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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ La «Ciencia de la lógica» o de cómo poner en entredicho al absoluto

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La Ciencia de la lógica, centro cordial del sistema hegeliano, es entre otras cosas el paradójico lugar móvil de una interdicción del Absoluto como hipóstasis metafísica de una función lógica («Dios es el Absoluto») y de una inter-dictio de lo absoluto, casi un inteligir o «entre-leer» el sentido usual del término «absoluto»: un adjetivo calificativo que denota la plenitud articulada, la concreción de las determinaciones lógicas en su verdadero carácter infinito, e.d. cuando ellas han reflexionado en el sentido hegeliano, retornando así a ellas mismas en lo otro de ellas, como es el caso del saber, de la Idea y del Espíritu: cada uno de ellos, reverberando a su manera esa calificación única como «absoluto» (singulare tantum), mientras los sustantivos referentes son varios, como un caleidoscopio bañado en una y la misma luz.

Por Félix Duque, Universidad Autónoma de Madrid

FILOSOFÍA&CO - Copia de COMPRA EL LIBRO 9
Enciclopedia de las ciencias filosóficas, de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Como es sabido, en el prólogo a la segunda edición de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1827), sentencia Hegel: «La historia de la filosofía es la historia del descubrimiento de los pensamientos sobre el Absoluto, que es su objeto». Creo que podía haber añadido: «Y esta historia ha llegado a su acabamiento (Vollendung)», entendido en el doble sentido que el término tiene en castellano y en alemán.

Por lo que respecta a tal historia, no menos sabida es la convicción de Hegel de que «hasta aquí ha llegado el Espíritu del Mundo, cada fase ha encontrado su forma propia en el verdadero sistema de la filosofía: nada se ha perdido, todos los principios se han conservado, en cuanto que la última filosofía es la totalidad de las formas. Esta idea concreta es el resultado de los esfuerzos del espíritu a lo largo de dos mil quinientos años del más serio de los trabajos, objetivarse a sí mismo, llegar a conocerse: Tantae molis erat, se ipsam cognoscere mentem».

En lo tocante al rendimiento de la filosofía, obsérvese que Hegel no habla de «descubrimientos», sino del descubrimiento: la historia —y menos, la de la filosofía— no es una sucesión de ocurrencias habidas en el tiempo, sino la integración en última instancia de las distintas concepciones del Absoluto (tenidas, en cambio, en cada caso por absolutas): como si se tratara de un caleidoscopio en el que, si movido, cada concepción pareciera contraponerse, ebria, a las demás; mientras que, en reposo, solo se diera una transparencia perfecta (el movimiento de esas figuras constituye justamente la historia de la filosofía; de su disolución y asunción [Aufhebung] en el reposo del pensamiento puro da cuenta cabal la filosofía especulativa: la Ciencia de la lógica).

Y en fin, por lo que respecta al absoluto mismo, cabe adelantar que, a pesar de las vacilaciones y oscilaciones del propio Hegel (a quien igualmente cabría aplicar en este caso eso de Tantae molis erat… descifrar el significado absoluto del Absoluto), esta noción —tan augusta como equívoca— quedará también ella asumida, degradada en algo que —al contrario de en alemán— nosotros podemos indicar incluso cambiando el género del artículo determinado: 1) en vez de determinar al absoluto como de género masculino (por la obvia identificación habitual del Absoluto con el Dios cristiano), cabe decir y escribir: 2) lo absoluto (desenmascarando así lo que al pronto parecía ser el fundamento incondicionado de la realidad para entenderlo más bien en su presentación inmediata y neutra: el resultado —como veremos— de la dialéctica de la relación esencial, haciendo justicia a cada una de sus caras y a su mutua inversión: unum et idem in utraque); y, en definitiva, es el propio Hegel el que «rebaja» el término a: 3) un adjetivo calificativo; y además, en la mayoría de los casos, para dotar al correspondiente sustantivo de un sentido abstracto, tenido por el entendimiento como algo inmediato y, por ende, con un significado al pronto evidente, pero que, al contrario, habrá de experimentar dialécticamente una negación determinada, al reflexionar sobre sí (sería el caso, por ejemplo, del inicio absoluto o la reflexión absoluta); solo en casos distinguidos, tras disolverse desde dentro la compacidad (Gediegenheit) de aquello que aparece al pronto como «concreto» —por estar a mano y ser inmediatamente entendible—, resulta en cambio articulada esa noción hasta hacerla brillar como siendo de verdad «concreta» (konkret, de cumcrescere: crecida conjuntamente); solo entonces cabe hablar de una calificación plena y cabal, en la que significado y referente, certeza subjetiva y verdad objetiva se dan de consuno en un nombre que deja de ser eso: un mero nombre, para expresar las esferas en las que el Absoluto queda literalmente en entredicho: el saber absoluto, la idea absoluta y el espíritu absoluto (no hay naturaleza absoluta, para Hegel, y ya veremos por qué; con todo, cabe adelantar por ahora que, sin la naturaleza, ninguna de las esferas mencionadas podría ser ni ser concebida: y es que aquí también —un nuevo anticipo— lo absoluto es realmente ab-solutum, absuelto de la naturaleza, pero no por estar separado de ella, sino por dominarla por el trabajo del espíritu y por concebirla —casi en sentido biológico— hasta el fondo: hasta su fondo lógico).

