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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ Diego Sztulwark: «Toni Negri es el pensador que se sobrepone a la derrota y desafía a los poderes»

Diego Sztulwark en una fotografía cedida por él mismo.

El argentino Diego Sztulwark es uno de los mayores expertos del ámbito hispano en la figura del filósofo italiano Toni Negri, recientemente fallecido, uno de los pensadores más influyentes en los movimientos sociales, especialmente en España, Italia y Latinoamérica. En esta entrevista nos habla sobre el pensamiento de Negri y el proceso de su recepción en Argentina.

F+ Germán Cano: «Hay una disputa cultural en torno al resentimiento como arma arrojadiza»

Vivimos tiempos de odio y resentimiento. El auge de los nacionalismos y de la extrema derecha nos obliga a poner en el centro estos dos sentimientos para comprender los movimientos políticos de nuestro tiempo. Fotografía de Germán Cano extraída de la entrevista en Youtube realizada por Bez.es el 6 de noviembre de 2015 (licencia Creative Commons).

El panorama político actual está construido sobre una estructura de resentimiento. En esta entrevista, hablamos con el filósofo Germán Cano sobre el concepto de resentimiento, su historia, sus matices filosóficos y sus implicaciones políticas.

F+ La filosofía de Ignacio Ellacuría

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En exclusiva para los suscriptores Filco+, la Introducción del libro Ignacio Ellacuría, de Marcela Brito, dentro de la nueva colección Rostros de la Filosofía Iberoamericana y del Caribe (próxima publicación Herder 2022).

Introducción

El siglo XX fue «el siglo de las guerras» y el XXI, que apenas comienza, nos auguraba la promesa de dejar atrás un pasado lleno de destrucción y muerte. Sin embargo, vemos que las guerras siguen, que la insolidaridad no cesa y que las pandemias han vuelto a ponerse a la orden del día. En un mundo cada día más rápido, la pregunta por hacia dónde nos dirigimos vuelve a estar presente. A lo largo de la historia de la filosofía se han hecho enormes esfuerzos por explicar el mundo para que podamos vivir en él y con él, sin embargo, cada vez son más evidentes sus límites e insuficiencia. Poco a poco el pensamiento utópico se ha ido borrando, dando paso al pragmatismo y la conformidad con un orden global que, en apariencia, no podemos cambiar. En un país diminuto y asediado por la pobreza como El Salvador, el filósofo Ignacio Ellacuría se dio a la tarea de repensar la filosofía, su objeto y propósito, porque creyó que con la fuerza de la razón que atiende al lamento de la realidad de los desposeídos, esta era capaz de convertirse en motor y conciencia de la necesidad de diversos cambios estructurales que no solo erradicaran el mal en este país centroamericano, sino también en el mundo. Su pensamiento y praxis se convirtieron en voluntad de verdad, voluntad de liberación y voluntad de salvación para su pueblo y para todos los pobres del planeta: los que padecen violencia, persecución y terror. Con todo y el testimonio vivo que representa su muerte violenta, su legado continúa, por lo que tenemos el honor de traerles este libro que pretende ser una introducción a su pensamiento.

Para entender mejor el porqué de la muerte de Ignacio Ellacuría —¿por qué los mataron? suele ser la primera pregunta cuando se habla sobre él y sus compañeros—, consideramos pertinente compartir algunos aspectos de este filósofo fascinante, tarea nada sencilla, dada la complejidad de su carácter, de sus pronunciamientos, de sus escritos y su obra. No es fácil, especialmente para quienes no lo conocimos en vida. Diversos escritos dan cuenta de algunos aspectos de su personalidad, de anécdotas y actividades, así como de su intenso ritmo de trabajo e incansable espíritu de servicio. Sin embargo, tales escritos también nos dicen que Ignacio Ellacuría se mostraba siempre reservado frente a su vida privada, que podíamos saber más sobre sus ideas, sentimientos, preocupaciones y esperanzas a través de su trabajo como rector y docente en la uca, su papel como mediador en el diálogo entre la guerrilla y el Gobierno durante la guerra civil salvadoreña, sus escritos de análisis político, sus rigurosos artículos de filosofía y teología, así como en el trato que tenía con la gente más sencilla.

