanos desactivando a Hulk por medio de un puñetazo al comienzo de Infinity War; pensamos que era el camino seguro a seguir, pero ¿será posible acabar con los héroes de Marvel y con su expresión capitalista de la Matrix hacendal militarizada chapuza actual? Depende de NosOtros. ¡Es inevitable! Debemos proseguir con la «Búsqueda de Thanos». El Capitalismo debe ser finitizado y con ello disuelto en nuestro inconsciente «marvelficado» por esa nueva ideología: la Teología capitalista.

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