Para desbrozar un tanto este camino de descubrimiento quizá sea conveniente, acogiéndonos al dictamen hegeliano, acudir primero a la historia de la filosofía para dilucidar tentativamente qué sea eso del Absoluto (o de lo absoluto, más a ras de tierra). Seguramente la primera aparición de ese concepto (y por cierto, de manera grandiosa), bajo la denominación de ápeiron (lo ilimitado), se debe a Anaximandro, del cual se conserva, igualmente, el primer testimonio original de la filosofía, preservado por Simplicio, el cual concluye su exposición sobre ese arché con las palabras: «según la necesidad» (katà tò chreôn) como introducción al pasaje del milesio: «En efecto, estos [los seres] se hacen justicia y se dan retribución por su injusticia unos a otros, según el orden del tiempo». No es necesario forzar en demasía el texto para advertir (ciertamente, con ayuda de Simplicio) la dialéctica que le es inherente: viene primero introducido por la «necesidad» y concluye con el «orden del tiempo», de modo que ambos se copertenecen (como la historia de la filosofía y la filosofía especulativa, en Hegel); en segundo lugar, la «injusticia» se paga haciendo «justicia», restableciendo así el origen. Sabemos además que Anaximandro defendía la existencia sucesiva de los kósmoi, cada uno de ellos surgiendo del ápeiron y volviendo al fin a él, innumerables veces (una doctrina que, a través igualmente de Heráclito, desemboca en la doctrina estoica de la ekpýrosis y la apokatástasis). El Pseudo-Plutarco recoge además una idea sobre la relación entre los entes, cuya «injusticia» consistiría en creerse individuos, independientes pues del ápeiron, y el modo en que aquellos se distinguen de este: «Decía Anaximandro que en la generación de este cosmos [presente] se había separado (apokrithénai) del [ser] eterno (el ápeiron, F.D.) un generador del calor y del frío» (DK 12 A 10; cf. DK 12 A 14). El verbo remite a apókrisis («separación de algo respecto a algo»): es por esa separación por la que los seres han de pagar recíproca retribución, quedando al fondo lo eterno, ab-suelto de aquello que se separa de él y ha de retornar a él. No es extraño entonces que —como antes hiciera Sexto Empírico— Hegel entienda a ese ser eterno como la materia: «la determinación del principio como la totalidad infinita estriba en que, aquí, la esencia absoluta no es algo simple, sino una universalidad que equivale a la negación de o infinito. […] la materia, considerada como algo infinito, consiste en el movimiento que pone las determinidades y en que desaparecen, a su vez, las escisiones (Entzweiungen). En esto debe verse el verdadero ser infinito, y no en la ausencia negativa de límites». Pero ese movimiento corre el peligro de ser visto como dándose en una superficie que en nada afecta al absoluto. En efecto, si se trata de una separación (apókrisis) o segregación, el ápeiron se queda entonces al fondo, indiferente a la misma: él mismo se convierte así en ab-solutum, en absuelto de toda mancha y contaminación con los seres que nacen y perecen.

Esta noción del Absoluto absuelto aparece por vez primera en el pensamiento estoico (y en la crítica de este por los escépticos) con el término apólyton: literalmente, lo «des-vinculado», y por ende ab-soluto. Pero no por ser algo indeterminado e infinito, como el ápeiron, sino al contrario: por habérselas solo consigo mismo, estableciendo su propia circunscripción, y descansando dentro de los límites por ellas mismas establecido. De este modo se produce una suerte de «rebelión» de los seres finitos: ser susceptible de definición es ya ser apólytos, ab-soluto, con independencia de las relaciones que tengan con los demás entes. Un paso más allá, y este ab-soluto, circunscrito y atenido a su propia diferencia específica, es designado ya como siendo «de suyo» (kath’autó).