En cualquier caso, si algo podemos saber sobre Ignacio Ellacuría, es que fue movido por la fe, la esperanza y la entrega sin medida a quienes consideró los protagonistas de la historia y los sujetos de la salvación en nuestro mundo: las grandes mayorías empobrecidas, oprimidas, angustiadas, torturadas, violadas y asesinadas por los poderes maléficos del capital. Los negados por las grandes gestas históricas y tecnológicas de la civilización occidental fueron y siguen siendo, según el legado ellacuriano, quienes mejor descubren el rostro manchado de sangre, mentira e injusticia que los artificios del consumismo o las políticas económicas y culturales que imponen las grandes potencias en todos los países del mundo pretenden maquillar. A ese pueblo crucificado sirvió, y por su causa fue martirizado la madrugada del 16 de noviembre de 1989, junto con sus compañeros Segundo Montes, Joaquín López y López, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, Elba Ramos y su joven hija Celina, por miembros del Batallón Atlacátl, que procedió por orden del Estado Mayor del Ejército salvadoreño.1

Ignacio Ellacuría fue movido por la fe, la esperanza y la entrega sin medida a las grandes mayorías empobrecidas, oprimidas, angustiadas, torturadas, violadas y asesinadas por los poderes maléficos del capital.

Hubo un esfuerzo por ocultar los motivos y a los perpetradores de la muerte de los jesuitas, manteniendo una historia oficial que oscurece, silencia y distorsiona la realidad para hacer «calzar» los hechos con la racionalidad y la justificación de la forma en que opera el poder establecido. La muerte de Ellacuría, de sus compañeros jesuitas y sus ayudantes, fue el resultado de la incomodidad que supuso la razonabilidad del diálogo como vía de salida al conflicto armado, del desenmascaramiento de la brutalidad disfrazada de seguridad nacional, así como la corrupción del doble discurso sostenido tanto por el Gobierno salvadoreño como por Estados Unidos.2

Aunque la ofensiva guerrillera les proporcionó la ocasión para un último impulso y un pretexto conveniente, los «duros» del ejército ya hacía tiempo que habían decidido llevar a la práctica su deseo, que tenían desde hacía diez años, de silenciar al P. Ellacuría. La decisión de matar al P. Ellacuría formaba parte de una ya larga práctica de ataques contra los jesuitas. En este contexto, el P. Ellacuría, que hablaba claramente abogando por la paz, se había convertido en una obsesión. […] Hubo algunas personas en El Salvador que tomaron la llegada al poder del partido ultraderechista arena como una especie de luz verde para incrementar la violencia. Aumentaron los intentos de relacionar a los jesuitas con la violencia del FMLN y presentar a los sacerdotes como apologetas de las acciones de la guerrilla.3

El problema, según expone Doggett, radicó en que el carácter pacífico de la protesta y la denuncia le impedía al ejército y a las fuerzas de seguridad actuar con alguna justificación contra los jesuitas de la UCA, puesto que cualquier acción para acallar la crítica y la denuncia repercutiría en el retiro del apoyo al ejército y el Gobierno por parte de la población salvadoreña. Sin embargo, esto no impidió que la masacre se llevara a cabo, por lo que este hecho constituye un caso paradigmático: aunque ya desde la década de 1970 el asesinato de sacerdotes, seminaristas, monjas y laicos colaboradores era sistemático, el de los jesuitas de la uca sentó el precedente de que las fuerzas militares podían entrar con plena libertad en un recinto universitario, sacar de la cama a figuras de reconocimiento mundial y matarlos. Entonces todo era posible; nadie estaba libre de quedar a merced de tales fuerzas siniestras.

Junto a ellos, ya habían sido torturados y crucificados miles de salvadoreños anónimos, sacerdotes, monjas, seminaristas y activistas de todos los credos, y fueron perseguidos durante años hasta la firma de los acuerdos de paz en 1992. En cierta forma, los mártires del pueblo salvadoreño siguen siendo perseguidos, también los jesuitas de la uca, porque aún predominan condiciones socioeconómicas, políticas, culturales y de género que de modo sistemático oprimen la vida de millones de salvadoreñas y salvadoreños; en ese sentido, las estructuras de pecado no han sido erradicadas pese al fin del conflicto y la democratización de El Salvador. Hoy en día, el nombre de Ignacio Ellacuría sigue causando recelo en ciertos sectores de la sociedad salvadoreña que no comulgan con el proyecto que él, sus compañeros jesuitas y miles de salvadoreños anónimos lucharon por echar a andar.

