Suscríbete

·

NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ El mito Heidegger

Argumenta-Be-Premium

Be Premium. Argumenta Philosophica. El mito de Heidegger
¿Y si Heidegger fuera el autor de un remake y su filosofía solo la reiteración de un mito irreducible a un principio deductivo –la muerte–? La contemporaneidad de Heidegger tendría que ver así con una intención extemporánea: no retornar a Grecia, sino repetir su principio imposible, solo accesible fenomenológicamente. La originalidad de Heidegger –su «Destrucción»– se encontraría ligada al reconocimiento de esa repetición en el marco de la filosofía moderna, sobre todo a partir de Kant. Más allá del mito mediático, que redujo su filosofía al personaje, Heidegger sigue siendo hoy imprescindible por su propia extemporaneidad, quizá origen a su vez del más profundo error.

Por Arturo Leyte, Universidad de Vigo

¿Qué queda de Heidegger?

La pregunta evoca una ruina de cuyo alcance todavía no tenemos idea. Quizá por eso no tenga sentido plantearla en términos tan neutrales, sino beligerantes: «¿Qué queremos que quede?». En realidad, la ruina se encuentra todavía por conquistar. Si la obra del filósofo se encuentra medio devorada por su propio mito mediático, lo que entretanto sigue llegando al público es solo un eco que tiene poco que ver con aquella.

La recepción viene determinada por una suplantación: la de la obra por el personaje, cuyo protagonismo ha convertido la «filosofía» en denuncia biográfica, impuesta al parecer como único tema del pensamiento y la crítica, que a su vez sería considerada culpable de no proceder así.

Ante semejante panorama no tiene que sorprender que la propia filosofía, a la que esa misma crítica presuponía sin ninguna justificación una virtud incontaminada, se haya vuelto en sí misma sospechosa de la participación en un crimen desmedido, aunque quizá eso todavía le permita sobrevivir como último vestigio previo a su definitivo tránsito a la irrelevancia. Si ya resulta imposible que el eco devuelva hoy por hoy un genuino Heidegger (entre otras cosas porque lo de «genuino» ha devenido un término muy sospechoso), lo cierto también es que, cuando se trata de filosofía, su nombre resulta insoslayable, aunque esa necesidad haya contribuido a introducir todavía mayor confusión.

¿Qué queremos que quede de Heidegger? En realidad, la ruina se encuentra todavía por conquistar. Si la obra del filósofo se encuentra medio devorada por su propio mito mediático, lo que entretanto sigue llegando al público es solo un eco

A qué semejante tributo, se podría preguntar. ¿Tal vez a que Heidegger rompió radicalmente la tradición; tal vez a que en su obra reapareció Grecia, aunque fuera para decretar su absoluta extrañeza, y a la vez se decretó el final de la filosofía, o se deberá simplemente a la fascinación que despertó su expresión literaria, que le devolvía a la filosofía su perdido arcano?

Hoy interesa preguntarse si, al margen de la vulgaridad crecida en torno a su nombre, esa revolución de la filosofía que se ejecutó en Ser y tiempo allá por 1927 no tiene que ver con la recuperación de un mito de una naturaleza completamente diferente al mediático en el que ha quedado encallada su obra; un mito escondido (y «olvidado», diría Heidegger) en el mismo nacimiento de la filosofía. En ese caso, también quedaría por ver si ese mito remite directamente al inicio de la filosofía o ya solo a la posibilidad (o, quizá, solo calculada voluntad) de su reaparición en un tiempo diferido y de vocación terminal; en definitiva, si con lo de mito se remite a algo cronológico o estructural.

La respuesta a partir del texto de Heidegger no es simple por dos motivos solidarios y paradójicos: porque ese mito no tendría contenido ni historia y, a la vez, porque sin embargo haría comenzar una. En realidad, más que de «retorno» al contenido de un mito inicial ya constituido se trataría de la reinterpretación del propio inicio como mito (sin contenido). El presupuesto metodológico que yace bajo la cuestión del mito remite a que todo inicio resulta inaccesible, pues el destino de todo punto de partida es perderse.

El mito del inicio tiene que asumir así una pérdida estructural –desde el momento en que se «dice» el ser (que es siempre el punto de partida), lo único que queda es el propio decir (el mito)– cuya única compensación pasaría por dotarlo de un contenido, aunque en este caso eso suponga la suspensión del propio mito. No será difícil reconocer que en esa compensación (el desarrollo «narrativo» de esa pérdida) reside lo que justamente Heidegger llamó «historia de la filosofía», convertida así en el mayor enemigo –pero también enemigo necesario, porque sin él ni siquiera tendría sentido referirse al inicio– de la filosofía.

En realidad, más que de «retorno» al contenido de un mito inicial ya constituido se trataría de la reinterpretación del propio inicio como mito

En esta pugna entre la filosofía y su historia se juega el extraño trayecto de un pensamiento que comenzó en una cumbre para descender después a un punto desde el cual se volvería imposible volver a ascender. Quizá el trayecto de Heidegger entre Ser y tiempo y su final no sea más que la historia de ese descenso, o lo que es lo mismo: la historia del paulatino reconocimiento de aquella imposibilidad que todavía en su gran obra se quiso presentar como una «teoría del ser», quizá con el propósito último de provocar una reinterpretación del sentido mismo de «teoría». Es sobre este horizonte tan monumental como incierto –¿qué es Ser y tiempo hoy?– sobre el que cabe preguntar qué queremos que sea Heidegger, si a su vez también se trata de compensar ese eco que lo ha asimilado.

¿Un remake?