Desde luego, el responsable de esta «individualización» del ab-soluto, con olvido de la cosmogónica noción del Absoluto indiferenciado, fundamento común de todos los seres, es Aristóteles. Él es quien hace del individuo (tóde ti) la «primera sustancia» (prṓte ousía), marcado, definido en su sustrato o subjectum (hypokeímenon) por su especie (eîdos) o «sustancia segunda» (deutéra ousía). Ciertamente, existe una gradación de las sustancias: desde las asýntheta («no compuestas») a la prṓte ousía kath’exochén: el dios, absolutamente absuelto de todo otro ser, aunque todos los seres tiendan (consciente o inconscientemente) eróticamente a él, en cuanto fin último. Pero, en cualquier caso, desaparece la idea (cosmogónica, o de sabor oriental, como indica Hegel al hablar de Anaximandro) de un fundamento absoluto de todo ente. Es verdad que la naturaleza (physis) y el cielo (ouranòs) dependen de ese principio (arché). Pero me permito señalar que, en el Estagirita, el cielo es toto caelo distinto de la naturaleza.

En este respecto, santo Tomás seguirá literalmente a Aristóteles, al entender a Dios como Absolutum, secundum quod in se est. Solo que, de nuevo, me permito recordar algo evidente, a saber: santo Tomás era un teólogo cristiano, y por ello no podía olvidar al Deus Trinitas, ni tampoco la perichóresis en que se entregan recíprocamente las tres Personas. Y por tanto, a la ousía kath’autè ha de convenirle aquello que los estoicos negaban, a saber: que un ser, sin dejar de ser de suyo (kath’autò, in se), esté también en relación a algo (prós ti). Santo Tomás formula el problema en la Summa contra gentes (IV, 10) de esta guisa: Relatio igitur illa per quam pater et filius distinguuntur, oportet quod habeat aliquod absolutum in quo fundetur. Ahora bien, eso absoluto no puede ser la esencia divina, porque entonces serían uno en ella, al igual que «Sócrates y Platón no son un hombre, aunque sean uno en la humanidad (unum in humanitate)». Pero tampoco pueden basarse en las meras relaciones mutuas, porque entonces cada relativum dependería a suo correlativo, y entonces ninguno de ellos sería verdadero Dios.

Un indicio de solución se apunta, claro está, al inicio del Evangelio de san Juan. Y aunque santo Tomás no leía griego, sino que había de conformarse con el texto de la Vulgata, no deja de ser admirable la interpretación del Aquinate. El texto reza así: «En archêi ễn ho lógos, kaì ho lógos ễn pròs tòn theón, kaì theòs ễn ho lógos». Literalmente: «En el principio era el verbo, y el verbo era [estaba] referido al dios, y dios era el verbo». San Jerónimo vierte apud Deum, con lo que apenas puede evitarse la idea de que el Verbo estaba en Dios, o peor: que estaba «cabe» Dios, «junto con» o «a su lado» (con lo que las dos Personas se convierten en dos dioses). A pesar de que, obviamente, el Aquinate sigue esa versión, logra resolver el problema de la generatio in divinis mediante la noción de Verbum interius (no sin una mirada retrospectiva al libro «Lambda» de la Metafísica aristotélica): «Como en Dios —argumenta— son una sola cosa esencialmente el inteligente, el inteligir y la idea entendida (intelligens, intelligere, et intentio intellecta), o sea, el Verbo […], solo queda lugar para una distinción de relación, según la cual el Verbo viene referido a quien lo concibe, como a aquél del cual procede (Verbum refertur ad concipientem ut a quo est)». Y para evitar malentendidos (por ejemplo, que el Padre fuera a la vez el fundamento de la relación y uno de los relativos), interpreta el difícil pasaje «como si dijera: Este Verbo, que dije era Dios, es distinto de algún modo de Dios, que lo pronuncia (a Deo dicente), de modo que así pudiera decir que estaba referido a Dios (apud Deum esse.

De todas formas, por sutil que fuera esta interpretación, parece claro que no podía satisfacer el enfoque de Schelling o de Hegel sobre el o lo absoluto. En primer lugar, porque santo Tomás no conecta en este lugar —ni desde luego, tenía por qué hacerlo— el verbum interius (en los «dogmáticos»: lógos endiathetós) con el verbum prolatum (lógos prophorikós). En cambio, en Hegel la palabra divina no permanece encerrada en el seno de Dios, sino que ha de ser libremente proferida, y recogida en el lenguaje de los hombres. Por su parte, Schelling es aún más audaz: siguiendo la línea agustiniana e la emanatio, entiende que «la secuencia (Folge) de las cosas a partir de Dios es una autorrevelación de Dios», pero Él solo se puede revelar «en lo que le es semejante», en los hombres. De ahí esta lapidaria declaración: «Él habla, y ellos existen». (Erspricht, und sie sind da).Se produce con ello una inversión formidable (también en la economía de la creación). El «concepto divino» está depositado en el lenguaje de los hombres. Por así decir, son ellos, somos nosotros, los seres pensantes, los corresponsales de Dios, el ámbito comunitario (la Gemeinde) donde Dios existe y se da: no como Padre o como Hijo, sino como Espíritu: el espíritu del amor compartido.