Ignacio Ellacuría no llegó a plasmar por escrito su proyecto debido a su muerte prematura, pero sí nos dejó importantes pistas en su vasta y diversa producción intelectual. Asimismo, la prueba palpable de dicho proyecto se evidencia en las comunidades rurales que adoptaron su nombre y el de sus compañeros tras el martirio de 1989, porque creyeron en él y decidieron encarnarlo en su vida comunitaria. El nombre de Ellacuría sigue vivo e incomoda a muchos porque su visión compasiva de la realidad salvadoreña y latinoamericana, su mordaz crítica a los poderes maléficos del capital y su esperanza de otro mundo posible pone el dedo en la llaga sobre la actual configuración estructural —y en definitiva metafísica— de esta época que aporta muchos males y pocos beneficios a la mayor parte de la humanidad.

Entonces, a partir de lo que hemos mencionado, ¿quién fue Ignacio Ellacuría? Sabemos que su obra hablaba más sobre sí mismo de lo que él nunca habló, aunque en ocasiones expresara su sentir con la realidad y lo hiciera como siempre hizo todo: con honestidad. En las entrevistas para radio y televisión que reposan en los archivos de la UCA y en internet, se lo escucha hablar con parquedad, indignación, agudeza, rigor y esperanza acerca de la situación que en ese entonces vivía el pueblo salvadoreño. Sus textos tampoco carecen de la misma expresividad compasiva. Y es que, citando a Jon Sobrino, quien convivió muchos años con él, Ignacio Ellacuría nunca fue una persona sensiblera, pero sí profundamente sensible y compasiva con la realidad, por lo que su actuar siempre estuvo acorde con su tremenda capacidad para leer e interpretar los signos de los tiempos, así como las coordenadas de la situación sociopolítica tanto nacional como mundial y responder a esta interpelación, cargando con y encargándose de la realidad:4

Realmente Ellacuría había sido, sin demagogia, con objetividad, con la palabra de verdad y con la valentía y tenacidad que siempre lo caracterizó, un auténtico profeta en sus escritos y, cada vez más, públicamente por televisión. Hacía poco tiempo, una señora del pueblo me había dicho después de verlo en televisión: «Desde que asesinaron a Monseñor nadie ha hablado tan claro en el país».5

Desde luego no nos olvidamos de la sentencia «dejarse cargar por la realidad», que refleja el gran amor, la compasión y la responsabilidad de Ellacuría para con su pueblo martirizado: la realidad del dolor se le impuso y él se dejó iluminar, guiar y enternecer por este dolor para erradicarlo, en la medida de lo que sus fuerzas limitadas, pero increíblemente potentes, pudieron dar de sí. Este último aspecto es fundamental, porque para comprender lo que implica situarse en la realidad para enfrentarla, cargar con ella y encargarse de ella, primero hace falta escuchar y sentir con la realidad misma. Para ser interpelados, primero debemos ser afectados, y esa es una de las mayores virtudes que podemos extraer de lo ya expresado sobre ciertos rasgos de Ignacio Ellacuría a través de los testimonios que nos han quedado sobre su vida. Con ello queremos señalar que la inteligencia de Ellacuría fue capaz de operativizar las dimensiones teórica, ética y práxica en una filosofía, teología y política puestas al servicio de la liberación, no a pesar de las condiciones de opresión en las que vivió, sino precisamente por y a través de ellas, porque lo que resplandecía y aún resplandece en tales condiciones es el lugar de mayor iluminación de la realidad: las mayorías populares o el pueblo crucificado. Hacia este pueblo se orientaron tanto él como su obra no para dirigirlo, sino para dejarse dirigir por medio de la escucha y el sentir compasivos.