Tal vez Heidegger sea solo el autor de un remake apoteósico cuya intención anónima incluía desmontar cualquier remake posterior (y hasta anterior) hasta vaciar por completo la posibilidad de otra repetición. La novedad de su obra no habría residido por lo tanto en aportar un nuevo significado a la filosofía, sino en evidenciar el vacío que simplemente remitiera al inicio. El procedimiento para tal fin pasó por una original reescritura de la pregunta de la filosofía en su formulación clásica «¿qué es el ser?» hasta su desactivación bajo una expresión aparentemente anodina: «que el ser es».

En esta transformación se habría jugado el descenso aludido, casi una aventura, porque su ejecución obviaba de un plumazo el significado («qué») por el puro reconocimiento de un significante (que) que ya no aludía a la gramática sino a una constatación de facto, como si la respuesta esperada ya no dependiera de una pregunta y solo tuviera que ver con el interrogante silencioso e irreducible de la cosa. Porque para Heidegger, la pregunta por el ser, que es la pregunta por ese inicio y de la que por lo tanto no se puede esperar respuesta alguna, decididamente no se jugaba en la esfera gramatical de las proposiciones y los significados, sino mucho antes. Fue justo dicha «anterioridad» lo que se volvió asunto principal (y problema), bajo el presupuesto de que de eso principal no cabía deducir nada ni podía, además, presentarse como tal, de modo positivo y verificable. Por así decirlo, esa anterioridad definía un principio imposible.

En ese reconocimiento residiría lo más original del remake que inicialmente todavía se presentó como pregunta por el sentido, a sabiendas de que la cuestión misma impedía cualquier respuesta. Lejos de resultar una mera evocación mitificada, semejante «imposibilidad» encontró su insospechada prueba en el análisis del concepto existencial de la muerte, vuelto cuestión clave y principal del desarrollo de la pregunta por el sentido del ser y el tiempo.

Para Heidegger, la pregunta por el ser no se jugaba en la esfera gramatical de las proposiciones y los significados, sino mucho antes

La posibilidad misma de la teoría vino a depender así de una cuestión irreducible a cualquier conceptualización y descripción que no fuera precisamente la de su propia imposibilidad de presentarse analítica y objetivamente. De alguna manera, en el desarrollo de Ser y tiempo la cuestión del ser remitía su propia condición a la de la muerte, hecho imposible en cuanto tal pero cuya imposibilidad tenía precisamente que ser mostrada y puesta de relieve.

Porque la pregunta por la muerte –ciertamente, nunca presentada en el curso de la obra bajo una forma interrogativa– no remitía a algo por venir (después de todo, una constatación trivial), sino a la condición en la que se está y de la que depende en general todo preguntar. Invirtiendo la situación, la muerte no venía a revelarse en la exposición como tema de la pregunta sino como condición no explícita del preguntar. De este modo, la muerte perdía así cualquier significado conceptual (en definitiva, el biológico) para revelarse no solo como única seña de paradójica identidad –referirse a la muerte para reconocer que nunca se puede presentar–, sino de caracterización decisiva de las cosas, que como tales, en la medida en que se hacen relevantes, aparecen desde ella.

El asunto del remake –«que el ser es»– se hacía así definitivamente solidario de la constatación de una ausencia estructural –la muerte solo aparece cuando no es–. La cuestión de la muerte venía a liquidar cualquier versión anterior de un principio basado en una instancia superior, como por ejemplo la razón, para reconocer como único principio la existencia, justo un principio que ninguna lógica podía venir a resumir, justificar ni mucho menos deducir. Que en el horizonte de la filosofía contemporánea hiciera acto de presencia como figura principal la muerte y la existencia despertaba un interrogante sobre el alcance del programa de una racionalidad absoluta y devolvía la filosofía a su original perspectiva trascendental (también olvidada), con cuya frontera lindaba aquel mito sin contenido ni historia: no eran ya las categorías; ni siquiera, al modo kantiano, el tiempo como pura forma de la sensibilidad, sino la muerte misma condición primera y a la vez última de cualquier conocimiento.

Así se justifica más adecuadamente lo que se dijo sobre la imposibilidad de un nuevo remake: después de remitir la cuestión del ser a la muerte y a la existencia queda impedido de suyo comenzar una nueva gigantomaquia acerca del ser. Y así se puede entender más adecuadamente lo del «retorno» a Grecia, que en las páginas iniciales de Heidegger no guarda ningún sentido filológico o histórico, sino el de mera señal del mentado inicio, esto es, del momento ineludible en el que al tiempo que surge cualquier intento de conocimiento tiene lugar también su fracaso.

La cuestión de la muerte venía a liquidar cualquier versión anterior de un principio basado en una instancia superior, como la razón, para reconocer como único principio la existencia

Si la lógica pudo representar en el marco de la historia metafísica la pura luz de la verdad o, sin que eso supusiera contradicción alguna, al mismo tiempo la pura sombra, como remedos opuestos y separados, la muerte, comprendida como aquello principal y anterior –el genuino a priori trascendental–, vinculaba a un tiempo luz y sombra de un modo inseparable. No en la expresión de un nuevo mito filosófico, sino en la reiteración de un mito sin narración posible, vislumbró Heidegger lo original de la filosofía griega, obligada a la vez a repetirse y a olvidarse, pues, ¿qué filosofía va a hacer de un modo que no sea trivial –es decir, médico o fisiológico– de la muerte un tema? Respecto a la filosofía, Heidegger no planteó una nueva propuesta, sino un peligroso remake.