Por ello, quizá no sea descabellado suponer que, cuando Hegel estaba criticando al criticismo por querer apresar al absoluto mediante el aparato trascendental, a lo mejor se le vino a las mentes, como de soslayo, la sentencia johánica antes mencionada, sobre el Lógos en referencia, vuelto al (prós) Dios, y en la versión luterana: bei Gott. Solo que ahora (y por eso aludí antes a la inversión) lo relevante no es (o no es solo) que el Hijo esté referido al Padre, sino que es el Absoluto mismo (por cierto, calificado como an und für sich, ya no como an sich interior) el que quiere estar referido, volverse a nosotros, los hombres (bei uns). Para Hegel, el Espíritu solo habla al espíritu al que está vuelto y al que se refiere (y quizá solo hable y sepa de sí en el espíritu).

Pero, ahora que ha hecho su aparición el Absoluto en y para sí, y mostrado su querencia para con los hombres, es conveniente abandonar por un momento la historia de su descubrimiento en la filosofía, para volvernos a una distinción temática que se ha dejado sentir aquí y allá en la exposición; solo que más bien, sobre todo, de manera operativa. Ahora se trata, en efecto, de traer a colación esa precisa distinción entre lo absoluto como algo meramente en sí (compacto: gediegen) y lo absoluto como lo plenamente articulado (concreto: konkret), tácitamente presente en la famosa frase liminar: «Lo verdadero es el todo» (Das Wahre ist das Ganze), (quizá la mejor y más lapidaria definición de lo absoluto).

Debemos esa donosa distinción a Immanuel Kant, el cual, en su primera Crítica, señala que el término absolut: 1) es empleado a menudo para indicar lo que algo es en sí, interiormente (digamos, el significado de una palabra, supuestamente claro e inmediato); según Kant, eso es lo menos que se puede decir de un objeto; 2) ello sin embargo, el término es a veces usado para indicar que algo tiene validez en todo respecto y desde cualquier enfoque, de modo que eso es lo más que cabe decir del significado de una cosa.

A este propósito, al preguntarse Hegel: «¿Por dónde ha de hacerse el inicio de la ciencia?», recoge esa primera acepción kantiana, aplicándola al Yo considerado como algo que es solamente en sí, interior (y por ende, solo «para nosotros», für uns, en una reflexión exterior). Merece la pena citar el texto por entero: «Al respecto hay que hacer aún la observación esencial de que, aun cuando en sí bien pudiera estar determinado y afirmado el Yo como el saber puro, o como intuición intelectual y como inicio en la ciencia, no se trata de lo presente en sí o interiormente, sino del estar (Dasein: existencia) de lo interior en el pensar, y de la determinidad que un pensar tal tiene en ese estar». Y por lo que hace al significado inmediato del adjetivo «absoluto» (según esa primera acepción), Hegel añade a esa interioridad de lo solamente en sí el carácter abstracto de lo así calificado.

Ahora bien, lo relevante en Hegel (su Grundoperation, si se quiere) es desde luego que lo absoluto, entendido como un ser meramente en sí y abstracto, no viene a ser abandonado como algo falso, para poner en su lugar al absoluto como un todo pleno y articulado, o sea, como lo verdadero. En Hegel, estrictamente hablando, no tiene sentido la distinción lógica habitual entre lo falso y lo verdadero. En verdad, nada hay que sea falso, sino solamente defectuosamente expuesto, fallido o «torcido» (schief), unilateral, y por tanto apto potencialmente (o sea: en sí) para ser conocido conforme a verdad (wahrhaft). Tal es el método absoluto en Hegel, que podemos denominar retroducción del resultado como fundamento, esto es: son las contradicciones ínsitas en lo presente o enunciado de inmediato (sin parar mientes en que la in-mediatez es la negación abstracta de una mediación) la que, dialécticamente expuestas en su contradicción, dan como resultado una definición más rica y mejor estructurada de lo al pronto evidente (más precisamente: de lo subjetivamente evidente, lo propio de una reflexión exterior); de modo que solo al final se logra exponer (o lo que es lo mismo: logra exponerse) la verdad (die Wahrheit) de los sucesivos remontes de lo «conforme a verdad » (das Wahrhafte), que, activamente operativo en lo presente de inmediato, levanta a este de su condición primera, unilateral y fallida.