Es en este marco que el proyecto utópico de una civilización de la pobreza cobra sentido, vigencia y urgencia. Para Ellacuría estaba claro que cualquier proyecto civilizatorio parte de una opción preferencial que sirve de criterio ético, epistemológico, antropológico y metafísico en la que el filósofo, el teólogo o el científico deben situarse para aprehender intelectivamente las estructuras de la realidad a la altura de los tiempos en los que se insertan. No en vano expresó, respecto de la teología como momento teórico de la praxis eclesial, que se escribe teología en un escritorio, pero no desde el escritorio.6 Lo mismo vale para cualquier aproximación teórica a la realidad que persiga dinamizarse en una praxis determinada. En el caso de Ellacuría, su opción fueron los pobres, entendidos no solo como los privados de las condiciones materiales mínimas necesarias para subsistir, sino también como todos aquellos individuos y colectivos que padecen la carencia de posibilidades para desarrollar su vida de forma autónoma y plena, como pregona el discurso ideologizado de los derechos humanos que, en la práctica, son privilegio de pocos a costa de la miseria de muchos.7

La visión compasiva de la realidad salvadoreña y latinoamericana, su mordaz crítica a los poderes maléficos del capital y su esperanza de otro mundo posible puso el dedo en la llaga sobre la actual configuración estructural de esta época

La idea de una civilización de la pobreza no es, pues, la pauperización de la humanidad, sino el posicionamiento de una nueva forma de vida que parta desde valores, prácticas, modelos comunitarios y económicos cuyo contenido sea dialécticamente opuesto al que promueve la civilización del capital: idolatría al ego, a la riqueza, al Estado, a las doctrinas de la seguridad nacional que solo decantan en prácticas aporófobas, xenófobas e incluso homófobas o misóginas. No existe, es evidente, una «receta» o un modelo sobre cómo habría de implementarse este modelo que, pensamos, conlleva una radical ruptura con el curso en apariencia imparable de la historia actual, como denuncia Walter Benjamin en su tesis novena sobre el concepto de historia. Detener la historia no implica abandonar todo lo que de bondadoso haya logrado la constitución de nuestra civilización, sino romper con todo aquello maléfico, pecaminoso y destructivo que nos ha traído, para inaugurar la humanidad nueva, el cielo y la tierra nuevos donde la vida sea, para todas y todos, plena y abundante.

Ellacuría no pudo establecer cómo y en qué momento se realizará esta ruptura civilizatoria porque su comprensión de la realidad histórica no conduce a lecturas teleológicas, deterministas ni estáticas. Sin embargo, sí nos ilumina para que en la actualidad podamos leer los signos de los tiempos no para esperar ingenuamente a que la historia llegue a un pretendido final reconciliatorio (como la lectura soviética del materialismo dialéctico), sino para que, ateniéndonos a esos signos, podamos determinar cuáles son las praxis más adecuadas que nos permitan responder al clamor de la realidad a fin de liberarla y realizarla de cara al bien mayor. En ese sentido, el papel del posicionamiento y la opción preferenciales es fundamental, puesto que pretender una postura aséptica en nombre de la pureza y la objetividad académicas también es una trampa que enmascara la complicidad por acción u omisión con las estructuras de la realidad histórica que generan muerte sistemática, fría y racional.

La lucha contra esas formas de complicidad fue lo que a su vez dinamizó la férrea ética de trabajo y servicio tanto en Ellacuría como en sus compañeros jesuitas, hasta el punto de que, en sus últimos años de vida, la salud de todos ellos empezó a deteriorarse.8 No obstante, la erradicación del sufrimiento y de la maldad siempre impulsó, como un resorte, su entrega incansable. Frente a la racionalidad del mal, todos ellos se irguieron con la racionalidad de la bondad y del amor que se verifica en los actos más que en las palabras, frente a la opresión sistemática, el trabajo preferencial desde y para los más sencillos. Incluso podemos agregar que frente al reinado del maligno, del acusador, del mentiroso y el asesino, todos ellos se opusieron construyendo el proyecto del Reino. El brutal martirio que soportaron fue, al parecer, la afirmación del poder aplastante de esta maldad, pero el impulso crítico de su legado sigue siendo la prueba de que la semilla de su entrega ha rendido un fruto tan potente que resucitó y sigue vivo entre nosotros. Precisamente por eso, este texto ha llegado a manos de los lectores.