La ambigüedad de no tener principio

Por una parte, que a partir de Ser y tiempo no se elevara a nuevo principio filosófico el hallazgo –la muerte, la existencia–, poniendo más bien en evidencia que era precisamente ese hallazgo el que imposibilitaba cualquier principio, situó a Heidegger en un horizonte extraño a la filosofía de su tiempo, que remitía la redención del ser –en suma, la respuesta a la pregunta ontológica– a la historia, caso del marxismo, o al lenguaje, caso del neopositivismo y la filosofía analítica. De modo irremediable, Heidegger se quedaba fuera de las dos principales tradiciones modernas, la de la historia, y la de la lógica y la ciencia: cuando se comenzó a hablar de «filosofía de Heidegger» resultaba ya imposible su encaje en cualquiera de esas dos esferas dominantes.

Por otra parte, su alternativa, abonada al cultivo de una imposibilidad que definía una perspectiva extraña de lo moderno, sin duda cultivó un peligroso rasgo filosófico, guiado en este caso por esa consciente extemporaneidad: barruntar en su final de la filosofía el comienzo de una historia nueva. Aunque fuera bajo un sospechoso y ambiguo registro retórico (a veces también ridículo), elevar a posición filosófica la expresión de un «final» expuso el hallazgo fundamental de su filosofía a un malentendido definitivo, cuando además el hallazgo original impedía justamente eso.

Desde su buscada extemporaneidad filosófica, Heidegger se precipitó personalmente en el peligro brutal de su tiempo –que consistió en atisbar un «tiempo nuevo»–, reinterpretando de modo grandilocuente y heroico aquella enigmática sentencia de Hölderlin que vinculaba la salvación al peligro.

Heidegger se quedaba fuera de las dos principales tradiciones modernas, la de la historia, y la de la lógica y la ciencia: cuando se comenzó a hablar de «filosofía de Heidegger» resultaba ya imposible su encaje en cualquiera de esas dos esferas dominantes

‘Lejos de conocer a los suyos’ y de ese modo tomar una distancia, Heidegger simplemente se identificó de modo trivial con ellos. El redescubrimiento filosófico de la muerte tenía que haber quedado salvaguardado de cualquier veleidad estética, lejos de ensalzarse como motivo trágico y poético cuando –él mismo debía saberlo– la tragedia, en su decidido sentido griego, pertenecía justamente a Grecia, pero no a la modernidad desde la que el filósofo escribía. Esta se encontraba ya instalada en el complejo de Edipo, muy lejos de Sófocles.

¿Tenía sentido entonces –esa podría ser ahora la pregunta– cualquier evocación heroica del ser-ahí (Dasein) más allá del reconocimiento de su propia imposibilidad trágica, que de ser violada haría aparecer al héroe bajo una expresión ridícula? Obviamente no, pero sobre todo porque eso traicionaba aquella rigurosa descripción hermenéutica de la figura del Dasein como acontecimiento y ámbito de la verdad, inicial en el sentido indicado de la muerte pero no en el del comienzo de una nueva historia.

La filosofía de Heidegger esconde en esa ambigüedad fundamental la mezcla del extraordinario hallazgo filosófico con una confusa y hasta perversa evocación que impide reconocer el hallazgo de modo cabal. A veces parece que el personaje viviera preso de una extraña situación, que le hiciera aparecer simultáneamente en un tiempo pasado, volviéndolo reaccionario, y en un tiempo futuro, volviéndolo profeta, pero no en el suyo propio. Pero tal vez esa pastosa mezcla de pasado y futuro tampoco fuera tan original, sino justamente característica de un tiempo que pretendía ejecutar de inmediato la tan esperada utopía, incapaz de elaborar reflexivamente nada propio, como si la reflexión ya hubiera sido adelantada salvajemente por la técnica y el arte, inhibiendo cualquier posibilidad de detención.

Heidegger mismo vislumbró ese poder de la técnica, que anticipaba y a la vez superaba al propio ser, precisamente en la medida que lo producía. Es muy posible que de haber abrazado una convicción que procediera de la corriente de la izquierda marxista europea, orientada al futuro sin calcular tampoco la autonomía y hegemonía de la técnica que se liberaba de cualquier compromiso con el hombre (¡solo la historia importaba!), Heidegger no fuera hoy el diablo filosófico en que se ha convertido. Pero también es verdad que eso nunca hubiera podido suceder, porque esa izquierda progresista siempre fue extraña a una concepción de la existencia y la muerte como las pensadas en Ser y tiempo (¿acaso para la versión marxista la cuestión de la muerte ha sido algo más que una cuestión lógica o biológica cuyo reconocimiento existencial, más allá de dar la vida por la revolución, impediría partir al barco de la historia?).

En esa medida, Heidegger no fue el izquierdista que le hubiera redimido de su ridícula evocación heroica (de suyo falsa) –evocación que otros intelectuales cultivaron sin sufrir las consecuencias del ridículo, quizá porque la tragedia de la revolución obedecía a una buena causa–. No fue tampoco el ideólogo de derechas que se entregara al nostálgico futurismo o al más acendrado reaccionarismo de una vuelta al pasado, sino simplemente el patético bufón vestido ocasionalmente de uniforme nazi o, todavía más patético, disfrazado de campesino con corbata, como aparece retratado en algunas fotografías.

A veces parece que el personaje viviera preso de una extraña situación, que le hiciera aparecer simultáneamente en un tiempo pasado, volviéndolo reaccionario, y en un tiempo futuro, volviéndolo profeta, pero no en el suyo propio

Del Heidegger bufón, que todavía intentó disfrazar su error equiparándolo al de Edipo (y hasta Prometeo) para disimular su vulgaridad por medio de la tragedia –como si eso lo exculpara–, habría que desprenderse como del lastre que es capaz de hundir todo tras de sí. Del Heidegger que podríamos «querer», que en ningún caso tendría que ver con personaje alguno –insalvable o salvable–, habría que quedarse con el que rescató la filosofía de su identificación con las «ciencias del espíritu» y la devolvió a su ambiguo y peligroso «tema», el ser, reinterpretándolo a la luz de la muerte y, en completa coherencia, a la luz de la verdad ligada mortalmente al tránsito del aparecer y desaparecer de las cosas. Porque esta es la versión que reitera a su vez de un modo original, aunque ya no griego (eso resultaría imposible), el inicio, el mito: la trágica relación de las cosas con el hombre, destinada siempre a un conflicto mortal.