Con estas precisiones, bien podemos ahora señalar el contexto en el que se mueve el pensar hegeliano. En primer lugar, y al igual que le ocurría a su compañero de viaje, el joven Schelling, Hegel se verá en la difícil encrucijada de tener que dar cuenta a la vez de la verdad que, aunque de manera fallida y unilateral, se encuentra en Spinoza (cuyo Absoluto es la sustancia, infinita y, por ello, impersonal y de suyo indeterminada, enfatizando así el carácter en sí del Absoluto), y de la de Fichte, que ubica el Absoluto en la autoposición del sujeto, del Yo (enfatizando por su parte el carácter para sí del Absoluto), y de resultas de lo cual surge la autoconciencia en el hombre, insistiendo por demás en el respecto práctico de este. Curiosamente, será un joven de veinte años: Schelling, el que logre por lo pronto establecer —al menos en sus líneas generales— la síntesis de ambos respectos (digamos: objetivo y subjetivo), aunque otorgando la primacía al pensar; una concepción que también será seguida, mutatis mutandis, por Hegel durante el período de Jena: «Tiene que haber —dice Schelling— un último punto de la realidad del que todo dependa [recuérdese el Dios-arché de Aristóteles, F. D.] y del que surja todo contenido-consistente (Bestand) y toda forma de nuestro saber, que escinda los elementos y prescriba a cada uno el ámbito de su acción progresiva en el universo del saber. Tiene que haber algo en el cual y por el cual todo lo que está ahí (was da ist) llegue a la existencia (zum Daseyn) y todo lo pensado llegue a realidad [zur Realität: en el sentido kantiano del contenido o significado de un pensamiento, F. D.], mientras que el pensar mismo llegue a tener forma de unidad e inmutabilidad. Este algo […] tendría que ser aquello que llega a cumplimentación en el entero sistema del saber humano […] y [en el que] a la vez, como fundamento primigenio (Urgrund) de toda realidad, deban coincidir el principio (Princip) de su ser y el principio de su conocer; tiene que ser Uno (Eines), pues solo porque él mismo es, y no por otro, pueda ser pensado. […] ha de producirse (hervorbringen) mediante su [propio] pensar. […] El Absoluto solo puede ser dado por el (durchs) Absoluto». Adviértase que, en virtud de la última frase, queda por así decir suprimido el carácter de infinito malo (que diría Hegel) del yo fichteano, afanándose en su «deber» de llegar a ser el Yo absoluto. Lo cual no deja de ser —digo yo— una «traducción laica», actualizada, del De imitatione Christi et de contemptu mundi, de Tomás de Kempis.

Sea como fuere, es claro que el Hegel de Jena siguió oscilando entre Fichte y Schelling, como prueba este pasaje del prólogo a la Fenomenología: «La sustancia viviente es, además, el ser que es en verdad sujeto, o lo que viene a significar lo mismo, que solo es en verdad efectivo en la medida en que ella sea el movimiento del ponerse a sí misma (Sichselbstsetzens) [respecto a Fichte, F. D.], o la mediación consigo misma de llegar a serse otra (Sichanderswerdens mit sich selbst) [respecto a Schelling, F. D.]». Y es esa oscilación, creo yo, la responsable de que en la obra de 1807 no acaben de conciliarse por entero los dos títulos propuestos para ella: por un lado, la «Fenomenología del Espíritu» (esto es: del Espíritu, que, en cuanto Absoluto, ha querido estar de siempre volviéndose hacia nosotros, en nuestra casa (bei uns), y que, en sucesivas encarnaciones, desciende al mundo, majestuoso, en el capítulo VII, dedicado a la Religión); por otro, la «Ciencia de la experiencia de la conciencia», en la que lo absoluto se muestra solo indirectamente y como por delegación, a través de las intervenciones de «nosotros» (los llamados Wirstücke), para sacar en cada caso de sus apuros a las figuras de la conciencia.

FILOSOFÍA&CO - Copia de COMPRA EL LIBRO 10
Ciencia de la lógica (Vol.1), de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Por el contrario, es en la Ciencia de la lógica donde, librándose Hegel de la suposición de un Absoluto que unas veces quiere estar relacionado con nosotros (como si dijéramos: tener buenas relaciones con el hombre) y otras descender también sobre los sucesivos pueblos-guía de la Humanidad; librándose —digo—, absolviéndose de ese ab-solutum, Hegel recorre —y a la vez recoge y retrotrae, en un proceso de intensa condensación— las posibles instancias que, en el decir y pensar humano, dejan traslucir lo absoluto, yendo así de lo más abstracto (lo meramente an sich) a lo más concreto, articulado y autorreflexivo (an und für sich), con la sospecha, empero, de que, en ese viaje iniciático, lo absoluto vaya siendo puesto en entredicho por sus propias posiciones y definiciones imperfectas, hasta el punto de acabar dándose por entero, sin resto, únicamente en sus últimas y más perfectas esferas, sin tener existencia propia fuera de los ámbitos del saber, la idea y el espíritu. Lo que esa autodonación implica es, por de pronto, que lo absoluto —al menos en el ámbito puramente lógico— no puede ser denominado por un nombre, ni tampoco aprehendido, apresado en un juicio o en una definición.