Es difícil abordar el problema de la civilización de la pobreza sin aludir al Reino de Dios como horizonte de la salvación histórica. Y no puede obviarse este elemento fundamental en la potencia del pensamiento ellacuriano, porque tiene como base el problema de la construcción del camino a la salvación histórica desde las estructuras intramundanas de la realidad histórica. Si el mal ha adquirido determinadas estructuras y dinamismos, es preciso que desde la comprensión profunda y radical de estas estructuras se operativice el compromiso con la construcción del Reino, es decir, de la constitución de la civilización de la pobreza. En Ellacuría, así como en sus compañeros, podemos verificar cabalmente este compromiso inconmovible con la esperanza de la redención de nuestra historia, respondiendo al llamado que Benjamin hizo en su tesis sexta:

En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no solo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que solo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si este vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.9

La historia no está cerrada, sino abierta y proyectada al futuro. El contenido de este Reino de Dios que habrá de instalarse mediante el cambio civilizatorio es un misterio profundo y radical que se irá revelando en la medida en que, desde el trabajo académico, político, económico, religioso, comunitario y personal, marchemos en la ruta de la liberación integral de la humanidad. Quien lea atento los textos de Ignacio Ellacuría podrá darse cuenta de que la complejidad de su filosofía no se agota en sí misma, sino que está al servicio de la esperanza de que, aunque el mal no ha cesado de vencer, no significa que sea imposible derrotarlo. Precisamente por ello hemos apuntado ya al carácter abierto y dinámico de la realidad histórica, que arrasa con las lecturas fatalistas y deterministas que muestran la destrucción de nuestro planeta como final inevitable, dejando fuera de lugar a la esperanza y el compromiso. Así, desde los elementos ya descritos, es preciso señalar que la fe también es un componente fundamental para comprender el sentido del camino trazado por la vida y obra de Ignacio Ellacuría, de cara a la realización de una civilización de la pobreza como exigencia teórica, ética, práctica y también espiritual para la viabilidad del futuro de la humanidad:

Una civilización de la pobreza es un reclamo irrecusable de los signos de los tiempos y de la dinámica soteriológica de la fe cristiana, historizada en hombres nuevos, que siguen anunciando con firmeza, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador.10

Estos aspectos nos permiten configurar una imagen más clara y personal de Ellacuría que nos ayuda a comprender cómo surge y evoluciona la forma radical de su labor filosófica, teológica, universitaria y política, todo esto asumido en la unidad de su idea de la realidad histórica como objeto de la filosofía y base de toda forma de saber. Y es que la vida y obra ellacuriana estuvo marcada por la influencia de grandes pensadores como Miguel Elizondo, S.J.; Aurelio Espinosa Pólit, S.J.; Ángel Martínez Baigorri, S.J.; Karl Rahner y Xavier Zubiri.11 Por otro lado, no podemos negar que monseñor Romero fue una marca fundamental en su vida y comprensión de la realidad, sobre todo, como hemos señalado, la realidad doliente del pueblo salvadoreño fue su mayor maestra. En todos estos amigos y maestros Ellacuría encontró el camino que marcó su vida y servicio.

La idea fundamental que enlaza toda la producción de Ignacio Ellacuría es la primacía de la realidad

Este señalamiento, por evidente que parezca, nos conduce a la idea fundamental que enlaza toda su producción: la primacía de la realidad. Para entender mejor qué es la realidad histórica es necesario que partamos de esta consideración que se refleja en los escritos y discursos de Ellacuría, todo ello dinamizado y unificado por la radicalidad de su vida salvadoreña. Desde muy temprano tuvo la inquietud por encontrar una unidad sintética entre la actividad filosófica rigurosa y la existencia humana concreta, siempre llena de vicisitudes, sufrimientos y problemas. Por ello se inclinó por elaborar una síntesis entre la filosofía escolástica y el vitalismo orteguiano: consideraba que ambas podían dar como resultado una filosofía a la altura de los tiempos, una filosofía viva y encarnada que plantara cara a los asuntos que preocupaban a la humanidad, pero sin dejar de ser filosofía. Su encuentro con Zubiri en la década de 1960 fue fundamental, pues le dio la pista de cómo alcanzar esa filosofía que el joven Ellacuría buscaba: no a través del esfuerzo por unir dos filosofías irreconciliables, sino de pensar en otra idea de filosofía y otra idea de realidad.