¿Tendrá algo que ver con el mismo destino de la filosofía, tal vez fatal, que el ser, huyendo del reconocimiento de su condición, se engañara a sí mismo con la subsistencia de las cosas y se acabara comprendiendo como ousía, bajo la característica de la permanencia y la propiedad? Tal vez Heidegger no hizo otra cosa en su largo desarrollo filosófico que desvelar el exiguo alcance de ese hallazgo: cómo la ousía vino a vestir la muerte con el disfraz del ser y la presencia.

En todo caso, ese hallazgo atentó directamente contra la línea de flotación de la filosofía moderna, sustentado a su vez por otro remake original: la reinterpretación de la ousía a partir de un yo que solo puede sostenerse dándole la espalda a la muerte y a la existencia, y que por eso mismo solo puede llamarse cogito.

Como no podía ser de otra manera, el remake de Heidegger consistió también en desmontar ese cogito cuya naturaleza eludía la existencia bajo la impostura de pensar en lugar de ser. Así, del remake de Heidegger que reitera la condición mítica inicial resulta solidaria también la identificación del defecto moderno, una identificación que a su vez solo resultaba posible por medio de una reiteración de Grecia (el inicio).

Del Heidegger que podríamos «querer» habría que quedarse con el que rescató la filosofía de su identificación con las «ciencias del espíritu» y la devolvió a su ambiguo y peligroso «tema», el ser, reinterpretándolo a la luz de la muerte y a la luz de la verdad

A vueltas con el remake

En ningún lugar de la obra de Heidegger se encuentra tan sumaria y claramente expuesta la cuestión del remake como en el texto de la Introducción a Ser y tiempo. Seguramente no existe en la literatura filosófica del siglo XX un proyecto tan ambicioso como el que reproducen esas breves páginas, que no se sabe bien si exponen un programa por hacer o ya los resultados de la investigación, tal es su magnífico y ambiguo alcance.

Lo original de aquel planteamiento de 1927 no residió solo en la enumeración de dos tareas solidarias –análisis y destrucción–, sino en su inextricable vinculación, que obligaba a un retorno: la figura recreada como Dasein no resultaría filosóficamente más original que la recreada en su tiempo como cogito, excepto porque la primera solo tenía el propósito inicial de interrumpir el horizonte de la segunda. Pero se malentendería el fondo del asunto si se pensara la cuestión en términos de sustitución de una figura por otra o cosas semejantes.

El remake planteado en el texto de la Introducción tiene el doble y paradójico alcance de proponer refundar la filosofía y, al mismo tiempo, buscar su interrupción. El procedimiento de la interrupción no podía consistir a su vez en la sustitución mecánica de la ousía (o el cogito) por el Dasein, sino en el reconocimiento del Dasein como su precedente, es decir, como aquel «inicio» imposible de aparecer como tal.

En realidad, el contenido del Dasein se resumiría en su exclusivo carácter estructural de precedente, que por lo tanto no definiría ninguna «figura filosófica» nueva, sino que solo vendría a ilustrar la constitución temporal del ser a partir de la muerte. Y es dicho precedente el que se encuentra doblemente olvidado: por una parte, porque de su naturaleza forma parte el sustraerse; por otra, como resultado de la propia ontología, que en su propósito de rescatarlo lo convierte simplemente en un tema. De ahí la necesidad filosófica de desmontar la ontología. Así, más que de una fundamentación de una nueva filosofía, la ontología fundamental –título con el que Heidegger nombra su programa de 1927– se vuelve solo recuerdo de eso precedente, al modo en que para Platón la verdad no se instituía nunca de nuevas, sino que procedía de la rememoración de algo anterior –en ese caso, las ideas–.

El remake adquiere en Heidegger el carácter de una rememoración, que es lo que lo vuelve radicalmente original en el horizonte de la filosofía moderna, abonada siempre a la novedad y deducción de un nuevo principio. Porque lo que constituye la originalidad moderna no reside en un recuerdo, sino en la construcción y ejecución de los principios: no se trata ya solo del ejercicio hermenéutico de diferenciar entre un mundo sensible y un mundo inteligible, sino de construir lo sensible como suprasensible (y viceversa), vinculando inseparablemente la lógica y su realización, que es la historia.

Lo que constituye la originalidad moderna no reside en un recuerdo, sino en la construcción y ejecución de los principios

En el nuevo escenario moderno, lo absoluto no vendrá definido por una verdad suprasensible, sino por el proceso de transformación de lo sensible en suprasensible, que en su momento, cuando sea realizado, cerrará el círculo de los principios. En realidad, el círculo se cerrará aunque esa transformación no se ejecute materialmente: bastará con que la transformación se identifique con el significado vacío y lo suprasensible venga así a definir, más que un lugar o un estado, el propio movimiento sobre sí mismo, que es a lo que en realidad cabe llamar «concepto».