Lo primero parece evidente: un nombre, tomado aisladamente y de suyo, no dice literalmente nada. Y si se le quiere añadir algo para dotarlo de significado, una de dos: o lo predicado de él estaba ya tácitamente en ese sujeto (juicio analítico), o bien no lo estaba (juicio sintético), y en ese caso no cabe hablar de lo absoluto. Ese defecto se palía mediante el recurso a la consabida identificación del Absoluto y Dios (algo, esto último, que todo el mundo cree saber lo que es, al menos en la época de Hegel, a saber: el Dios cristiano). Su forma más sencilla sería la del «juicio del estar», por el que se enlazan un sujeto (supuestamente) individual: «Dios», y un predicado (no menos supuestamente) universal: por ejemplo, la completud de todas las realitates (das Allerrealste). Pero entonces es en este predicado donde el sujeto tiene su determinidad y su contenido. Si se lo tomara de por sí, argumenta Hegel, no sería más que «una representación o un nombre vacío. […] En estos casos: Dios, el Absoluto es un mero nombre: lo que sea el sujeto viene dicho sola y primeramente en el predicado. Lo que además sea aquel en concreto es algo que en nada le concierne a este juicio».

Mayor enjundia tiene en cambio la definición: un conocer sintético en el que el sujeto particular (por caso: lo absoluto) queda subsumido por la universalidad que le conviene (por ejemplo: el ser), quedando así esencialmente determinado. Ahora bien, en la definición se supone que aquello de lo que se trata, lo que está en cuestión: el objeto mismo (en este caso, Dios) «es lo tercero, lo singular, en el que están puestos de consuno el género y la particularización, siendo aquel, entonces, algo inmediato que está puesto fuera del concepto, dado que este no es aún determinante de sí mismo». Ello sin embargo, cuando se trata de las definiciones metafísicas de lo absoluto, el predicado (el definiens) tiene el mismo contenido que el sujeto (el definiendum). Solo su forma es inadecuada, como acabamos de ver: no parece, en efecto, sino que el predicado se agregara externamente a un sujeto que, fijo e incólume, recibiera todas esas determinaciones por así decir en su superficie, sin que a lo absoluto le afectara en absoluto ser el ser, la identidad de la identidad y de la no identidad, la esencia, etc. De este modo, los definientes serían un ser-para-otro, pero el definiendum no los recogería como siendo para sí. Sin embargo, cada definición, al pronto inmediata, ha de aceptar que solo aceptando en ella lo negativo de ella misma, su exterior, puede recogerse luego intensamente dentro de ella como sobredeterminando, asumiendo ese su otro. Por eso señala Hegel que, en cada ámbito, solo pueden valer como definición la primera determinación (aunque imperfecta, por inmediata y abstracta) y la tercera, que recoge su propio ser-otro para darse libertad a sí misma, hasta el punto de que podríamos atrevernos a decir que la definición más general y a la vez concreta de lo absoluto sería esta: «Lo absoluto es lo libre»; pero no por volver a la absolvencia primera, a lo ab-solutum de todo lo finito y perecedero, sino al contrario: por estar vuelto a sí mismo, relacionándose consigo mismo (beisich selbst) dentro de su propio otro, recogiendo sus diferencias en la unidad de su simplicidad. Esa es la libertad conforme a verdad: en audaz formulación (que permite fusionar dialécticamente Spinoza y Fichte): «Libertad solo hay donde no hay otro para mí que no sea yo mismo». He aquí una declaración de importantes consecuencias en el ámbito político y religioso, en las que, sin embargo, no es posible entrar en este ensayo.

Existe, por cierto, una leve disparidad sobre la primera definición de lo absoluto entre la Lógica y la Enciclopedia. Según aquella, la primera definición de lo absoluto no sería tanto el ser cuanto el inicio, entendido y concebido como el concepto de la unidad del ser y del no-ser. Según la Enciclopedia, en cambio, sería: «Lo absoluto es el ser». Pero la diferencia es irrelevante, dado que ser y nada son puras abstracciones, que pasan (y han pasado, de siempre) la una a la otra, a menos que paremos mientes en el paso mismo: un paso justamente doble. Por su parte, la tercera determinación de la esfera óntica de la cualidad, y que, por ende, podría ser considerada como la definición primera, conforme a verdad, de esta esfera sería: «Lo absoluto es el infinito, conforme a verdad».

En la esfera de la cantidad, la primera definición es: «Lo absoluto es pura cantidad », o lo que viene a ser lo mismo: «Lo absoluto es la materia». En cambio, la tercera determinación ofrece la definición de verdad de lo absoluto en este ámbito, a saber: el «verdadero infinito» (que surge de la dialéctica del infinitésimo y el paso al límite en el cálculo diferencial).