Fue el propio Zubiri quien insistió a Ellacuría en la importancia de trabajar juntos, al sentirse a gusto en compañía del joven sacerdote y sus largas charlas acerca de la filosofía, la religión, la fe y otros tantos temas que marcaron la pauta de su amistad a lo largo de veinte años, pero que también posibilitaron que Ellacuría se sumergiera intelectualmente en lo más profundo de la realidad de la mano de su gran amigo, quien también persiguió en sus años de juventud esa idea de filosofía que rompiera con las falsas apariencias de las abstracciones conceptuales, tan comunes en la historia filosófica. A esto intentó responder con su idea de realidad histórica, concepto al que, aunque acuñado por Zubiri, confirió el grado de objeto filosófico, al considerar que si la forma de realidad más abierta en la filosofía zubiriana era la persona, esta no podía entenderse sin todo el dinamismo y las realidades que se dan en la historia. Así pues, para Ellacuría no era posible hablar de «historia» o «realidad» a secas para afrontar el problema de la unidad de la persona y la realidad, de la transcendencia y la materialidad que tanto le preocupó; había que hablar de realidad histórica para hacer referencia a esta estructura peculiar y, a su juicio, más radical que la idea de realidad de Zubiri.12

Esta forma de entender la unidad de lo real es de gran importancia, pues en la realidad histórica se asume la totalidad de la realidad en una nueva unidad: en sí misma están implicados la materia, el espacio, el tiempo, la especie humana, la sociedad y la persona. Hablar de realidad histórica supone poner sobre la mesa la cuestión de la vida y la actividad humanas en este su peculiar aspecto histórico, pues es la actividad social la que va dando forma, a lo largo del tiempo y en el espacio del mundo, a lo que sucede en la realidad que se vive. Por otra parte, la entrada de la humanidad en el planeta por la vía evolutiva rompe el curso de lo natural y lo abre a una radical indeterminación: la actividad creativa y opcional del ser humano transforma el orden y el dinamismo de toda la vida y realidad material, marcando el rumbo de distintas formas de vida, de comprender lo real, de experimentar la fe y, en definitiva, de una infinidad de aspectos que configuran la vida humana en los ámbitos colectivo e individual. En este sentido, la realidad histórica presenta un dinamismo ambivalente: puede ser de mayor humanización o deshumanización. Todo ello depende de las opciones que se encuentren en la base de la apropiación de una posibilidad u otra, en un momento histórico dado y según las posibilidades de vida por las que se puedan efectivamente optar.

De ahí que sin este esfuerzo intelectual por darle a la filosofía su propósito y objeto no podríamos entender la potencia política, teológica y académica de Ellacuría. Para él, lo político nunca estuvo desvinculado de la actividad filosófica, tampoco del quehacer universitario, pues es un momento dinamizador de la realidad histórica y, en consecuencia, configurador de la vida humana en todas sus dimensiones. En esta línea, la politicidad es un elemento intrínseco al filosofar, a lo académico, lo personal, lo social, lo religioso, entre otras dimensiones que configuran nuestro mundo.

La filosofía no puede ser nunca apolítica, neutral o aséptica

Ellacuría nunca pactó con partidos políticos ni fuerzas estatales o movimientos de ningún tipo, pero ello no significó que su trabajo estuviera desligado del acontecer político en El Salvador o que no considerara su labor filosófica, teológica y universitaria como algo separado de lo político. Para él, la solución a la conflictividad vivida por su pueblo nunca podría darse a través de polarizaciones reduccionistas; al contrario, solo podía surgir algo nuevo en el camino de la construcción de la paz que superara positivamente las raíces del conflicto, una tercera fuerza en la que todos «estuviesen de acuerdo en una cosa: ni un muerto más».13 Este anhelo, evidentemente, pasaba y sigue pasando por el desenmascaramiento de las estructuras que generan violencia, miseria y muerte. Su criticidad siempre fue tan radical que nunca agradó a las fuerzas en pugna durante el conflicto armado: las estatales lo tacharon de subversivo y la guerrilla de conservador. Tampoco persiguió agradar a las clases económicamente dominantes, ni a ciertos sectores conservadores de la jerarquía eclesiástica, porque su interés mayor siempre fue la erradicación del sufrimiento de los pobres. Fue asesinado por la efectividad política, académica y real de su pensamiento y sus hechos, pues la corrupción y la injusticia no toleran a los hombres y mujeres comprometidos, que ponen en marcha el proyecto de un mundo distinto.