La aspiración de la revolución política moderna no dejó de tener que ver, bajo cualquiera de sus designios, con ese cierre del círculo, asociado a un proceso absoluto y, por eso mismo, indeterminado, sin límite. La política solo habría venido a continuar la filosofía por otro medio, sustituyendo la interpretación por la transformación histórica. La «novedad» de Heidegger vuelve a retomar en este marco un carácter antimoderno, aquí cifrado en rescatar aquella señal de la interpretación (hermenéutica) frente a su disolución en la transformación. Heidegger no habría dejado de revisar filosóficamente si en esa transformación que convierte la filosofía en absoluto no subyace una característica totalitaria, vinculada a una realización de la metafísica que supone la propia supresión de la diferencia sensible-suprasensible y, en general, de cualquier diferencia.

Tal vez, tras Descartes y más allá de él (más allá, por lo tanto, de su redescubrimiento de una verdad no ligada a ataduras naturales), se esconda una monstruosidad más horrible que la de la esfinge que plantea el enigma al hombre para hacerlo sucumbir; precisamente la monstruosidad de que cualquier enigma quede disipado en la totalidad infinita (lo absoluto), liquidando de paso la filosofía misma, que solo se había caracterizado como mera aspiración a la verdad y al saber, pero nunca como su consecución.

Heidegger no habría dejado de revisar filosóficamente si en esa transformación que convierte la filosofía en absoluto no subyace una característica totalitaria

Para Heidegger, la ambigüedad intrínseca al destino de la filosofía moderna resultaría en consecuencia de una doble naturaleza: histórica y estructural. Según la primera, se trataría de ver en qué medida esa reiteración moderna del ser, que lleva a entenderlo simplemente como significado vacío (y este significado vacío coincide con la figura de la subjetividad), es secuela de Grecia o, por el contrario, novedad (novedad horrible). Pero esta ambigüedad es interpretativamente tan irresoluble como la segunda, que remite a considerar si el mismo planteamiento totalitario del cogito (como operador de la transformación sensible-suprasensible) no esconde a su vez la posibilidad de una liberación jamás contemplada, una que incluso podría llegar eventualmente a excluir el rasgo totalitario del fundamento (algo así como una subjetividad que dejara de serlo).

Que esta alternativa o camino, solo posible, se llame o deje de llamarse «ilustración» es asunto menor al lado del problema principal, que reside en que la misma alternativa resulta inseparable de la vía absoluta, que en cuanto tal no admite vía alguna (lo absoluto mismo no es una vía, sino el conjunto y la reducción de todas a una). Entendido así el asunto, la mentada ilustración puede aparecer tocada de muerte desde su inicio, incluso aparecer como «ilustración absoluta», fórmula que equivaldría a la aberrante expresión «verdad absoluta» (sin diferencia, sin doblez).

Es la doble naturaleza de la ambigüedad –histórica y estructural– la que resulta rescatada y puesta en evidencia en el planteamiento de Ser y tiempo, donde la figura del Dasein, como expresión inicial y provisional del ser, que es siempre lo precedente, excluye tanto una filosofía de la historia –que vendría a ratificar el presupuesto de la continuidad entre lo griego y lo moderno– como una verdad absoluta, presuponiendo además que ambas cuestiones son en el fondo la misma.

El toque griego de Heidegger –¿acaso referido a Grecia puede tratarse ya para nosotros de algo más que de un toque a muerto, de un clamor?– inunda las páginas de Ser y tiempo, no tanto porque en ellas se trate explícitamente de Grecia, sino porque se recomienda su liquidación; a saber, la liquidación de esa representación de Grecia como figura matricial de la modernidad, cuando en realidad es solo una figura ancilar de la misma.

La propia filosofía de la historia se basa en una consideración del pasado no como verdadero pasado (y por lo tanto inescrutable e inaccesible), sino como un producto de la versión absoluta. Eso es lo que se intenta desmontar en Ser y tiempo por medio de la modificación de la expresión (pregunta) «¿qué es el ser?» bajo esa otra que solo tiene carácter de constatación y reconocimiento: «que el ser es»; «que es» más allá y antes de toda fórmula o expresión. Si la forma de la pregunta en general y, por tanto, también la pregunta por el ser, tenía una naturaleza lógica, el reconocimiento solo puede ser fenomenológico. En todo caso, la pregunta por el ser, que ya comenzó a desmontarse en Ser y tiempo al formularse como pregunta por el sentido del ser, tiene que culminar, precisamente, perdiendo su carácter de interrogación.

Heidegger llevó a cabo esa tarea leyendo como conflicto lo que en la filosofía de Kant todavía convivía en paz, a saber, la relación lógico-fenomenológico. Entretanto, para Heidegger resultará claro que la filosofía solo puede ser radicalmente fenomenológica, lo que excluye la figura del cogito, justamente porque el cogito solo tiene una cara, una que equivale a todas, la de la identidad.

La pregunta por el ser, que ya comenzó a desmontarse en Ser y tiempo al formularse como pregunta por el sentido del ser, tiene que culminar, precisamente, perdiendo su carácter de interrogación

Pero tampoco se trata de que la filosofía de Heidegger se dirija contra el cogito –eso es más propio de un planteamiento como el de Freud (aunque a la postre, bajo el descubrimiento de su constitución estratificada, el propio cogito resulte amplificado)– cuanto de que se formula extraña al mismo, aunque sin eludir obviamente su hegemonía; más bien al contrario.

En efecto, el descubrimiento de la temporalidad, en respuesta a la pregunta por el sentido del Dasein y en oposición al tiempo, no quiere decir que ahora la temporalidad venga a constituirse en la nueva figura del tiempo, sino más bien en su interrupción –interrupción puesta en evidencia por la irrupción de la muerte–. Porque, de caracterizarse por algo la temporalidad, sería precisamente por su inaccesibilidad –no es ousía, no es presencia–; de ahí su carácter indescifrable –es sentido, no significado–; de ahí también su naturaleza hermenéutica, no tanto porque su verdad dependa de nuestra interpretación, cuanto de que nuestra interpretación depende de las señales de su propia ausencia.