Pero es en el retorno, enriquecido, de la cualidad —asumiendo la cantidad— a sí misma como medida, donde se cumple la esfera del ser: su definición más conforme a verdad. Pero no la verdad del ser, ya que la medida acaba hundiéndose en la Indiferencia (Indifferenz: nuevo ataque tácito a la filosofía de la identidad de Schelling) del sustrato y de sus determinidades diferenciales, específicas, ya que estas son puramente cuantitativas. La verdad del ser es, en cambio, como es notorio, la esencia. A saber: el retorno a sí (siendo el sí-mismo: Selbst, el concepto, lo absoluto dentro de [in] sí) del ser como (a)parecer (Schein): la apariencia, que, siendo el brillo inmediato, ofusca como Unwesen el foco de donde brota la luz (la Wesen), y que, por ende, todavía no ha reflexionado sobre sí como la «aparición» o el «fenómeno» (Erscheinung).

En esta esfera de la reflexión (y más precisamente, en su apariencia primera: «La esencia como reflexión dentro de ella misma»), la primera y más abstracta definición de lo absoluto sería, por así decir, la verdad del atomismo. En efecto, la reflexión de proposiciones tales como «Todo es uno» (o, más a la llana: «Nadie es más que nadie») da como resultado el supuesto primer principio del pensar: el de identidad. O en este caso, con más precisión, cabría decir que «Lo absoluto —en cuanto lo Uno— es la identidad consigo mismo». Por su parte, la aparición de la tercera determinación-de-la reflexión es el fundamento: la definición más conforme a verdad de este ámbito, y que corresponde a la famosa sentencia (ya mencionada): «Lo absoluto es la identidad de la identidad y de la no identidad». Ahora bien, habida cuenta de que «fundamento» y «referencia-del-fundamento» intercambian sus funciones, en este verdadero punto medio de la esfera de reflexión bien cabe decir, con igual derecho: «La diferencia de la diferencia y de la identidad». Para salir de esta neutralización puramente formal, es necesario que el fundamento se reconozca en las condiciones de posibilidad del mismo fundamentar. Tal es, desde la perspectiva lógica, la manifestación de lo absoluto por excelencia en la esfera de la reflexión: lo Incondicionado. Con todo, ya es significativo que, en este punto de inflexión, lo absoluto deje de ser considerado como sujeto (subjectum, hypokeímenon) para servir de calificación plena y cabal de una manera de ser. Ya no se trata de enunciar: «lo absoluto incondicionado», sino: «lo incondicionado absoluto». Ahora, el ser conforme a verdad encuentra su propia verdad en la verdad conforme a esencia: este quiasmo es la «Cosa» (Sache) del pensar.

Naturalmente, de la segunda sección de la Lógica de la esencia, que trata de la «Aparición» (Erscheinung), o sea: de la esencia desde el respecto de su otro, cuya totalidad acaba por presentarse como el mundo fenoménico, enfrentado al mundo en y para sí, no cabe esperar ninguna definición de lo absoluto. En esa sección, dicho enfrentamiento se concreta y explicita como relación esencial, cuya última configuración: lo interno versus lo externo, llega a unidad (inmediata) como «Lo absoluto», con cuya exégesis se abre la sección tercera, dedicada a la «realidad efectiva» (Wirklichkeit).

Desde luego, esa presencia inmediata de lo absoluto no deja de resultar escandalosa. Lo absoluto, o mejor, en este caso: «el Absoluto » ha venido siendo identificado en la historia de la filosofía (como hemos tenido ocasión de comprobar) con Dios. Y especialmente en la Edad Moderna ha sido considerado como fundamento y causa primera de toda realidad, por ser ya de antemano causa sui. Es, pues, el paradigma de lo que hemos llamado ab-solutum, bien por considerarlo como ens increatum trascendente, bien como ens necessarium et perfectissimum, origen de toda posibilidad y de toda realidad: respectivamente, como ens omnimode determinatum (pues: existentia est omnímoda determinatio) y como omnitudo realitatum sive perfectionum (das Allerrealste, der Inbegriff aller Realität). Pues bien, ese ser y esa noción primerísimos, de los cuales depende la existencia y la posibilidad (la pensabilidad, la realitas) de todo ser y toda noción (lo kath’autò frente al cual todo es prós ti, un puro estar en relación con Ello), ¡es ahora considerado lógicamente como el resultado de la relación esencial! Como si dijéramos: es la contradicción ínsita en los extremos de esa relación quiasmática la que engendra lo absoluto (difícilmente cabe hablar, pues, a partir de ahora, del Absoluto). Es verdad que este es, por la ya conocida retroducción, el fundamento de esa relación. Pero no menos lo es que, siendo la primera presentación, abstracta, de la realidad efectiva, lo absoluto resultará en última instancia la relación absoluta (la interacción entre la sustancia activa y la pasiva). Ahora sí que tenemos —por así decirlo— un verdadero mundo invertido, por lo que hace a las concepciones anteriores. Este es el punto de inflexión, a partir del cual no cabe hablar ya de un absoluto hipostatizado, sino tan solo de una calificación (la suprema, ciertamente) de las esferas, del círculo de círculos del sistema hegeliano, y de las determinaciones máximas que competen a cada una. Ahora sí, de verdad, la lógica pone en entredicho a lo absoluto.