En definitiva, la filosofía no puede ser nunca apolítica, neutral o aséptica. La filosofía potente de Ignacio Ellacuría da de sí en múltiples aristas, algunas de las cuales hemos mencionado, pero que escapan a los límites de estas páginas y que, sin embargo, invitamos al lector a explorar para sumergirse en sus obras fascinantes, complejas, rigurosas y llenas de pasión por la verdad y la libertad de la familia humana. Así pues, podemos decir que las páginas que siguen son una provocación para los no iniciados en el pensamiento de este filósofo de tierra salvadoreña, por lo que nos detendremos en tres momentos fundamentales para entender el pensamiento filosófico de Ignacio Ellacuría y la veta utópica que se desgaja de este: primero, una introducción a su idea de filosofía, los problemas conceptuales, históricos y materiales a los que responde, así como las dimensiones que abarca. Hablamos aquí de una filosofía encarnada, comprendida por Ellacuría como forma de saber, forma de vida y orientación para el mundo y la vida. Esta última dimensión, a nuestro juicio, conecta con la politicidad que corresponde a toda forma de saber situada históricamente, por lo que la filosofía no es la excepción, menos para Ellacuría. Esta idea de filosofía y su objeto —la «realidad histórica»— responden a la primacía que la realidad siempre tuvo para él, sobre todo aquella de los perseguidos, muertos y empobrecidos por las estructuras de injusticia que todavía existen en El Salvador y en el mundo, incluso en países desarrollados. La filosofía de Ellacuría no es aséptica ni imparcial, y nunca pretendió serlo: sus intereses y propósitos son claros, pues la honradez con la realidad es uno de los principios de los que debe partir toda filosofía pura, que no sea pura filosofía erudita ni palabrería.

En segundo término, analizaremos la articulación estructural de la realidad histórica como objeto de la filosofía ellacuriana. Toda filosofía pretende explicar la totalidad de la realidad en sus fundamentos últimos. Siguiendo la impronta de Xavier Zubiri, la realidad es para Ellacuría una unidad estructural diversificada, dinámica y abierta. Los conceptos de materia, espacio, tiempo y vida fueron pensados en esta misma línea, pues transformar la realidad de los que sufren no es ejercicio de mística, sino de análisis de realidades, estructuras y dinamismos que causan mal y sufrimiento. En este sentido, la realidad histórica tiene su plena concreción en la especie humana y las configuraciones sociales e históricas, de modo que la totalidad de la realidad adquiere máxima realización y complejidad en el ámbito de la historia, que es creación de posibilidades y proceso de capacitación para hacer más realidad. Sin embargo, por ser abierta, el decurso de la realidad histórica es indefinido: puede dar paso a un bien o a un mal mayor. El hecho inconcuso es que nuestra historia está plagada de maldad e injusticia, por lo que un cambio de rumbo supone comprender las estructuras que intervienen para actuar sobre ellas. De esta manera, en la idea misma de realidad histórica se operativiza la unidad entre teoría y praxis, desde una opción ética preferencial por el lugar de negación de la creatividad misma de la historia.

Presentamos, por último, el problema de la realidad del mal, estructurado en la categoría ellacuriana de civilización del capital. Esta forma de configuración de la realidad histórica fue quizá la principal preocupación que Ellacuría quiso responder a través de sus escritos y su filosofía, cuya respuesta fue la civilización de la pobreza como polo dialéctico para superar la raíz del mal histórico en el que vivimos. El análisis de la realidad del mal es valioso para entender nuestro mundo, pues supone una impronta que abandona las consideraciones moralistas e individualizantes de la acción humana, pero que también implica el compromiso de erradicar y renovar todas las estructuras que hacen posible las diversas formas del mal que vemos objetivadas en la actualidad.

Esperamos que la lectura sea provechosa y, sobre todo, una invitación a repensar la realidad histórica de nuestros países, en una Iberoamérica hoy más conflictiva que nunca.