Aquí, en este punto, reside el aspecto más original de la palabra «y» con la que Heidegger vincula en su título principal los términos «ser» y «tiempo». Esa palabrita constituye el más profundo reconocimiento de lo que la filosofía puede decir: decir solo del fenómeno, una conjunción temporal y que, por eso, no es solo lo que se muestra, sino justamente aquello que al mostrarse se rehúye y queda oculto –el ser–. Efectivamente, ser y tiempo son lo mismo, pero este lo mismo no remite a una identidad, sino a la imposibilidad de un cierre: lo que se muestra, el ser, es lo que siempre se retrae –el tiempo, que nunca aparece–, de ahí que en consecuencia pueda hablarse de algo así como de la constitución temporal de la cosa. Este es el descubrimiento más poderoso de Ser y tiempo que, siguiendo estrictamente el procedimiento fenomenológico –atender a lo que se muestra tal como se muestra y desde donde se muestra–, tiene que recalar en «la muerte» (condición de la temporalidad), único tema, por otra parte, que resulta imposible tematizar.

La pregunta por el ser, como resumen de la pregunta teórica, choca con una barrera intraspasable y Heidegger se vuelve así radicalmente extemporáneo. Paradójicamente, este carácter así entendido constituye el aspecto más señalado de su legado, en cierto modo el más revolucionario, porque atenta contra el sobreentendido devastador de una filosofía (moderna) que acabó comprendiéndose exclusivamente como «filosofía de la historia», sepultando de esa manera el sentido histórico de la historia en aras de su exclusiva comprensión lógica.

Ser y tiempo son lo mismo, pero este lo mismo no remite a una identidad, sino a la imposibilidad de un cierre: lo que se muestra, el ser, es lo que siempre se retrae, de ahí que en consecuencia pueda hablarse de algo así como de la constitución temporal de la cosa

Regresar a Grecia a través de Kant (y a Kant a través de Grecia)

Del legado de Heidegger forma parte su extemporaneidad (a la postre, en esto consiste su remake), que vino a producir esa interrupción de la versión moderna de la filosofía. Pero esa extemporaneidad no se define como el retorno y la entrega a otra época –por ejemplo a Grecia–, como quien descubre finalmente su origen. Surge más bien del descubrimiento del viso griego, una suerte de avatar escondido en la filosofía moderna.

Ese descubrimiento va de la mano de su reinterpretación fenomenológica de Kant, frente a la versión lógica sostenida por el neokantismo. Heidegger descubre así el olvidado origen griego (incluso para Kant, que de Grecia retiene un comprensión trivial) en el seno más profundo de la filosofía moderna. En la Crítica de la razón pura no se trataría de la fundamentación lógica del conocimiento, sino de las condiciones ontológicas que lo hacen posible, pero de unas condiciones de las que no se puede partir como principio, porque no vienen dadas, sino que tienen que ser encontradas. Como resultado de la investigación, concebida exclusivamente como búsqueda, se vislumbraría que el territorio donde se origina el conocimiento no es el entendimiento lógico, sino la intuición y, más radicalmente, la imaginación trascendental.

Cuando Heidegger, refiriéndose a Kant, afirma que «la imaginación trascendental no tiene patria», está reconociendo la inseguridad estructural y la extrañeza de cualquier principio establecido, justamente porque la imaginación supone el extraño ámbito donde se fragua la misma lógica, es decir, donde se fragua la posibilidad misma de la relación entre un sujeto y un predicado, entre la cosa y la idea… Ese marcado «no tener patria» con el que Heidegger caracteriza en 1929 la imaginación trascendental evoca el ámbito del que Heidegger acaba de tratar en Ser y tiempo en 1927 casi como continuando su análisis: esa ausencia de patria o territorio define el carácter mismo del Dasein (serahí), cuya constitución solo se deja rescatar hermenéuticamente.

En el rescate «griego» de Kant que elabora Heidegger se hace evidente la señal más vulnerable del poder del juicio moderno (a la postre, la verdadera constitución de la subjetividad), cifrada en la detección de algo inconcluso y no cerrado que imposibilitaría la garantía última del conocimiento y la decisión, sujetos así siempre al error y el fracaso. La historia, en efecto, se encontraría siempre en trance de fracasar, porque no está sujeta a reglas.

Ese «no tener patria» con el que Heidegger caracteriza en 1929 la imaginación trascendental evoca el ámbito del que Heidegger acaba de tratar en Ser y tiempo en 1927 casi como continuando su análisis: esa ausencia de patria o territorio define el carácter mismo del Dasein

El viso griego, que no aparece como una cumbre, sino como una cara oculta, imposibilitaría cualquier filosofía de la historia. Más allá de la continuidad de la modernidad respecto a Grecia y de la consabida y cansina referencia a los orígenes griegos de la historia occidental, que en la actualidad suena más a publicidad de un paraíso de vacaciones filosóficas que a expresión de verdad alguna, por «Grecia» Heidegger sigue entendiendo algo extraño a lo moderno.

Su «Destrucción de la historia de la ontología», que aparece como parte del programa expreso de Ser y tiempo, significa así esencialmente dos asuntos solidarios: por una parte, destrucción de esa moderna concepción de la filosofía griega y, por otra, revelación hermenéutica de ese rasgo disruptivo vinculado a la tragedia (es decir, a la imposibilidad del cierre del conocimiento). Según esto, el logro de Grecia no quedaría expresado en la formulación de una relación lógica entre un predicado y un sujeto, sino en la imposibilidad de garantizar que un predicado (lo que se dice) se diga propiamente de algo (de un sujeto) y no sea un error.