Hegel es bien consciente de esta katastrophé (en los diversos sentidos del término griego). En efecto, la presentación del tema es contundente: «La simple identidad compacta de lo absoluto es indeterminada, o sea que dentro de ella está más bien disuelta toda determinidad de la esencia y la existencia, o del ser en general, tanto como de la reflexión. En esta medida, determinar qué sea lo absoluto es cosa fallida, negativa; lo absoluto mismo aparece solo como la negación de todos los predicados, y como lo vacuo». En este respecto, no solo es imposible ofrecer una definición de lo absoluto, sino que este, en cuanto omnitudo negationum, queda reducido… ¡a la nada! Solo que Hegel continúa: «Pero dado que tiene que ser, precisamente en la misma medida, enunciado como la posición (Position) de todos los predicados, lo absoluto aparece como la más formal de las contradicciones».

Ahora bien, la resolución de esa contradicción pasa necesariamente por la entrega del concepto cumplido del sujeto (el silogismo) en y como la objetividad. Y aquí nos encontramos con otro «contragolpe» o Gegenschlag que, para la tradición más piadosa, suena en efecto a desafío rozando la blasfemia. En efecto, esta segunda sección de la Lógica del concepto, propia de la finitud, se divide notoriamente en «mecanismo», «quimismo» y «teleología»: por así decir, el examen y crítica dialéctica de las ciencias experimentales y de la técnica humana. Pues bien, de este paso de la Subjetividad a la Objetividad dice Hegel: «Del concepto se ha mostrado ahora, por lo pronto, que él se determina hasta la objetividad. Es de suyo patente que, según su determinación [Bestimmung; el término significa también definición y destino, F. D.], esta última transición es lo mismo que venía a darse de otro modo en la metafísica como la conclusión del concepto, la inferencia de la existencia (Daseyn) de Dios a partir de su concepto, o sea, como el denominado argumento ontológico de la existencia de Dios». Esta transición de la antigua lógica formal (ahora, dialécticam nte trabajada) a la actividad fabril del mundo moderno, con el elogio famoso al instrumento, parece ser desde luego una despedida de la hipóstasis de lo absoluto como el Dios de la metafísica.

Y no solo esto: al inicio del fin de la Ciencia de la lógica, allí donde se presenta de inmediato la Idea absoluta (la cual, por cierto, no es denominada en ningún momento: Idea del o de lo absoluto), allí donde el examen de la Idea, embocando el final de su recorrido, coincide consigo misma (si se quiere, la Idea en cuanto lo Lógico) al coincidir, y solo por coincidir, con el entero curso recorrido de lo Lógico, todas las definiciones de lo absoluto en la obra son, todas ellas, fallidas por definición. La autorrespectividad de la idea, con el ahora plenificado y articulado ser conforme a verdad, supone al mismo tiempo la negación dialéctica de la totalidad distributiva de los momentos lógicos: la Idea no es sino esa negación y, en y por ella, la recogida o retracción especulativa dentro de sí, y nada más. Por eso dice Hegel que ella, la Idea, no es «singularidad excluyente, sino que es de por sí universalidad y conocer, y que tiene dentro de su otro su propia objetividad por objeto. Todo el resto es error, turbiedad, opinión, tendencia, arbitrio y caducidad; solo la idea absoluta es ser, vida imperecedera, verdad que se sabe a sí misma, y es toda verdad».

Pero, ¿qué puede significar eso de: «todo el resto»? ¿Acaso se trata de una condenación global del mundo fenoménico avant la lettre, o mejor, par le truchement de la lettre, si se me permite la expresión? Pero esta sospecha no tiene sentido. La escisión entre el mundo en y para sí y el mundo tal como aparece fue ya superada en la esfera de la esencia. Lo desechado (porque, en efecto, se trata de un Abfall… total) es la naturaleza salvaje, no sometida a los saberes de los hombres y trabajada hasta el fondo por ellos.

¿Qué resta, pues, luego de este poner en entredicho la venerable noción del Absoluto y de negar todo derecho a la naturaleza de suyo y de por sí? ¿Volvemos acaso a la terrible sentencia de Anaximandro, por la que habíamos comenzado?

No, desde luego. Resta la concepción teándrica (mejor sería decir: teoantrópica),obstinadamente defendida por Hegel, que se quería ante todo buen luterano (aunque para muchos sean sus convicciones harto heterodoxas). Queda el conocerse de Dios en y por los hombres: el concepto divino, que alienta a través de las áridas páginas de la Lógica; queda y quedará para siempre el amor del Espíritu divino en y por la comunidad cristiana (la Gemeinde). Y, para Hegel, esa communio no está puesta desde luego en entredicho.

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