1 Cf. Comisión de la Verdad para El Salvador, De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, San Salvador, Dirección de Publicaciones e Impresos, 2014, pp. 57-64. Cf. M. Doggett, Una muerte anunciada: el asesinato de los jesuitas en El Salvador, San Salvador, UCA Editores, 2001, pp. 34-41, 75-126.

2 Cf. M. Doggett, Una muerte anunciada, op. cit., pp. 70-73.

3 Cf. Ibid., pp. 25-26.

4 Cf. J. Sobrino, Ignacio Ellacuría, el hombre y el cristiano: «Bajar de la cruz al pueblo crucificado», San Salvador, Centro Monseñor Romero, 2006, pp. 12-13.

5 Id., Compañeros de Jesús: el asesinato-martirio de los jesuitas salvadoreños, Santander, Sal Terrae, 1990, p. 6.

6 Cf. J. Sobrino, Ignacio Ellacuría, el hombre y el cristiano, op. cit., p. 33.

7 Cf. I. Ellacuría, «Pobres», en Escritos teológicos, vol. 2, San Salvador, uca Editores, 2000, pp. 174-177; cf. id., «Historización de los derechos humanos desde los pueblos oprimidos y las mayorías populares», en Escritos filosóficos, vol. 3, San Salvador, UCA Editores, 2001, pp. 434-435, 443-444.

8 Cf. J. Sobrino, Compañeros de Jesús, op. cit., pp. 11-12.

9 W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México, Ítaca-UACM , 2008, p. 40.

10 I. Ellacuría, «Utopía y profetismo desde América Latina. Un ensayo concreto de soteriología histórica», en Escritos teológicos, vol. 2, op. cit., p. 293.

11 Cf. R. Cardenal, «De Portugalete a San Salvador: de la mano de cinco maestros», en J. Sobrino y R. Alvarado (eds.), Ignacio Ellacuría: «aquella libertad esclarecida», San Salvador, UCA Editores, 1999, pp. 43-58.

12 Cf. I. Ellacuría, «El objeto de la filosofía», op. cit., pp. 85-92.

13 J. Sobrino, «Mi caminar con Ignacio Ellacuría», en J.J. Tamayo Acosta y H. Samour (eds.), Ignacio Ellacuría. 30 años después, Valencia, Tirant Lo Blanch, 2021, p. 638.

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F+ Olga Amarís: «Arendt y Zambrano tienen mucho que enseñar a los ciudadanos del siglo XXI»

Olga Amarís Duarte es doctora en Filosofía y traductora. Tras la publicación de su tesis doctoral sobre el exilio de Hannah Arendt y de María Zambrano, continúa dedicándose al estudio de la obra de mujeres desde un prisma comparativo a través de conferencias, mesas redondas y publicaciones.

La gran novedad que aporta este libro de Olga Amarís Duarte, publicado por Herder Editorial, es el acercamiento de las filosofías de estas dos mujeres, alejadas pero paralelas en su deseo por estirar los límites de la razón más allá de lo aceptado por los cánones establecidos. En esta doble biografía, además, Amarís nos descubre…

Thomas Hobbes: materialismo filosófico y filosofía política

El filósofo inglés Thomas Hobbes nació en 1588 y murió en 1679. Imagen de dominio público distribuida por Flickr, Ann Longmore-Etheridge.

El siglo XVII en el que vive Hobbes está marcado por grandes guerras. Esta circunstancia es decisiva en el pensamiento del filósofo inglés. Escribe varios libros sobre su visión política y organizativa de la sociedad, pero es su Leviatán el que le ha hecho destacar en la historia de la filosofía. 1 Origen del filósofo…

F+ Macarena Marey: «El consenso no puede arrasar con todos los demás principios democráticos»

Macarena Marey, filósofa, especialista en historia de la filosofía política y teorías de la democracia, profesora de Filosofía política en la Universidad de Buenos Aires.

La filósofa argentina Macarena Marey explica que no es que el consenso sea malo, sino que lo importante es evitar que se convierta en un objetivo a conseguir de cualquier modo, en un imperativo generador de normas y exigencias injustas que pesen sobre la participación y afecten negativamente a unas personas más que a otras….

Amor por el pensamiento
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