Del descubrimiento de Grecia sería entonces solidario un reconocimiento del error que lo eleva ontológicamente al rango de la verdad, en la medida en que puede iluminar mucho más (es el error de Edipo lo que acaba revelando su verdad). En el fondo, en su sentido más grande y también más vulnerable, la filosofía no habría consistido en otra cosa que en poner de relieve ese rasgo equívoco inherente a cualquier conocimiento o decisión.

¿Hay que sorprenderse entonces de que Heidegger sea un filósofo sospechoso en el horizonte moderno? El rechazo a Heidegger impide el reconocimiento y la lectura de un aspecto extrañamente original que pone patas arriba una concepción trivial de la modernidad según la cual la democracia y la ciencia griegas constituyen «nuestros orígenes», como si además eso garantizara su virtud.

¿Y si, en cambio, lo griego mismo –como parece derivarse del remake– fuera lo sospechoso y hasta peligroso? Lo que subyacería entonces a la singular referencia de Heidegger a Grecia, más allá de que se haga o no explícita, sería la evocación del propio peligro que entraña ese descampado al que Heidegger nombra como Dasein, que constituiría solo una postrera repetición de algo perdido: la equívoca relación, por eso trágica, con los dioses –la propia lucha entre los viejos (terribles y horrorosos) dioses y los nuevos dioses, bajo cuya tutela quiere aplacarse la interminable lucha–; el presentimiento de que precisamente bajo una empresa bien trabada se encuentra la catástrofe (Troya); la disputa sin final entre lo doméstico y lo político (Antígona); la propia tragedia de la pólis, abocada a desaparecer en cuanto se hace relevante; el desencuentro permanente del domicilio, incluso cuando se ha llegado a casa (Odiseo), o precisamente cuando se ha llegado.

Heidegger nos planta ante una doble pérdida: la de Grecia y la del lugar donde estamos, que sobrevive solo como final, despojado de origen

Todo eso alienta en las páginas de Heidegger más extrañas aparentemente a Grecia; alienta incluso como el reconocimiento de una paradójica imposibilidad, porque se presenta como una imposible reivindicación de la tragedia, pero al mismo tiempo como un elemento de salvación en el medio de la seguridad total.

Si incluso en la gran filosofía del Idealismo alemán, más allá de Kant (y no solo en el sentido histórico), que intenta exorcizar ese peligro que conduce a la catástrofe bajo la idea de sistema –sistema que se cierra a pesar de la historia, o mejor, historia que se pretende desactivar como sistema–, se hace patente una ambigüedad irreducible que aboca a la conciencia a lo que se encuentra fuera de ella, reconociendo así que siempre hay un afuera del sistema; si incluso en ese Idealismo que ha intentado reducir Grecia bajo una magnífica filosofía de la historia instalándola en la historia de la filosofía, se encuentra latiendo aquel viso griego –en el fondo, la conciencia filosófica nunca podrá asimilar del todo a la conciencia natural pese a cualquier Fenomenología del Espíritu–, lo que resulta claro de la destrucción emprendida por Heidegger es que hay un elemento irreducible, que no resulta cognoscible porque nos precede.

En Heidegger se acaba revelando como puro espejismo la idea de una democracia que sobrevendría necesariamente gracias a la incesante tarea de la ilustración. Más bien emerge la impresión contraria: ninguna ilustración nos librará de suyo, solamente por ser ilustración, de la catástrofe. No se dice si eso es así porque en el fondo del entendimiento habita trágicamente un impulso que incluso aspira a la destrucción y desaparición, porque la ilustración ha borrado bajo su optimismo el hecho de la existencia y la muerte, o porque lo propio de la ilustración, por mucho que se lo haya ocultado a sí misma, es una ambigüedad sin solución.

¿Qué hacer entonces con Heidegger?

Cuando el crimen del autor se ha vuelto el propio tema de la filosofía, lo mejor sería no hacer nada, aunque esta alternativa se vuelve también impracticable, porque sin Heidegger se asistiría a un remedo de filosofía. Pero lo cierto es que bajo esas condiciones hostiles resulta casi imposible atender el alcance de su descubrimiento –el remake que vislumbró una falla decisiva (Grecia) en la misma constitución de la filosofía moderna–.

Cada vez que un nuevo documento escrito sale a la luz para mantener viva la atención sobre el personaje (editorialmente muy bien dosificado), simultáneamente se extiende una sombra sobre la filosofía en general, especialmente sobre aquella orientación –la ontología, la metafísica– a la que de manera subrepticia se ha vuelto cómplice del horror de los campos de concentración y exterminio, ligando en una sola representación el pensamiento especulativo y la catástrofe contemporánea.

En este sentido, poco se puede hacer, máxime si se reclama un pensamiento positivo y no sospechoso preparado para los nuevos tiempos y los retos de la nueva humanidad, anclada entre la tecnología y la barbarie (como si la filosofía fuera igual que la medicina y tuviera que dedicarse a diagnosticar para luego proceder a la intervención quirúrgica o farmacológica). Pero justo esa brecha entre los viejos y los nuevos tiempos es lo que aparece puesto de relieve en la extemporánea reflexión de Heidegger, justamente para revelar una pérdida irrecuperable.

El remake, en efecto, no tiene la pretensión de devolvernos a ningún lugar del pasado, sino más bien de revelarnos adónde no podemos volver. Heidegger nos planta así ante una doble pérdida: la de Grecia y la del lugar donde estamos, que sobrevive solo como final, despojado de origen. En el horizonte de esa pérdida, se plantea cómo seguir pensando entonces, cómo ir más allá de las categorías que definieron la propia estructura del pensamiento que llevaron a ese final. ¿Es eso posible?

En ese desmesurado intento –pensar más allá de la filosofía a la vista de ella–, se desarrolló una obra cuya dificultad no estribó en la complejidad de sus contenidos, sino en el reconocimiento de que ya no hay contenidos a los que referirse excepto aquellos de la tradición –eso es precisamente lo que define el final–. ¿Y cómo pensar incluso la tradición (la filosofía) si no se hace con sus propios conceptos?

Crear unos nuevos para el caso se convertiría en una mera sustitución, pues los conceptos son solo artificios surgidos de la lengua. ¿Acaso todo el malentendido de la filosofía no procedería de privilegiar la figura del concepto, como si fuera original, cuando lo verdaderamente original sería su origen, la lengua común y el suelo del que surgieron, que ni se dejan programar ni construir?

Pero, por otra parte, ¿cómo distinguir hoy –si no fuera por medio de un artificio tan falaz como estéril– los conceptos de aquel origen en la lengua común, cuando esta ya ha naturalizado aquellos y resulta indisociable de ellos? Tal distinción se encontraría abocada directamente al fracaso y simplemente reeditaría una mala metafísica –diferencia entre la lengua pura y sus derivados conceptuales y gramaticales–, porque no se puede hablar realmente de algo ajeno y exterior a la tradición y a la cultura –en definitiva a la lengua– bajo la que se ha articulado todo.

Solo abandonando la instancia de una «lengua pura» o de un «ser» independiente de su propia recepción se estaría al menos en el camino de identificar ese superpuesto (que siempre viene después) que se llamó «ontología» o «lógica» y, si acaso, enfrentarlas a su propio origen. En esa tarea se resumió parte del programa de Ser y tiempo, a la vez que se descubría la raíz ontológica (ontológico-fundamental) de cualquier acción o reflexión, tan sutil resulta además su diferencia.

¿Acaso todo el malentendido de la filosofía no procedería de privilegiar la figura del concepto, como si fuera original, cuando lo verdaderamente original sería su origen, la lengua común y el suelo del que surgieron, que ni se dejan programar ni construir?

La «novedad» de Heidegger remite a un nuevo sentido de totalidad, más allá de aquella pretensión universal –el ser en cuanto ser– que deslocalizaba metafísicamente el ser de su propio origen, de su propio acontecimiento. La totalidad remite solo al propio acontecimiento, definido y delimitado por la muerte: no hay más totalidad que la de la existencia, siempre incompleta, siempre inconclusa. Heidegger no liquida la ontología, simplemente revela su origen. Si a la revelación de ese origen le dio el título de «ontología fundamental» durante un tramo de su obra, pronto abandonó incluso esa denominación, llena de pretensión. Después de todo, incluso la «ontología fundamental» corría el peligro de hacer tema del ser, esto es, de la muerte y de la existencia, y volverse simplemente «ontología».

¿Qué queda entonces de Heidegger? ¿En qué consistió su intento? Si en todo pensador hay una decisión por algo, Heidegger decidió sobre todo una «negativa», que más que como un no específico sobre esto y lo otro cabe entender como un no radical a la identidad (entiéndase: como sustancia, como cogito o como voluntad), o lo que es lo mismo, a la suplantación del fenómeno por una posición lógico-deductiva; una posición que siempre será derivada.

El nihilismo moderno no es a ojos de Heidegger otra cosa que esta transformación y sustitución del ser por el yo o la identidad, a la postre el recurso para reclamar la presencia absoluta del tiempo –la coincidencia de diacronía y sincronía; la perpetua reinterpretación diacrónica del acontecimiento– más allá de la muerte. Bajo un rasgo de suprema ironía, el nihilismo moderno surge contra la muerte, como proyecto de afirmación de un tiempo atemporal.

Heidegger nada ya desde el principio en las aguas del nihilismo, pero a contracorriente. Por eso su tarea tiene un carácter titánico y por eso su hazaña puede considerarse escandalosa, innecesaria y hasta ridícula, porque nadie la exigía. Desde luego, extemporánea. De Heidegger, más que con un contenido o una idea, habría que quedarse con el intento: hacer relevante una interrupción. Consideremos que esta interrupción, más que expresar un concepto, plantea un interrogante inesperado que nos deja sin aire. Interrupción de la ontología, es decir: de la ética –el bien no es un contenido que se pueda definir–; de la estética –la vivencia estética constituye la tumba del arte–; de la política –la democracia es solo una reiteración de la figura deductiva del cogito pero en ningún caso heredera de la pólis griega–; y por último, de la historia –la historia es acontecimiento y finitud, no sucesión infinita–. La interrupción se orienta por el camino del no, a sabiendas de que tan extraño camino no tiene dirección. En efecto, ¿a qué patria habría de llevarnos el no?

Amor por el pensamiento
Si eres de las personas a las que les gusta hacerse preguntas, seguramente disfrutarás con este ebook que te regalamos.
¿De qué hablan los filósofos cuando hablan de amor?
- descarga el ebook -
Amor por el pensamiento
Si eres de las personas a las que les gusta hacerse preguntas, seguramente disfrutarás con este ebook de regalo.
¿De qué hablan los filósofos cuando hablan de amor?
- descarga el ebook -
Amor por el pensamiento
Si eres de las personas a las que les gusta hacerse preguntas, seguramente disfrutarás con este ebook de regalo.
¿De qué hablan los filósofos cuando hablan de amor?
- descarga el ebook -
Amor por el pensamiento
Si eres de las personas a las que les gusta hacerse preguntas, seguramente disfrutarás
¿De qué hablan los filósofos cuando hablan de amor?
con este ebook que te regalamos.
- descarga el ebook -